viernes Ť 19 Ť octubre Ť 2001

Horacio Labastida

Riqueza y terror

En su estudio Globalización, educación y democracia en América Latina, Heinz Dieterich dedica breves párrafos al enorme tamaño que tiene hoy la concentración del capital en las empresas trasnacionales. Veamos los más impresionantes datos.

Los ingresos combinados de las 500 compañías supergigantes hacia 1994, sumaron más de 10 mil billones de dólares, o sea 50 por ciento mayor que el producto interno bruto estadunidense; diez veces más grande que dicho producto en América Latina y el Caribe en 1990; y 46 veces el de nuestra patria. Por lo que hace a las ganancias de esos gigantes, llegaron casi a 282 mil millones de dólares, cantidad que supera en mucho la producción de países latinoamericanos como Ecuador, Chile, Costa Rica, etcétera; y sus fortunas alcanzaron 31 mil millones de dólares. El más grande de estos negocios, la Mitsubishi, se embolsó en 1974 alrededor de 176 mil millones de dólares operando 100 mil productos. Además, 435 de las 500 multinacionales pertenecen a países del G-7: 151 son estadunidenses, 149 japonesas, 44 alemanas, 40 francesas, 33 británicas, once italianas y cinco canadienses, distribución que refleja el peso que tiene cada núcleo en la sociedad (Noam Chomsky-Heinz Dieterich, La sociedad global, México, 2001, 1995). Habría que señalar que la nacionalidad del faraónico poder económico tiene una connotación relativa, porque en las sociedades anónimas que lo configuran cualquier acaudalado de cualquier país puede poseer acciones que determinen la distribución de excedentes y la marcha de la empresa, pulverizándose así la importancia de la patria que se atribuye al capital, aunque es cierto que ahora el Tío Sam lo representa en sus operaciones de dominio planetario. Una derivada de esta concentración son los magnos dueños del dinero. Forbes (v. 168, n. 9, 201) enlista diez de los 400 más ricos de América, que poseen entre 54 y 15 billones de dólares, fortunas que contrastan con la generalizada pobreza de cientos de millones de gentes que viven por igual en el Primero que en el Tercer Mundo.

Pero hay algo más. La desmesurada concentración del capital supone estructuras materiales y estrategias operativas que permitan la reproducción de las condiciones políticas y económicas que lo apuntalan, o en otras palabras: el mantenimiento de elites opresoras y masas oprimidas. Esta es, en pocas palabras, la grave tensión subyacente en los conflictos de nuestros días. Y saltan de inmediato dos preguntas ineludibles. ƑPor qué el supercapitalismo eligió Washington como su personero económico y político?, y Ƒcuál es el entrelazamiento de riqueza y terrorismo?

Las respuestas están a la vista. La solvencia financiera y el aplastante aparato militar de la Casa Blanca son garantías excelsas al sostenimiento de los privilegios del capitalismo trasnacional y un buen camino, no muy recto por cierto, hacia la erección de su hegemonía inapelable. Ahora bien, mientras esta antinomia no se resuelva en síntesis innovadora, los dominantes echarán mano del terrorismo cada vez que una oposición ponga en riesgo su dominio; por el contrario, el terrorismo de los dominados es desviación condenable de la oposición cuando ésta no alcanza los grados nodulares que abran la puerta al cambio. Y lo mismo sucede si el terrorismo es parte de luchas intraclasistas en estratos opulentos o en estratos populares. El terrorismo es estatal si se corresponde con un acto de autoridad; si no hay intervención oficial, el terrorismo no es estatal.

ƑCómo interpretar, entonces, lo que está sucediendo en nuestros días? Con base en las escasas informaciones disponibles, cabría la siguiente hipótesis. En el marco de los censurables actos terroristas del pasado 11 de septiembre, el capitalismo trasnacional con el apoyo de la Casa Blanca y sus aliados ha iniciado una guerra no declarada contra Afganistán, que le permitirá purgar resistencias y negaciones en la órbita árabe y declararse dueño de los recursos energéticos del subsuelo, vitales para su subsistencia, y a la vez abrir las puertas a la cimentación de una hegemonía unipolar en el entorno de potencias y pueblos que, admitiendo subordinaciones formales, contemplan esa hegemonía como un profundo peligro para su futuro. Claro que esta hipótesis no es absoluta, mas sí plausible.