MAR DE HISTORIAS
De entre los muertos
CRISTINA PACHECO
La valija permanece a mitad del cuarto. Allí la dejó Hilario con la intención de que Mauricio siguiera su consejo: "Guarde las pertenencias de Olga. Eso le ahorrará muchos dolores, y más ahorita... Ya después, con más calma, usted decidirá qué hacer con todas esas cosas". Hilario se despidió con un abrazo muy sentido y por la tarde regresó con varias cajas de cartón: "Puede necesitarlas. Si quiere más, me dice y yo se las pido al Compa".
Cuando Hilario se despidió por segunda vez, Mauricio se entregó al deleite de una sensación desconocida: verse mimado. Para celebrarlo se sirvió un poco de ron. Luego necesitó otra dosis para olvidarse de lo que les había dicho a sus vecinos acerca de su conversación telefónica con Olga. Al oírlo, las mujeres lloraron y algunas se atrevieron a decir: "Pobrecita, šqué fin tan terrible!"
Aturdido, Mauricio se dejó caer en el sillón. Durmió unos minutos y al despertar lo primero que vio fue la maleta. Sigue observándola y aún no puede creer que ese objeto, tan burdo y tan feo, haya perdido toda importancia. Antes fue la clave de su felicidad o su desdicha. La valija aparecía cada vez que Olga estaba dispuesta a irse, a dejarlo con el hijo tomado de la mano y la desesperación paralizándolo. Devolvían la maleta a su sitio, encima del ropero, cuando él lograba convencer a Olga de que nadie en el mundo iba a amarla con tanta devoción.
Mauricio siente un arrebato de odio hacia la valija. Estira la pierna y le asesta un puntapié. Al verla caer, retrocede, como si temiera que el objeto pudiese devolverle la agresión. "Me estoy volviendo loco". Una risa maligna le descompone el rostro: "Es natural. El dolor de la pérdida puede enloquecer a una persona y perdí a Olga para siempre: soy viudo". Se toca las mejillas: "ƑQué cara debe tener un viudo?"
Trastabillando, Mauricio se encamina hacia el tocador. Con firmeza aparta los cosméticos, las botellitas de barniz y el joyero repleto de bisutería. Satisfecho se aproxima al espejo hasta chocar con su propia imagen. La frialdad del cristal lo remite a otros momentos de su vida. Deliberadamente finge el tono con que le manifestaba a Olga su buena disposición: "ƑUna toalla mojada o un poco de hielo, qué necesitas?" Ladea la cabeza como un perro que espera la señal de su amo.
Al cabo de unos segundos vuelve a dialogar con su imagen: "Es inútil. Olga no nos responderá jamás. No puede. Hoy no tenemos que preguntarnos por qué. Sabemos que se lo impiden montones y montones de piedras, cristales, varillas šqué sé yo!".
Mauricio renuncia a sus pensamientos. Retrocede y se deja caer de espaldas sobre la cama. Mira el techo. Lo maravilla el abanico luminoso que el candil arroja sobre la superficie blanca. ƑCómo es que nunca antes lo había visto? Se responde en voz alta: "Porque siempre esperaba a oscuras o fingiéndome bien dormido; de otra manera Olga, mi queridísima esposa, me habría acusado de espiarla, de perseguirla, de querer asfixiarla con mis sospechas y mis celos. Esa bruja de veras tuvo un presentimiento: la asfixié".
Mauricio se cubre la cara con la almohada y contiene la respiración. Al fin lanza un bufido y se incorpora de golpe, como quien pretende huir de una pesadilla: "Pero no con mis celos. Jamás los exhibí, ni siquiera cuando los vecinos me traían informaciones..." Mauricio arroja la almohada: "...para sentirse buenos samaritanos y, según ellos, quitarme la venda de los ojos. šComo si no supiera la clase de tipa con la que me casé". Una risa áspera se impone a las ganas de llorar: "šSe acabó! De ahora en adelante todos se acercarán a mí, como lo han hecho en estos días, para saber qué necesito y cuándo volverá el niño a la casa".
El recuerdo de su hijo le da fuerzas para volver al tocador. En el ángulo derecho está el retrato de Adrián. Lo toma y le habla como si fuera el niño en persona: "Ya no te quejarás de que mi madre no se porte contigo como una abuela. Me contó que te hace palomitas y gelatinas. ƑYa te dijo que cuando yo era niño me las hacía también de fresa y vainilla? Disfrútalas. Por el resto de tu vida esos sabores te recordarán tu infancia, la bonita, la que comenzó el 11 de septiembre, aunque tu madre me haya inscrito en la estadística de los viudos un poco antes".
Mauricio devuelve el retrato a su sitio, va a sentarse a la cama y con los brazos cruzados sigue dialogando con la fotografía de su hijo: "No te diste cuenta porque ese domingo estabas dormido cuando sonó el teléfono. Antes de descolgar sabía que era Olga. ƑQuién más iba a llamarnos a las once de la noche? No te imaginas lo que sentí al oír su voz. Llevaba dos semanas sin tener noticias suyas, volviéndome loco cada que marcaba el teléfono que me dio y me respondía una maldita grabadora en inglés".
Mauricio se enjuga las lágrimas con disimulo. Lo ha hecho infinidad de veces en presencia de su hijo y hoy lo hace ante su retrato:
"Ni pensar en decírselo a Olga. Con la mayor naturalidad le pregunté: ƑCómo estás?, igual que si hubiéramos hablado unas horas antes. Ya te imaginarás lo que me respondió: No empieces con tus preguntas o cuelgo. Se dio cuenta de que era injusta porque se disculpó: Perdóname, es que oír tu voz me puso nerviosa, ƑY Adrián? Le dije que dormías, pero que si deseaba hablar contigo... Respondió: No, no: déjalo que descanse. Mañana va a la escuela".
Sin percatarse de que llora, Mauricio intenta sonreír: "Fue un momento maravilloso. Me encantó ese gesto de amabilidad hacia ti y le conté que ya me habías dicho que de grande quieres dedicarte a dibujar mapas. Creí que iba a sorprenderse, como yo cuando me lo dijiste, pero sólo comentó: Ah, qué bien. Tuve un presentimiento: Olga, Ƒte sucede algo? Se impacientó: ƑCuándo se te quitará la costumbre de hacerme preguntas? Le contesté que me sonaba rara. Entonces me di cuenta de que tapaba la bocina para hablar con otra persona. Sentí la curiosidad natural: ƑEstás con alguien?
Cegado por la rabia Mauricio se pone de pie y con un movimiento amplio despeja el tocador. Los cosméticos, el joyero y el retrato caen al suelo. Mauricio se apresura a levantarlo y lo aprieta contra su pecho:
"Qué bueno que estabas dormido, qué bueno que no viste mi cara cuando me dijo que tenía algo mucho más importante que decirme". Mauricio pone ante sus ojos la foto: "Te confieso que tuve mucho miedo, pero no sé qué sentí después, cuando me explicó el motivo de su llamada: Mañana me voy de Nueva York. Viviré en otra parte. No me preguntes dónde porque no te lo diré. Si lo hago me buscarás y no quiero que todo comience de nuevo. Lo mejor es que no volvamos a vernos. Piensa que estoy muerta. Así tú y el niño podrán rehacer su vida. Yo también. Tenemos derecho a la felicidad. Adiós. Colgó y yo me quedé con la boca abierta sin poder suplicarle ni maldecirla".
Mauricio se muerde los labios: "Pasé horas infernales, pensando cómo anunciarte que tu madre no volvería esta Navidad. Te confieso que nunca lo prometió. Lo inventé para que tuvieras una ilusión y los vecinos dejaran de hacerme preguntas". Mauricio sonríe maligno: "No tuve que seguir quebrándome la cabeza. El día 11 de septiembre, cuando vi la torre decapitada echando humo, el demonio me inspiró. Estabas en la escuela y no viste cómo salí gritando: Olga trabajaba allí... Delfina intentó serenarme: Cálmese: acuérdese de que ella tenía el turno de la tarde. No le tocó... Mentí: Anoche me llamó para decirme que acababan de cambiarla al turno de la mañana. Hilario me pidió calma hasta que terminaran las maniobras de rescate. Los otros me abrazaron para infundirme valor. Alguien comentó: Seguramente Olga presintió su desgracia... Llorando mentí de nuevo: No, no. Me dijo que me amaba, que volvería en Navidad, con juguetes para Adrián".
Mauricio suspira. Cierra la maleta y la acaricia: "Volverás a tu sitio. Allí te quedarás para siempre... A no ser que un día Olga decida regresar y grite desde la puerta, como siempre que ha vuelto: Abre, olvidé la llave. Entonces Ƒqué haré?"