MIERCOLES Ť 17 Ť OCTUBRE Ť 2001
Samir AminŤ
Islam político y globalización imperialista
La asociación entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia capitalista. No será nada extraño que Estados Unidos se aproveche de los servicios que le presta el Islam político para su proyecto de hegemonía mundial: el Islam político de ninguna forma se opone al imperialismo, todo lo contrario: es su perfecto servidor.
El drama argelino muestra la naturaleza y las funciones que cumplen en el conjunto del mundo musulmán contemporáneo los movimientos políticos que se reclaman islamitas. Frente a su habitual calificación de "fundamentalistas", prefiero utilizar la que es de uso en el mundo árabe: "el Islam político". Porque no se trata de movimientos de reflexión religiosa -los cuales, si bien numerosos, son de hecho poco variados-, sino más vulgarmente de organizaciones políticas cuyo objetivo fijo es la toma del poder de Estado, ni más ni menos, y que a estos efectos hacen un uso oportunista de la bandera del Islam.
El Islam político no se interesa por la religión a la que invoca, ni propone en este aspecto reflexión alguna, ni teológica ni de naturaleza social. En este sentido, no se trata de una "teología de la liberación", homóloga musulmana de la que existe en los países de América Latina, por ejemplo. Lo que retiene del Islam es tan sólo el conjunto de costumbres -especialmente rituales, de las que exige un respeto absoluto- de los musulmanes de nuestra época. Simultáneamente, el Islam político exige el retorno de la sociedad al conjunto de reglas del derecho público y privado tal como eran aplicadas hace dos siglos -en el Imperio otomano, en Marruecos, en Irán y en Asia central- por los poderes de la época. Que en su discurso el Islam político crea (aparente creer) que las reglas son las del "Islam verdadero" (el de la época del Profeta) no tiene demasiada importancia. Ciertamente el Islam permite una interpretación semejante, como medio de legitimación del ejercicio del poder. Así se hizo en el pasado, desde los orígenes a los tiempos modernos. Pero en este sentido el Islam no es original.
El cristianismo ha sido el medio de legitimación del conjunto de las pirámides de poder político y social en la Europa premoderna, por ejemplo. Toda persona dotada de un mínimo de sentido de observación y de capacidad crítica no puede ignorar que tras el discurso de legitimación se perfilan sistemas sociales reales que tienen una historia. El Islam político contemporáneo no se interesa por esto y no propone ningún análisis -a fortiori ninguna crítica- de estos sistemas. En este sentido el Islam contemporáneo no es más que una ideología arcaizante que propone a los pueblos a los que se dirige una simple vuelta al pasado, y más precisamente al pasado reciente, a las épocas que precedieron inmediatamente a la sumisión del mundo musulmán frente a la expansión del capitalismo y del imperialismo occidental.
Que las religiones -ya se trate del Islam, del cristianismo u otras- permitan este tipo de interpretación no excluye que hayan sido inspiradas por otra, reformista o revolucionaria. Aquí sólo puedo remitir al lector a lo que ya escribí a propósito de esto. 1
El retorno a este pasado no es poco deseable (y en realidad no es deseado por los pueblos en nombre de los cuales el Islam político pretende hablar); simplemente es imposible. Y por esto los movimientos que constituyen la nebulosa de este Islam político se niegan a definir en programa alguno, como es usual en la vida política, las respuestas a las cuestiones concretas de la vida social o económica. Se contentan con repetir el eslogan vacío: "el Islam es la solución". Y cuando, puestos entre la espada y la pared, se ven constreñidos a optar por una respuesta, nunca fallan al definirse en favor de la que mejor convenga al funcionamiento de la economía capitalista liberal tal como es. Por ejemplo, pronunciándose por la libertad absoluta del propietario frente al campesino granjero (como se vio en el parlamento egipcio). En su desafortunado intento de producir una "economía política islámica", autores de manuales (financiados por Arabia Saudita) no han hecho más que colgar los colores de la religión a las propuestas de la vulgata liberal estadunidense más banal. 2
Si el Islam político no es otra cosa que una versión del neoliberalismo económico, elogioso en extremo de las virtudes del "mercado" -desregulado, se entiende-, es en el plano político la expresión de rechazo absoluto a toda forma de democracia. En su interpretación del Islam, la ley religiosa (la charia) una vez encontradas las respuestas principales para todas las preguntas que podrían ser formuladas, estima que la humanidad no tiene leyes nuevas que inventar (esto define a la democracia); no le queda más que interpretar una ley ya formulada por el poder divino.
Se entiende entonces que este discurso ideológico desconoce la realidad, es decir, que en la historia vivida por las sociedades musulmanas ha habido que inventarla. Pero se ha hecho sin decirlo, y esto venía a restringir este poder a la clase dirigente, que se arroga para sí sola la capacidad de "interpretar". Arabia Saudita da el ejemplo extremo de esta autocracia: sin Constitución (el Corán ocupa su lugar, dicen). De hecho, como todo el mundo sabe, el poder absoluto es de la monarquía y de los jefes de tribus. El Irán revolucionario mismo no ha concebido otro sistema político que la dictadura de partido único en el cual los hombres de religión han monopolizado la dirección.
Entonces carece de base la comparación que a veces se hace -la cual parece que habría que creer para justificar las conclusiones- entre los "partidos islamitas" y los partidos cristianos demócratas de Europa (si la Democracia Cristiana ha gobernado Italia durante medio siglo, Ƒpor qué un partido islamita no estaría autorizado a gobernar Egipto o Argelia?) Un gobierno islamita proscribe inmediata y definitivamente toda oposición legal.
Liberalismo económico y autocracia política
La asociación entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia capitalista contemporánea. Los partidos islamitas son todos instrumentos de esta clase. No se trata únicamente de los hermanos musulmanes y de otras organizaciones de las llamadas "moderadas", cuyos lazos estrechos con la clase burguesa son conocidos de todos. También se trata de las pequeñas organizaciones clandestinas que practican el "terrorismo".
Estas se hallan perfectamente instrumentadas por el Islam político dirigente, y el reparto de las tareas está claro entre los unos -encargados del uso de la violencia- y los otros -que tienen a su cargo infiltrar las instituciones del Estado (en particular la educación, la justicia y los medios de comunicación, la policía y el ejército si es posible). El objetivo es único: tomar el poder.
Ello no quita que en la futura victoria la dirección "moderada" se encargue de poner término a los excesos de sus "radicales". Como se ha visto ya en Irán, donde el Estado islámico ha constituido sus milicias terroristas de pasdaran (reclutadas en el lumpen) después de haber masacrado a los radicales (en este caso fedayines y mujaidines que habían creído poder asociar la movilización islámica y las transformaciones revolucionarias populistas inspiradas en una lectura del marxismo-leninismo), sin los cuales el triunfo de la "revolución islámica" hubiera sido imposible.
Los poderes locales con los que tropiezan los movimientos del Islam político son igualmente los de la burguesía mercantil de la región, que se pliega a los dictados del liberalismo mundializado. Por lo demás no son mucho más democráticos en sus prácticas, incluidos los que se dan el lujo de elecciones parlamentarias "pluripartidistas", y a menudo toman el pretexto del terrorismo islámico para legitimar su rechazo a la democracia (el caso de Argelia).
Se trata, entonces, únicamente de un conflicto alrededor de la clase dirigente. Es una lucha por el poder y nada más, en la que se enfrentan distintos líderes y sus seguidores. Según las circunstancias, las formas de este conflicto pueden variar desde la extrema violencia (como en Argelia) hasta el "diálogo" (el caso del poder egipcio en sus relaciones con los hermanos musulmanes). Los unos y los otros utilizan en muchos casos la misma demagogia "islamita", creyendo de esta manera captar para su beneficio el desarrollo de la población. Un desarrollo semejante al de numerosos pueblos en el mundo, después de que se desmoronarán las esperanzas depositadas en las potencias del populismo nacionalista de la época anterior (Nasser, Boumedien, el Baas, en Siria e Irak), y después de que los sustitutos del mercado hubieran revelado la amplitud de las destrucciones sociales de las que son responsables. Un desarrollo que es con mucho el producto de la timidez extrema de la crítica de izquierda frente al populismo en cuestión, habiendo optado las organizaciones que se reclamaban socialistas, comunistas o marxistas por el apoyo casi incondicional. La burguesía en el poder no es "laica" para nada. Pretende ser no sólo tan "islámica", como sus adversarios, sino que también aplica las leyes islámicas (en especial en la esfera del derecho familiar), -y eso es la pura verdad. El conflicto puede tener, entonces, una solución de transición que podría acentuar todavía más las opciones neoliberales y antidemocráticas.
El poder mundial dominante -Estados Unidos asegurando su liderazgo- no ve ningún inconveniente en tener en el poder al Islam político. Este hecho habla bastante de la hipocresía de sus discursos a favor de la "democracia" y de que "mercado" y "democracia", lejos de ser nociones convergentes, según proclama el pensamiento único, de hecho están en conflicto entre sí. El apoyo al "Islam político" pudo tomar su forma más extrema en el entrenamiento de sus agentes, en el suministro de armas y de medios de financiación, como en el caso de Afganistán. Evidentemente, el pretexto fue combatir al "comunismo" (en realidad un régimen de populismo radical), pero el comportamiento insoportable de los islamitas en cuestión (los que cerraban escuelas abiertas para chicas por los terribles "comunistas") no dejó lugar a dudas ni en las cancillerías de Occidente ni entre sus feministas. Y los "afganos" -o sea los esbirros entrenados por la CIA, "voluntarios" musulmanes argelinos y demás- tienen hoy en día el papel decisivo en las operaciones militares terroristas efectuadas acá y allá. Ese apoyo puede también tomar la forma de estatuto de "refugiados políticos" otorgado de manera demasiado fácil por Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, lo que permite a dichos movimientos dirigir sus operaciones desde el exterior sin riesgo y con eficiencia.
El acompañamiento ideológico de esta auténtica alianza entre potencias occidentales y el Islam político está legitimado por los medios que se manejan por la distinción de "moderados radicales" (que no son más que una realidad ilusoria) o por los que alaban la "especificidad cultural" (tan estimada por los estadunidenses, ya se sabe) que tiene que ser respetada. Esas formas de "respeto a las comunidades" son muy útiles para la gestión del capitalismo liberal mundializado, porque no implican ninguna confrontación respecto a problemas reales (las "comunidades" en cuestión participan del juego del liberalismo económico), transfiriendo el debate -cuando tiene lugar- a la esfera del imaginario cultural.
Por tanto, el Islam político no está de ningún modo en oposición al imperialismo; todo lo contrario, es su perfecto servidor. No obstante, eso no impide a nadie hacer creer que es un enemigo, que participa en la "guerra de civilizaciones", como nos quieren hacer pensar Samuel Huntington y los servicios de la CIA para los que él trabaja. Una guerra que se está desencadenando sólo en el imaginario a nivel mundial, y cuyas únicas víctimas son las poblaciones que los culturalismos en cuestión (como el Islam político) sitúan bajo su golpe. Una guerra ideológica que además proporciona un pretexto creíble para una intervención (de Estados Unidos y sus aliados) si es necesario.
No será nada extraño que Estados Unidos se aproveche de los servicios que le presta el Islam político para su proyecto de hegemonía mundial. Ningún movimiento del Islam político está clasificado por Washington como "enemigo". No hay más que dos excepciones -Hamas en Palestina y Hezbollah en Líbano-, porque la geografía política hace de ellos los enemigos de Israel, que evidentemente está antes que nada en la lista de preferencias estadunidenses. Sólo esas dos organizaciones son calificadas de "terroristas", aunque son las únicas que luchan contra una ocupación extranjera. Las demás -aunque utilicen la violencia extrema contra sus compatriotas- no están definidas como tales. Dos pesos, dos medidas, el doble lenguaje de la hipocresía. ƑSe puede esperar otra cosa de los imperialistas?
Notas
1 Samir Amin, "Judaisme, Christianisme, Islam: rêflexions sur leur spécifités rèelles ou prétendues", Social Compass, núm. 46-4, 1999.
2 La déconexion, capítulo 7: "Y a-t-il une economie politique du foundamentalisme islamique", La Decouverte, 1986.
Ť Samir Amin es egipcio, profesor de ciencias económicas de formación marxista. Trabajó de 1957 a 1960 en la planificación del desarrollo de su país y entre 1960 y 1963 fue consejero del gobierno de Mali. Tras ser director del Instituto Africano de Desarrollo Económico y Planificación, actualmente dirige el departamento africano del Foro del Tercer Mundo, en Dakar, Universidad de Naciones Unidas.
(Traducción del francés de Natasha Litvina para CSCAwe. Tomado de Rebelión.org)