María Guadalupe Morfín Otero
La muerte digna
Triste noticia la de la muerte de Digna Ochoa. Digna muerte la de una defensora de derechos humanos. Innecesaria, cruel, brutal forma de hacer morir. Anunciada muerte frente a cuyas morusas en el sendero, precedida serie de amenazas contra ella y otros defensores y defensoras, muchos bajaron la guardia. Queremos saber quiénes.
Ningún servicio se le hace al Estado mexicano con esta muerte. Al contrario, con ella y sus complejas significaciones y mensajes se agostan los caminos jurídicos, pacíficos, constitucionales para resolver la agenda pendiente de la justicia hacia los agraviados por violaciones a derechos fundamentales, que sería camino de certidumbre hacia la paz. Leales servicios al Estado democrático de derecho hacen quienes ejercen su labor de defensa de valores esenciales para la vida colectiva respaldados con la fuerza ética y vinculante de los instrumentos internacionales reconocidos constitucionalmente y con la Constitución misma y las leyes secundarias. Gratuitos y subsidiarios servicios prestan los defensores, que suplen muchas veces lo que las instituciones oficiales estarían obligadas a realizar. Servicios a los que se suele responder con la intimidación, la estigmatización, la tortura -Digna Ochoa lo padeció y logró escapar milagrosamente en octubre de 1999- y finalmente, con la muerte.
Los defensores se han visto obligados a mendigar (y aquí no es innoble para quienes lo piden y exigen, sino para quien ha dejado de tener la iniciativa de hacerlo, siendo su deber) protección para sus integrantes al mismo Estado al que sirven, que por cierto no es monolítico ni unipartidista. Digna Ochoa defendía, entre otros, derechos de campesinos ecologistas de Guerrero; se supone que su seguridad recaía en personal de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal; entre las autoridades que afectaban sus varios casos de defensa -servidores públicos señalados por probables violaciones a derechos humanos? estaban civiles y militares; su labor de paciente integración de expedientes bien documentados afectaba también poderosos intereses económicos. Sus amenazas y agravios los comenzó a recibir durante la anterior administración federal. ¿Por dónde empezar a buscar- ¿Por qué comenzar precisamente ahora, que ha muerto, y no durante la integración de las denuncias penales que para proteger su integridad fueron iniciadas? Finalmente ha muerto.
Pero la muerte, oh paradoja, no es un asunto final. A la muerte de Digna se habrá de responder con una intensificación en el compromiso de velar por los valores convivenciales que ella defendía: el respeto al debido proceso legal; la certidumbre del cumplimiento de garantías para indiciados; el derecho a la reparación del daño para víctimas y/o agraviados; hacer letra viva lo que el Ejecutivo y el Senado aprueban, firman y ratifican: convenios, acuerdos, tratados, declaraciones de derechos humanos a las que el Estado mexicano se adhiere si pretende formar parte de la comunidad de los que tienen conciencia de la dignidad humana.
La muerte de Digna Ochoa será fecunda. De eso no cabe la menor duda. Comienza su murmullo a ser torrente poderoso, como lo fue y lo sigue siendo el de Las Abejas de Acteal, el de los jesuitas asesinados en la UCA, en San Salvador, el de tantas y tantos otros precursores con los que estamos en deuda quienes disfrutamos en América Latina de algunos avances hacia democracias dignas de llamarse así.
Que la muerte de Digna Ochoa no sea un final nos corresponde a todos. La sociedad civil debe defender a sus defensores. Y esto compromete no sólo a los que hacen un trabajo desde organismos independientes, sino a las mejores mujeres y a los mejores hombres de todos los partidos. Por supuesto, a las instituciones de Estado, que han perdido, sin que figurara en nómina, sin que fuera reconocida con un cargo, a una de sus mejores.