LA JIHAD DE BUSH
Con
el bombardeo de al menos tres ciudades afganas, Estados Unidos, auxiliado
por Gran Bretaña, inició ayer una reacción tan injustificable
como incierta. Sin más elementos de prueba que sus propias afirmaciones,
Washington bombardeó y arrasó, ayer, aeropuertos y oficinas
de Afganistán y comenzó, negándose previamente a dialogar
con las autoridades del talibán, la fase militar de una agresión
que seguramente conducirá al despliegue de fuerzas de tierra en
ese país de Asia Central --uno de los más pobres del mundo,
destruido por varias guerras consecutivas-- y que exacerbará, en
los ámbitos del fundamentalismo islámico, las fobias contra
Estados Unidos y contra Occidente en general. Es muy posible, pues, que,
con los primeros ataques a objetivos afganos, el mundo esté asistiendo
al inicio de una escalada de destrucción de consecuencias difícilmente
predecibles.
Un dato preocupante en esta perspectiva es que, tras los
ataques estadunidenses y británicos, Osama Bin Laden y su organización
formularon algo así como una admisión tácita de participación
en los ataques a Nueva York y Washington. En una videograbación
difundida por una estación árabe, minutos después
del inicio de hostilidades contra Afganistán, el líder fundamentalista
agradeció a Dios los atentados del 11 de septiembre y emitió
graves amenazas contra quienes viven en Estados Unidos.
Otra posibilidad alarmante es la internacionalización
de este nuevo conflicto, cuyos escenarios bélicos se desarrollan
en una región minada por rencores y guerras recientes (India-Pakistán,
Irak-Irán, guerra del Golfo, entre otras) en la cual las fronteras
resultan precarias y porosas.
Hoy es fácil olvidar que los enemigos declarados
del gobierno de George W. Bush (el régimen talibán y Bin
Laden y su grupo) son, en buena medida, producto de la política
exterior estadunidense en la región. Hoy, el bombardeo mediático
--que, como ocurre regularmente, acompaña fielmente a los bombardeos
aéreos-- omite que la facción gobernante en Kabul y el grupo
de Bin Laden fueron, en su momento, respaldados e impulsados por el Pentágono
y la CIA para contraponerlos a las fuerzas soviéticas y prosoviéticas
que intervinieron en Afganistán en los años setenta y ochenta.
Hoy se da por sentado que el denominado "terrorismo internacional" es el
nuevo Satán, pero no se menciona que el gobierno de Estados Unidos
ha sido, en el pasado reciente, un promotor activo de ese terrorismo y
un defensor de sus practicantes.
Pero no es necesario remontarse a décadas anteriores
para percibir la semejanza moral entre el gobierno de Estados Unidos y
sus enemigos del momento: las propias autoridades de Washington, empezando
por el presidente Bush, han venido anunciando, desde los atroces ataques
del 11 de septiembre, que recurrirán en esta campaña a las
acciones encubiertas, a la censura y a la mentira. En esa lógica,
es probable que las víctimas inocentes en Kabul y los otros objetivos
afganos atacados sean borradas de la fotografía oficial de este
conflicto y que el aparato mediático ofrezca al mundo la imagen
idílica de una guerra aséptica y libre de "bajas colaterales".
Hermanados por el dolor y la muerte con las víctimas
de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y contra el edificio
del Pentágono, los civiles afganos tocados por las bombas estadunidenses
no serán, sin embargo, merecedores de la simpatía y la condolencia
de la opinión pública mundial.
En otro sentido, resulta por demás desafortunada
la declaración del gobierno mexicano, ofreciendo el respaldo firme
e irrestricto al de Washington en esta aventura bélica. Ciertamente,
los trágicos y condenables ataques del 11 de septiembre justifican
la solidaridad y la simpatía mexicanas para con las víctimas
inocentes, así como la exigencia de justicia para los culpables.
Pero la ofensiva militar iniciada ayer por Bush en Afganistán
no guarda ninguna relación con la justicia ni con la legalidad internacional;
es, en cambio, un gesto unilateral y arbitrario de venganza y representa
el inicio de una guerra en la cual México no tiene motivos morales,
políticos ni estratégicos para participar.
El gobierno de Estados Unidos habla en nombre de la civilización,
aunque su comportamiento no sea menos bárbaro que el de los fundamentalistas
islámicos; invoca, en forma por demás totalitaria, el respaldo
de la humanidad en esta cruzada que no es contra el terrorismo sino contra
sus enemigos coyunturales --sus aliados de ayer-- y esgrime la fuerza de
la razón, aunque su aventura bélica contra Afganistán
sea un ejercicio de fuerza irracional, una agresión ajena a la justicia
y a la legalidad internacionales, una suerte de jihad contra los demonios
arbitrariamente definidos de un terrorismo que se muerde la cola y produce,
entre Nueva York y Kabul, escenas de destrucción que se contemplan
mutuamente en el espejo.
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