LUNES Ť 15 Ť OCTUBRE Ť 2001
Ť Hermann Bellinghausen
Tarde que nunca
Estaba llegando tarde, como a cada arranque de sus momentos; para variar, presentía que iban a esperarlo. Sin él, su vida no podía comenzar. En alguna estación de su trayecto sin fin, donde el cansancio le ganó sobre una desnuda banca de ablas, había perdido el único papel que indicaba su nombre, edad, y procedencia. Eso no lo detuvo, pero le desvaneció los rasgos. Muy propio, en aquellos tiempos de fusión de razas y confusión de las fronteras (aunque no, ay, lo suficiente). Después de un siglo entero de la humanidad despidiéndose (el siglo de los adioses, lo llamó John Berger), el suelo que pisaba, siendo todo lo que hay y sin remedio, era lo de menos. Lo llamaban Esquimal. Si bien su lengua materna era un castellano crudo, más que quebradizo, quebrado, se daba a entender en la lingua franca del imperio, cumplido el temor dariano de cuántos millones de seres humanos hablando inglés. No eran tiempos para ser moreno, de aspecto vagamente oriental: oficialmente, el Bien era blanco y cristiano; el resto se componía de alienígenas, encarnaciones potenciales del Mal.
Corría el año 2010, bien presente lo tengo yo. La Policía imperial, una e indivisible alrededor del mundo, azul y negra del casco a los pies y bajo una coraza de tortuga robotizada, perseguía preferentemente a individuos como él. Con lentes infrarrojos bajo la careta acrílica, los agentes del orden recorrían las calles nocturnas armados hasta los dientes, proclives a disparar antes de formular la primera pregunta. Los Super Tiras preferían lidiar con cadáveres; prisiones y precintos carecían de espacio, y la tácita consigna de la impunidad policiaca dictaba no apretujarles más el cupo. Esquimal tenía el agravante de pasarse de vivo, cosa muy mal vista en aquellos tiempos de obediencia debida. Luego de conquistar las voluntades de los gobiernos y las pulsiones de muchísimos súbditos de la Corona del Dólar, que en las colonias llamaban "del dolor", la Autoridad había decretado la queda permanente.
Esquimal recordaba haber nacido en México, pero era lo de menos. Compartía la nacionalidad de los ilegales, el grupo humano más numeroso del mundo, patria en sí mismo, surcado de solidaridades anteriores al diluvio. El argumento de la Autoridad su la guerra fija. La vieja y vulgar guerra, que armas más, armas menos, producía muerte y desplazamientos indistintamente. Muerte a los "infieles" en particular, y en general a la población civil por mala pata a mitad de los campos de tiro, war casualties para fines estadísticos.
Esa noche tenía un cita especial, en un callejón que su enganchador había definido "de mierda". La oportunidad de obtener papeles, falsos pero verosímiles. La posibilidad de caminar sin temores a la luz del día, de conseguir trabajo, de viajar sin la necesidad de ocultarse en las montañas, los arbustos, las barrancas donde no hay garita.
A las diez le dieron su cita con Jack Palancas y él llegaba pasada la medianoche. Sirenas en las avenidas mercuriales, control acérrimo de los helicópteros sobre los freeways, videocámaras sin tregua en las esquinas, satélites rastreando desde la estratósfera las conexiones. El pululaba en el lado de las ratas y las sombras. Esquimal de negro, gorra gris, lente oscuro, tenis liso para escurrirse mejor. Los escoltas de Jack, expeditos como verdaderos clandestinos, lo interceptaron en cuanto cruzó los linderos del vecindario negro. Recitó el santo y seña que el enganchador le anotó en un papelito, y luego de catearlo para confirmar que no venía "empacado", le permitieron pasar.
-Cualquiera diría que no te urge el documento, piojo peludo -le reprochó Jack Palancas sin énfasis cuando lo tuvo enfrente. A decir verdad, Jack estuvo ocupado en otro asunto, de manera que, de llegar a tiempo, Esquimal hubiera esperado. ƑNo les digo?, tenía esa suerte, los momentos lo esperaban, así como a Juan Pérez lo esperan siempre los cácaros de los cines. Era su manera de puntualidad.
Jack le extendió una credencial de refulgente plástico laserado. Esquimal vio que la foto se le parecía por completo, estupenda falsificación, y el nombre, bueno, el nombre era de otro. Preguntó:
-ƑQuiés es Rupert Randall?
-Dirás quién era -corrigió, lúgubre, Jack Palancas.
-Okey, Ƒquién era?
-No te preocupes, piojo. Estaba limpio. No tenía familia, ni multas, ni deudas. Era un inválido que pasó veinte años en un asilo de irrecuperables. Murió de muerte natural, si envenenarse con arsénico es una forma natural de entregar el equipo.
La explicación satisfizo a Esquimal. Giró sobre sus tenis, dejó el vecindario con un paso diferente, ya no furtivo. Legal por primera vez en años, anduvo por las avenidas iluminadas la noche entera, acostumbrándose a su nueva identidad rupertiana, retando secretamente al azar, a ver si algún agente le exigía identificarse. Pero es raro, tener papeles. Tanta dificultad para obtenerlos, y una vez en su posesión, ya nadie los pide. Como si lo legal se pintara en el rostro, Esquimal se dirigió a terminal terrestre y tomó el primer bus a Vancuver, sinónimo de la gran promesa. Más vale tarde que nunca para cruzar.