Jorge Camil
Civilización o barbarie
Los efectos sicológicos y económicos del ataque a las Torres Gemelas resultaron tan devastadores como los daños humanos y materiales. Por lo pronto, el miedo a los transportes aéreos afectó gravemente a una economía que depende cien por ciento de la capacidad para transportar diariamente millones de personas y bienes a través del enorme territorio nacional. Cien mil empleados de las principales líneas aéreas fueron despedidos en el curso de una semana, y la dramática reducción en el número de pasajeros puso a las empresas de aviación al borde de la quiebra. Sin embargo, el problema no es únicamente la precaria situación financiera de las líneas aéreas, sino el riesgo de paralizar una economía que hace tiempo abandonó la costosa práctica de acumular inventarios para descansar en la disponibilidad inmediata de bienes y servicios: la práctica del just in time, que ha permitido que un pequeño restaurante en la ciudad de Nueva York ofrezca diariamente pescados frescos del Mediterráneo, y que los principales fabricantes de computadoras cierren sus costosas cadenas de distribución y vendan sus productos exclusivamente por Internet con plazos de entrega de unas cuantas horas. Hoy, en cambio, los enormes aeropuertos vacíos muestran los efectos desoladores de una industria herida de muerte.
Pero el miedo de volar se ha convertido en temor de visitar centros comerciales, teatros, sitios de recreo; en aprensión de acudir a los lugares de trabajo y en dudas sobre las bondades de continuar construyendo rascacielos, ahora considerados símbolos de la arrogancia del capitalismo internacional. En esta forma, la vulnerabilidad del territorio está afectando la demanda de bienes y servicios y profundizando una recesión incipiente que estaba razonablemente controlada mediante el ajuste de las tasas de interés. Después de la tragedia, una de las sociedades más abiertas del planeta está cerrando sus puertas a la inmigración indiscriminada y alentando paulatinamente el racismo: se habla de instaurar la política de ethnic profiling, que permitiría interrogar, vigilar y negar ciertos servicios (como el acceso a un avión) a individuos con "apariencia sospechosa".
Emulando quizá la Direction de Surveillance du Territoire del gobierno francés, George W. Bush dio posesión esta semana al primer director de Homeland Security, que coordinará los trabajos de todas las agencias gubernamentales involucradas en los servicios de inteligencia. El procurador John Ashcroft reveló que existían otras células terroristas que pudiesen tomar represalias en el supuesto de una respuesta militar, y los ciudadanos, conscientes de la posibilidad de un ataque bacteriológico, están dispuestos a sacrificar sus proverbiales libertades asumiendo el riesgo de caer en un estado policiaco.
Ante la falla monumental de los servicios de inteligencia, es obvio que nada, ni nadie, había preparado a Estados Unidos para el 11 de septiembre. En uno de los libros más recientes sobre seguridad nacional, On being a superpower, Seymour Deitchman, antiguo asesor del Departamento de Defensa, analizó diversos panoramas de ataques no convencionales utilizando ejemplos del pasado (bombas, rehenes y secuestro de aviones). Pero todos los incidentes ocurren fuera del territorio de Estados Unidos e involucran un número reducido de víctimas. El problema de siempre -se lamenta Deitchman- no es descubrir a los culpables, sino la dificultad para obtener justicia expedita contra los autores intelectuales, con la plena cooperación de los países involucrados, de los aliados y de los grupos de derechos humanos. Todo eso ha cambiado, porque el ataque afectó también en forma dramática el panorama de la política exterior; alineó de inmediato a Rusia (convertida tal vez para siempre en una potencia occidental) y a los aliados de la OTAN, y le otorgó al presidente Bush, con la decidida participación del gobierno británico, la justificación para iniciar las represalias militares del domingo pasado. Mientras las potencias se aprestan a la guerra, se comienza a advertir la mano de Arabia Saudita, eternamente atrapado entre la fe y el dólar; el país más representativo del mundo árabe (petróleo, desierto e islam), pero también el sitio donde se originó el wahabismo, la facción más intransigente del islam. De cara a la nueva alineación geopolítica de las potencias, Tony Blair resumió la alternativa en una brillante pieza de oratoria sobre el régimen talibán: no se trata de asistir ciegamente a la superpotencia, sino de preservar la civilización frente a la barbarie.