VIERNES 19 DE OCTUBRE DE 2001

En Little Kabul, adiós al sueño americano

Miles de afganos de esta localidad californiana viven bajo asedio e incertidumbre

HERMANN BELLINGHAUSEN

Fremont, california, 18 de octubre. Llegaron aquí huyendo de la guerra en Afganistán, y el belicismo los alcanzó hasta su refugio californiano, donde hasta hace pocas semanas se sentían a salvo.

Hoy viven en la incertidumbre. Un estigma amenaza cubrirlos. Ellos se proclaman ciudadanos estadunidenses, pues lo son, y sólo quieren vivir en paz con todos. Pero las cosas se han complicado.

Son el centro de atención en Fremont, donde se localiza la comunidad de inmigrantes afganos más grande en Estados Unidos. Del total de 100 mil que se calcula hay en este país, 40 por ciento de afgano-estadunidenses vive en el área de la bahía de San Francisco, y al menos 15 mil en esta localidad.

La tensión los rodea, aun aquí, donde las agresiones son menos frecuentes que en otras partes de Estados Unidos Pero las hay. Algunos han encontrado "cartas de odio" y amenazas en los zaguanes y los parabrisas de sus automóviles.

Un comerciante egipcio fue asesinado dentro de la tienda que poseía en San Gabriel, cerca de aquí. La puerta del Centro Comunitario Islámico de San Francisco fue rociada con sangre de puerco; algunos comercios de "árabes", así, en general, han sido apedreados, y pareciera existir un veto de los angloestadunidenses contra los restaurantes, agencias de viajes y almacenes de afganos en Fremont.

"Somos los primeros ofendidos por la gente del talibán; nos robaron nuestro país, venimos aquí para tener un suelo. Y lo encontramos. Somos americanos, nuestros hijos nacieron aquí", dice, con amplia amabilidad, Wahid Andesha, dueño del restaurante Salang Pass, en la avenida principal de este enorme e informe suburbio californiano, al sur y tierra adentro de la bahía de San Francisco, no lejos de San José y el valle del Silicón.

Wahid ha aparecido últimamente en las pantallas de televisión "de todo el mundo". Refiere que lo han buscado televisoras de Alemania, Inglaterra, Francia. Le han dado lugar en los noticieros matinales de San Francisco. Se muestra nerviosamente listo para hablar con cualquier periodista y quedar bien a nombre de todos sus paisanos.

"Hasta ahora estamos bien. Tenemos buena relación con los presbiterianos, y mucha gente ha venido a darnos un abrazo de solidaridad, en vez de atacarnos", dice Wahid a La Jornada, explícitamente preocupado por mostrar que no está preocupado en modo alguno.

La profusión de banderas estadunidenses en las puertas de los comercios afganos de Fremont Boulevard indica lo contrario. Tienen el patriotismo desesperado de los que han puesto la bandera de Estados Unidos como escudo,POSTER_ok2 no siempre con buenos resultados. Como reconoce la mujer que atiende la librería Rumi, una persona dulce y espiritual, "mitad afgana", incluso en Fremont ha suscitado amenazas, agresiones, "cartas de odio" e insultantes llamadas telefónicas.

El gueto invisible

El barrio que se concentra entre las avenidas Mowry y Thornton, con Fremont Boulevard como columna vertebral, es conocido como Pequeño Kabul (o Pequeño Afganistán, según prefieren llamarlo los migrantes originarios de Kandahar o Pamir). En estas tierras del sueño americano, resuelto en un buen automóvil, casa propia y decenas de malls para ejercer la libertad de compra, terminaron su periplo las familias que lograron salir de su país despedazado, y luego de colocarse como taxistas o pequeñísimos comerciantes en Nueva York hace una o dos décadas, terminaron fincando en el far west californiano con aceptable fortuna.

El testimonio de la periodista Fariba Nawa es revelador. Hasta 1999 era reportera local en Fremont, cubriendo en particular esta comunidad, cuando decidió "enviarse" como freelance a Islamabad, para estar "lo más cerca posible" de la tierra donde nació. Pertenece a la primera generación de "integrados" a la sociedad estadunidense, y sin embargo dejó la bonanza para ayudar a los refugiados afganos en Pakistán. No niega su condición de americana y defiende el derecho que tienen todos los refugiados de llegar a la California de sus sueños, al igual que su propia familia.

En una interesante explicación de sus motivos para volver al terruño, Fariba Nawa escribía en diciembre pasado, instalada cómodamente en la capital paquistana, como funcionaria y editora de organismos internacionales: "En 1982, mi familia se encontraba entre los millones de refugiados que esperaban una visa estadunidense. Ahora, aquí estoy, en mi cuarto con aire acondicionado, y me vienen recuerdos de cuando tenía nueve años y dormíamos sobre el techo de la casa en Peshawarmor, para refugiarnos del sofocante calor. Veo estas familias afganas que esperan también su visa. Se sientan allí el día entero, para estar listos. Nosotros estuvimos como ellos, sólo que entonces esperamos 10 meses la visa para viajar a Estados Unidos. Ellos llevan esperando 10 años".

Nawa describe el tránsito intregracionista que se adueñó de su generación: "Cuando iba la secundaria en Union City (a pocos kilómetros de Fremont), donde crecí, mis amigos afganos hablaban siempre de retornar. 'Volveremos en cuanto se vayan los ru-sos', solíamos decir. En 1992, cuando los rusos sacaron su último tanque, los últimos intelectuales dejaron Afganistán, y pocos, si acaso los hubo, retornaron de su exilio en Occidente. Mis amigos y yo terminamos la secundaria, luego el bachillerato, y nos asentamos en la comodidad del exilio. 'No hay a qué volver', nos dijimos".

A partir de ahora, los afgano-estadunidenses ya no saben siquiera si va a quedar algo de país al que puedan regresar, después de los despiadados bombardeos y la "nueva guerra" en curso.

Aquí al menos tienen dónde poner los pies, encontraron trabajo, incluso hacen buenos negocios. La mayoría de ellos profesa la religión islámica e incluso tienen su propia mezquita. Algunos han triunfado en La Meca de la computación, Silicon Valley, a 10 minutos de Fremont cruzando el puente Dumbarton hacia San Mateo.

Estos exilados exitosos, descritos como "patriotas afgano-estadunidenses" por Fara Warner, escritora de la agencia Fast Company, lo que menos quieren estos días es llamar la atención.

"No saben cuánto durará la buena voluntad de los anglo-estadunidenses hacia ellos, especialmente si empiezan a morir soldados de Estados Unidos durante la guerra en Afganistán", añade.

El odio a ser afgano

Muchos de estos migrantes, como Harry Sarwari, "odiaban ser afganos" en los días posteriores al 11 de septiembre, por las repercusiones de los ataques contra Washington y Nueva York.

Sarwari, considerado por Warner "la quintaesencia del empresario de Silicon Valley", ha sido consultor de Hewlett-Packard y el banco Wells Fargo; ahora triunfa en el negocio .com aquí en Fremont en la empresa MakeltFun Inc.

Su repertorio incluye una bolsa de trabajo de millón y medio de candidatos en la red (web). Es el prototipo del "integrado" que vive en permanente agradecimiento con el sistema estadunidense de libre empresa.

No obstante, desde hace un mes sus teléfonos han dejado de sonar. Los clientes han desaparecido, aunque él lo atribuye a la de-presión generalizada de la economía local y no a su origen afgano.

Algo similar ocurre con los comerciantes, prestadores de servicios y restauranteros de Pequeño Kabul, por más que se afanen en inundar sus establecimientos con las barras y las estrellas.

Establecimientos como Pamir Market, el supermercado "de 98 centavos todo", ex-hiben decenas de banderas de Estados Unidos, camisetas de amor a Nueva York y deseos de muerte para Osama Bin Laden, y no muestran ninguna reserva en declararse americanos.

Sobre las cajas registradoras de los co-mercios se repite un retrato de Bin Laden cruzado con una gruesa X y la leyenda "La comunidad afgana de la bahía quiere a Bin Laden fuera de su país, y no acepta llevar la culpa del terrorismo".

Otros comerciantes son más discretos. Es el caso de Feraidoon Majededi, dueño de Rumi Books, a media cuadra del Centro Cultural Afgano de Fremont, en el corazón de Little Kabul.

Bajo el nombre de Rumi, el más grande poeta sufi, la librería de Majededi, un hombre en sus primeros 30 años, ofrece en árabe e inglés obras de carácter religioso y cultural, música, ropa tradicional y accesorios para orar y meditar. No subraya nacionalidad alguna y sólo aspira a un horizonte de paz; un lugar como Rumi Books sería imposible bajo el régimen talibán.

El peligro de ser (o parecer) árabe

En Pequeño Kabul circulan de mano en mano las recomendaciones de la Comisión Islámica de Derechos Humanos (IHRC, por sus siglas en inglés), con sede en Londres. Un help-pack de guía y ayuda práctica para la agresiones por islamofobia en las calles.

Las agresiones más frecuentes son contra las mujeres que visten al modo islámico, que son pateadas, apedreadas o amagadas cor armas de fuego en Gran Bretaña y Estados Unidos.

Arzu Merali, de la IHRC, recomienda a las comunidades prepararse para defender a las mujeres musulmanas. "Nos guste o no, seremos el blanco", advierte a quien lo quiera oír.

A su vez, un prontuario de Samana Siddiqui provee tips para las mujeres musulmanas que salen a la calle. Aconseja viajar de preferencia en grupos, cambiar las rutas co-tidianas, mostrarse seguras, elegir el asiento correcto en los autobuses, revisar el ca-rro, tener cuidado con los taxistas, no usar walkman, y sí un teléfono celular.

"No dé por hecho que lugares habitualmente 'seguros' lo siguen siendo", afirma el manual de consejos.

Los tips detallan medidas precautorias en los estacionamientos, las casetas telefónicas y al abrir la puerta de casa: "Evita los lugares aislados, nunca admitas por teléfono que estás sola, reporta las llamadas obscenas o amenazadoras. Si desconfías de alguien en el elevador, no te subas, o bájate y espera el siguiente. En tus recorridos, ten presentes las casas y comercios donde po-drías refugiarte en caso de ser atacada o perseguida. Procura que alguien sepa siempre dónde estás y a partir de cuándo se debe empezar a preocupar si no apareces".

Al mirar a las mujeres afganas que bajan de sus automóviles con velos en la cabeza, tenis y blue jeans y caminan por Fremont Boulevard, uno trata de imaginarlas bajo el régimen talibán, donde por mucho menos que eso serían lapidadas y quizás ejecutadas sin juicio. En el verdadero Kabul sin duda es más peligroso ser mujer que en este Pequeño Kabul.

No obstante, las afgano-estadunidenses se mueven en grupos, no se alejan de sus coches, sólo durante el día viajan en tren y autobús, sus niños visten camisetas de los Gigantes, los Lakers y los Forty-niners, y ellas les impiden quedarse en la banqueta o alejarse. Algunas llevan la bandera estadunidense en la antena del coche.

Se entretienen lo menos posible y regresan a sus casas de un piso, "idénticas a las de cualquier otro ciudadano de Fremont, o en los pequeños condominios donde comparten pasillos, jardines y parking con vecinos de todas las razas, a los que saludan cada mañana.

Los que barren y los jardineros en Little Kabul, como en todo California, son casi siempre mexicanos.

Melting pot en suburbia

A orillas del lago Elizabeth, en el Central Park de Fremont, los fines de semana reúnen a las más variadas razas y lenguas que salen a pasear con los niños.

Decenas de chinos realizan un picnic, y preparan en la parrilla una barbecue estilo americano, pero se la comen con palillos acompañada de arroz. Por el embarcadero pasean adolescentes coreanos, filipinos, sijs, hindis, afganos, pakis, vietnamitas, pa-lestinos y mexicanos, sometiéndose a un intensivo proceso de integración.

Varios japoneses de edad madura conversan en las mesas del snack bar junto al lago. Son los únicos turistas a la redonda. Los ubicuos japoneses universales.

El resto son migrantes que huyeron de la guerra en Líbano, Bosnia-Herzegovina o El Salvador, o que cruzaron océanos y continentes en busca de trabajo. Y una vez más, los que atienden la dulcería y limpian los baños vienen de México.

En general, los anglos no pasean, sino que hacen jogging o practican maratón, canotaje y caminata en calzón deportivo, con absoluta concentración y disciplina.

Un niño de ojos rasgados y gran vivacidad pregunta a cada niño de ojos rasgados que ve en los juegos del parque "Ƒeres co-reano?", y para su desolación halla puros niños de otra parte. "Sorry, sorry", les dice a todos, no vayan a molestarse.

Su papá platica en inglés con un padre de familia mexicano, cuya prole se dispersa también en resbaladillas, tubos de bombero, cajas de arena y columpios, y luce en el pe-cho de su T-shirt la bandera estadunidense.

Los paseantes latinos, asiáticos, europeos del este o norafricanos se esmeran por adaptarse al molde, parecer hasta la exageración lo que ya son o están en vías de convertirse: american citizens.

No quisieran verse salpicados por la guerra, pero esta sociedad no los ha digerido aún, y en los tiempos como los que corren, empieza a ver con temor y rechazo a las dichosas "minorías", esa recurrente obsesión de la sociedad estadunidense.

Desventuras de una estampilla postal

La primera semana de septiembre, pocos días antes de los atentados en Nueva York y Washington, se celebró en Chicago la reunión anual de la Sociedad Islámica de Norteamérica (ISNA, por sus siglas en inglés).

Los cerca de 20 mil asistentes recibieron una agradable sorpresa por parte del Servicio Postal de Estados Unidos, que les comunicó la expedición de un timbre postal conmemorativo, como tributo a los musulmanes del país.

Sayyid Muhamad Syeed, secretario general de la ISNA, proclamó su entusiasmo: "Este día, los musulmanes estadunidenses son testigo de un nuevo capítulo de nuestra historia común. Esta estampilla es símbolo de que hemos encontrado el lugar que nos corresponde en Estados Unidos. Este pequeño trozo de papel anuncia al mundo que los musulmanes de Estados Unidos están con la sociedad estadunidense".

Luego de cantar el himno nacional de Estados Unidos, Muzzamill Siddiqui elevó una plegaria al Señor: "Haz de ésta una estampilla de felicidad y bendición para el pueblo estadunidense y un mensaje de buena voluntad para el mundo entero".

El Servicio Postal de Estados Unidos imprimió 77 millones de estampillas, ilustradas con un bello trazo caligráfico del amoroso signo Eid, hecho por el maestro Shaykh Zakariya, egresado del Centro de Historia y Arte Islámico de Estambul, quien reside en Arlington, Virginia.

El destino es cruel. No sólo se ha vuelto comprometedor el uso de este timbre por parte de los 7 millones de musulmanes que viven en Estados Unidos.

El Servicio Postal, cuyos 800 mil empleados reparten diariamente, aun ahora en tiempos del correo electrónico, correspondencia a 135 millones de direcciones, se encuentra en alerta extraordinaria. Poco antes del 11 de septiembre un sobre con la estampilla islámica de 34 centavos, que al calce dice Greetings, significaba un saludo y un mensaje de armonía; hoy que el terror viaja por correo, la desafortunada estampilla es fuente de alarma y malos entendidos.

Hoy, que para atreverse a abrir la correspondencia la gente necesita máscaras aislantes y trajes de astronauta, la soñada integración se aleja para los musulmanes, y en particular los afganos. Por diversos motivos, cabe suponer que esos 77 millones de timbres conmemorativos permanecerán almacenados largo tiempo.