Espejo en Estados Unidos
México, D.F. lunes 8 de octubre de 2001
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Editorial
 

LA JIHAD DE BUSH

SOLCon el bombardeo de al menos tres ciudades afganas, Estados Unidos, auxiliado por Gran Bretaña, inició ayer una reacción tan injustificable como incierta. Sin más elementos de prueba que sus propias afirmaciones, Washington bombardeó y arrasó, ayer, aeropuertos y oficinas de Afganistán y comenzó, negándose previamente a dialogar con las autoridades del talibán, la fase militar de una agresión que seguramente conducirá al despliegue de fuerzas de tierra en ese país de Asia Central --uno de los más pobres del mundo, destruido por varias guerras consecutivas-- y que exacerbará, en los ámbitos del fundamentalismo islámico, las fobias contra Estados Unidos y contra Occidente en general. Es muy posible, pues, que, con los primeros ataques a objetivos afganos, el mundo esté asistiendo al inicio de una escalada de destrucción de consecuencias difícilmente predecibles.

Un dato preocupante en esta perspectiva es que, tras los ataques estadunidenses y británicos, Osama Bin Laden y su organización formularon algo así como una admisión tácita de participación en los ataques a Nueva York y Washington. En una videograbación difundida por una estación árabe, minutos después del inicio de hostilidades contra Afganistán, el líder fundamentalista agradeció a Dios los atentados del 11 de septiembre y emitió graves amenazas contra quienes viven en Estados Unidos.

Otra posibilidad alarmante es la internacionalización de este nuevo conflicto, cuyos escenarios bélicos se desarrollan en una región minada por rencores y guerras recientes (India-Pakistán, Irak-Irán, guerra del Golfo, entre otras) en la cual las fronteras resultan precarias y porosas.

 Hoy es fácil olvidar que los enemigos declarados del gobierno de George W. Bush (el régimen talibán y Bin Laden y su grupo) son, en buena medida, producto de la política exterior estadunidense en la región. Hoy, el bombardeo mediático --que, como ocurre regularmente, acompaña fielmente a los bombardeos aéreos-- omite que la facción gobernante en Kabul y el grupo de Bin Laden fueron, en su momento, respaldados e impulsados por el Pentágono y la CIA para contraponerlos a las fuerzas soviéticas y prosoviéticas que intervinieron en Afganistán en los años setenta y ochenta. Hoy se da por sentado que el denominado "terrorismo internacional" es el nuevo Satán, pero no se menciona que el gobierno de Estados Unidos ha sido, en el pasado reciente, un promotor activo de ese terrorismo y un defensor de sus practicantes.

Pero no es necesario remontarse a décadas anteriores para percibir la semejanza moral entre el gobierno de Estados Unidos y sus enemigos del momento: las propias autoridades de Washington, empezando por el presidente Bush, han venido anunciando, desde los atroces ataques del 11 de septiembre, que recurrirán en esta campaña a las acciones encubiertas, a la censura y a la mentira. En esa lógica, es probable que las víctimas inocentes en Kabul y los otros objetivos afganos atacados sean borradas de la fotografía oficial de este conflicto y que el aparato mediático ofrezca al mundo la imagen idílica de una guerra aséptica y libre de "bajas colaterales".

Hermanados por el dolor y la muerte con las víctimas de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y contra el edificio del Pentágono, los civiles afganos tocados por las bombas estadunidenses no serán, sin embargo, merecedores de la simpatía y la condolencia de la opinión pública mundial.

En otro sentido, resulta por demás desafortunada la declaración del gobierno mexicano, ofreciendo el respaldo firme e irrestricto al de Washington en esta aventura bélica. Ciertamente, los trágicos y condenables ataques del 11 de septiembre justifican la solidaridad y la simpatía mexicanas para con las víctimas inocentes, así como la exigencia de justicia para los culpables.

Pero la ofensiva militar iniciada ayer por Bush en Afganistán no guarda ninguna relación con la justicia ni con la legalidad internacional; es, en cambio, un gesto unilateral y arbitrario de venganza y representa el inicio de una guerra en la cual México no tiene motivos morales, políticos ni estratégicos para participar.

El gobierno de Estados Unidos habla en nombre de la civilización, aunque su comportamiento no sea menos bárbaro que el de los fundamentalistas islámicos; invoca, en forma por demás totalitaria, el respaldo de la humanidad en esta cruzada que no es contra el terrorismo sino contra sus enemigos coyunturales --sus aliados de ayer-- y esgrime la fuerza de la razón, aunque su aventura bélica contra Afganistán sea un ejercicio de fuerza irracional, una agresión ajena a la justicia y a la legalidad internacionales, una suerte de jihad contra los demonios arbitrariamente definidos de un terrorismo que se muerde la cola y produce, entre Nueva York y Kabul, escenas de destrucción que se contemplan mutuamente en el espejo.
 

 

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