domingo Ť 21 Ť octubre Ť 2001
Néstor de Buen
Doloroso aburrimiento
Cuando llego a casa por la noche, casi siempre alrededor de las nueve, cansado y tenso, que el ejercicio de la abogacía suele exigir un esfuerzo continuo de imaginación y paciencia, después de una muy ligera cena, a veces sin cena alguna, Nona y yo vemos un programa de noticias, de preferencia de martes a viernes con Ciro y Denise reservando los lunes para contemplar a los hombres y la mujer de negro, mi admirada Carmen Aristegui.
No soy en absoluto un dependiente de la tele. Abomino de las comedias, me caen gordos ciertos programas que pretenden ser cómicos, reniego de los encuentros que intentan ser auténticos entre personas con problemas (y no dudo de su absoluta falsedad) y no veo películas. Esto es, probablemente, un problema psiquiátrico, pero lo cierto es que desde hace bastantes años, el cine no me interesa. Quizá porque no me hace gracia que por muy bien actuado que sea el tema, me endosen un argumento en el que todo trata de indicar un final y al final el final es otro. Por eso, cuando viajo en avión, en que no tengo más remedio que ver una pantalla, muchas veces poco clara, mando al demonio los audífonos y trato de distraerme leyendo, aunque no es tan fácil sustraerse.
Pero desde el 11 de septiembre, fecha desde antes inolvidable: recordemos a Salvador Allende, la televisión se ha tornado insoportable. La exhibición de prepotencia militar de Estados Unidos y del otro lado la miseria espantosa de un pueblo bombardeado, me duelen muchísimo. Y, para colmo, la gira del Presidente, con sus anécdotas charolianas; los besos a la señora enfrente de la Basílica de San Pedro; las oportunas referencias al desconocido señor José Luis Borgues y, sobre todo, la conciencia de que se trata de una actividad sin valores, acaban por violentar mi espíritu.
No entiendo al señor Fox. Porque si nuestro país viviera en una etapa de consolidación económica, de democracia instaurada, de lucha exitosa contra el desempleo y la miseria, y se tratara, finalmente, de lograr para los mexicanos un mejor nivel de vida, estaría de acuerdo en que cualquier esfuerzo valdría la pena aplaudirlo. Pero mi impresión es otra. Todo sabe a jugar a la importancia, a recibir honores, a dar la impresión de sencillez que ya no nos sabe a sencillez. Y la compañía femenina no ayuda mucho. La frivolidad parece, en ambos, la nota principal.
Ve uno los bombardeos, la cara de la muerte, la sensación de hambre infinita de ese pueblo de Afganistán. En otros territorios, el conflicto entre palestinos e israelíes, con un Arafat que declara en contra del terrorismo cuando él ha sido y es terrorista de profesión y un Sharon amigo de la guerra y de la muerte que abomina de la paz y, por encima de ellos, dos pueblos que se odian y en la escena siguiente, la recepción de gala, los honores de las guardias y las sonrisas de satisfacción de nuestro gobierno volante. El espectáculo deprime. Y si a eso le agregamos las escenas en Washington, con un presidente vencedor por un voto que pasea su sonrisa y su venganza y las declaraciones optimistas de sus funcionarios que reconocen los errores, por llamarlos de alguna manera, de sus expertos en bombardear poblaciones civiles, la fórmula indispensable es agarrar los periódicos de la mañana que no pudiste leer o un buen libro o revistas con buenos artículos de fondo y mandar al demonio la tele y con el debido respeto, a los hechos que la alimentan.
Comprendo que la guerra no es para aburrirse y que la política debe entenderse siempre como tema polémico. Pero la guerra me aburre, quizá por los muchos antecedentes personales y otros no tanto, y la política de saraos y caravanas me fastidia del todo. Sin olvidar los que ahora, como anota La Jornada de este jueves, son desatinos externos del Ejecutivo, que ya ni gracia me hacen.
Algún amigo me decía que un presidente debe dedicar, por lo menos, 80 por ciento de su tiempo a estar sentado detrás del escritorio. No hacerlo así significa, simplemente, la visión superficial de las cosas, el dejar todo en manos de otros y ejercer una función de vendedor ambulante que juega sin duda, en este caso especial, con los antecedentes de Vicente Fox, pero que ya no es la tarea que debe desarrollar. Salvo que la intención sea vendernos a quien nos quiera comprar y no faltan motivos para pensar que de eso se trata.
Charlando con mi querido amigo Guillermo Ochoa, en mi brevísimo programa semanal en Radio Acir, le sugería que abriéramos un negocio: una academia, que además de enseñar mecanografía y taquigrafía, ortografía, correspondencia, teneduría de libros y algo de computación y cosas afines, podría aprovechar abrir cursos para enseñar a ser presidente de la República. Quizá se podrían agregar especializaciones, como ahora suele decirse, en estudios de posgrado, para secretarios de Estado. Yo creo que tendríamos una buena clientela aunque, por razón natural, tuviéramos que recurrir a los experimentados priístas que tienen una amplia tradición en el oficio.
Un buen curso prelectoral, con su obvia reforma previa a la Constitución, exámenes exigentes, quizá alguna tesis bien dirigida y un examen final de oposición nos podría dar un buen perfil de las cualidades de los aspirantes. Si a eso se le agrega un programa de gobierno cuyo incumplimiento, ya en la silla, tuviera severas sanciones, estaríamos más cerca de lograr ejecutivos gubernamentales (los otros ejecutivos no nos están saliendo buenos) que pudieran servir adecuadamente.
Y, tal vez, para no aburrirnos, nos podrían pasar por la tele los exámenes y no dudo que nos po- dríamos divertir bastante. De hecho, los famosos debates de candidatos, aunque preparados de manera evidente, serían un poquito el antecedente.
šBienvenidos los libros, que siempre responden! Con tal de que no les carguen el IVA, por supuesto.