viernes Ť 19 Ť octubre Ť 2001
Jaime Martínez Veloz
El americano feo
El presidente Bush pudo imaginarse vivir en los tiempos de la guerra fría cuando seleccionó a los miembros de su gabinete. Y no sugerimos que haya presentido la atrocidad del 11 de septiembre, crimen por el que ahora demuestra su feroz disposición de restaurar la bélica credibilidad disuasiva de su gobierno, más que buscar justicia.
Para deducir la previa mentalidad beligerante de Bush basta considerar tres de sus propuestas para altos cargos públicos desde los que se diseñan y aplican estrategias de la política exterior estadunidense: el Consejo de Seguridad Nacional, la Secretaría Adjunta de Estado para el Hemisferio Occidental, la representatividad estadunidense en la OEA y la representación en Naciones Unidas. Son, respectivamente: Elliot Abrams, Otto Reich, Roger Noriega y John D. Negroponte, antiguo embajador en nuestro país.
Los cuatro son vivos ejemplos de viscerales combatientes de la guerra fría. Del exiliado cubano Reich, cabildero de Bacardí, se debe recordar su campaña encubierta para ganar apoyo estadunidense a los mercenarios de la contra nicaragüense en tiempos de Reagan. Como embajador en Honduras, Negroponte habría de ser en esa época un auténtico procónsul y el "hombre de Reagan" para agredir a la revolución sandinista.
Su elección como representante de Estados Unidos en Naciones Unidas tiene un claro mensaje que busca amedrentar a ese órgano. El analista Stephen Kinzer lo hace ver en palabras de un oficial del Departamento de Estado: "esta administración recuerda la guerra fría. Desea recompensar a gente que peleó a nuestro lado, incluyendo quienes apoyaron a los contras nicaragüenses. Negroponte es conocido como un tipo dedicado a la real politik, que es en muchas formas todo lo opuesto a lo que Naciones Unidas se dedica. Darle ese encargo es una forma de decirle a la ONU: te aborrecemos" (Stephen Kinzer, "Our Man in Honduras", en The New York Review of Books, 20/9/01).
Negroponte tiene fundados antecedentes como halcón. Durante la guerra de agresión contra Vietnam fue consejero de Henry Kissinger en las pláticas de paz en París, pero rompió temporalmente con él porque consideró que estaba dando muchas concesiones a los norvietnamitas.
Sería en Honduras donde revelaría sus "destrezas". En 1981 remplazó en la embajada a Jack Binns, quien manifestó al gobierno de Reagan su pesar por el involucramiento de autoridades hondureñas en atrocidades contra disidentes.
Kinzer señala que sólo en 1982, fueron publicados más de 300 artículos y notas periodísticas sobre la probable responsabilidad oficial en secuestros, desapariciones y asesinatos políticos en Honduras. Negroponte siempre se negó a tomar en serio las acusaciones contra los militares hondureños, señalados como orquestadores de los escuadrones de la muerte. Se sabe bien que el batallón 3-16 fue el encargado de reprimir ilegalmente la disidencia. La CIA habría dado entrenamiento en Estados Unidos a varios de quienes luego efectuarían estos crímenes, según documentos desclasificados citados por The New York Times, y mencionados por Kinzer.
En 1992, una investigación oficial hondureña demostró la comisión de masivas atrocidades gubernamentales en la década de los ochenta. Una posterior investigación de la CIA confirmó lo anterior: "los militares hondureños cometieron cientos de violaciones a los derechos humanos desde 1980, muchas de las cuales tuvieron motivaciones políticas". El informe de la CIA, censurado en parte, indica que la embajada de Estados Unidos les alertó que reportar asesinatos, ejecuciones y corrupción sería mal recibido en Honduras y dañaría la ejecución de la política estadunidense en la región, dado el estatus de ese país como base de los mercenarios apoyados por Estados Unidos en su guerra contra Nicaragua.
Kinzer señala que además de negar ante el legislativo estadunidense las atrocidades del gobierno hondureño, Negroponte se entrometía en asuntos internos de ese país.
En 1982, Juan Almendares, rector de la Universidad Autónoma de Honduras y tenaz crítico de la política estadunidense en la región, fue relecto, pero la relección fue cuestionada en la Suprema Corte, cuyos ministros la anularon. Poco después, el ministro Benjamín Cisne Reyes confesó a Almendares que los jueces temieron por sus vidas.
Ese es el embajador con el que habrá de lidiar nuestro hombre en la ONU. Es raro suponer que Jorge G. Castañeda ignore los antecedentes de Negroponte.
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