Paco Ignacio Taibo II
Nuevamente, de batallas simbólicas
I. Cárdenas contra Calles
Descendí del pesero y con el ánimo del que ha vivido en manifestaciones una buena parte de su vida, me dirigí hacia la bola. El monumento a la Revolución, ese monstruo de mal gusto en cuatro patas dedicado a una revolución derrotada desde su interior, estaba bullicioso. De repente una señal de alarma resonó con estridencia en la cabeza. Por el rabillo del ojo había detectado un cartel del PRI. ¿Dónde me estaba metiendo? Avancé con cautela sorteando la sensación de haber llegado al lugar equivocado: el mitin era priísta sin duda. Fui evadiendo guaruras que le cuidaban el celular a sus jefes y que constituían la periferia del acto. ¿Qué estaba pasando? Supuestamente yo iba a celebrar el aniversario luctuoso de Lázaro Cárdenas y me encontraba con un mitin del PRI. ¿Qué estaban celebrando? Me crecía la paranoia cuando iba descubriendo caras que supuestamente me reconocían. ¿Qué dirían mis nietos? Que había sido visto en un acto priísta a la edad de 52 años. ¡En la madre! Era un acto de conmemoración de la muerte de Plutarco Elías Calles. Carajo, vaya provocación, a la misma hora que el acto de Cárdenas. Me escurrí rumbo a la pata correcta del monumento donde se encuentra el mausoleo de Lázaro.
Había que tenerlos sorprendentemente azules (los testículos y los ovarios, aclaro para los que se les escape la metáfora) para conmemorar a Calles. Era como hacerle un homenaje a la honestidad republicana de Miguel Alemán o un acto al desaparecido talante comprensivo y conciliador de Díaz Ordaz. ¡Calles!
Salí de la zona ideológicamente peligrosa y comencé a ver rostros conocidos. Un grupo de mujeres purépechas hacía guardia en la entrada del mausoleo del otro general, Lázaro, el que en su día había expulsado a Calles del país por querer perpetuarse en el poder. Pinches priístas enloquecidos. Eran como niños que al ser preguntados quién querían ser de grandes respondieran que la madrastra de Blancanieves.
Mientras el acto priísta comenzaba a disolverse, sin contaminarse, el acto cardenista estaba creciendo. Doña Amalia apareció frente a mí. Le dije algo sobre Calles, puso cara de asco. Nuestros vecinos habían contado con una banda de la Secretaría de la Defensa, nosotros no teníamos quién interpretara el toque de silencio. Se me ocurrió una maldad.
-¿Quién es el director de la banda? -le pregunté a un corneta.
-El chaparrito -dijo señalando.
Me dirigí hacia un capitán que estaba recogiendo sus partituras.
-Oiga, ¿no van a tocar en el acto del presidente Cárdenas?
-No tenemos instrucciones -dudó.
-Pues tan presidente era Lázaro como Calles, si me apura, bastante más. Y desde luego muchísima mejor persona.
-Sí, ¿verdad? -dudaba.
-Pues deberían ustedes venir de este lado de la columna y tocar también.
En ese momento alguien alarmado apareció y se llevó unos metros más allá al capitán. Y yo que ya me hacía secuestrador ideológico de una banda de guerra.
-Lo siento, pero no tenemos instrucciones. Me dicen que va a venir una banda del Distrito Federal a tocar en el acto de ustedes -dijo y salió a toda prisa con sus partituras.
Fui a reportar con mi amigo Salvador Nava. La banda del Distrito Federal nunca llegó.
II. Los Niños Héroes contra Martita Sahagún
Dos días más tarde contemplaba cómo el Estado Mayor Presidencial se atrincheraba en el bosque de Chapultepec.
Eran como las 12 y media de la mañana y venía buscando un refresco por la entrada del mercado de las flores cuando fui a dar de narices contra un grupo de uniformados sin uniforme. Me explico. Traían camisetas o trajecitos, pero el corte de pelo los delataba. Había varios centenares de ellos, probablemente muchos más. Uno de ellos traía en la solapa una XXX con las siglas EM, Estado Mayor Presidencial. Se podía entrar al bosque, pero con rejas habían acotado un minúsculo corredor donde apretujados circulábamos y controlaban calles y accesos, el monumento a los Niños Héroes, los famosos espárragos, estaba cerrado y se habían creado enormes dificultades a un concierto que había de celebrarse en Las Tazas.
Algunos diputados de la Asamblea del Distrito Federal habían llamado a un acto para protestar contra el concierto que la primera dama pensaba celebrar esa misma noche, pero el punto de cita, la Casa de los Espejos, era inaccesible.
¿Qué estaba yo haciendo por allí? Que quede claro, no tengo nada contra la beneficencia, creo en el supremo derecho de los ricos a hacerse pendejos y ejercer una vez al año la bondad, y además siempre se derrama algo de lana que va a dar a un mexicano que está al borde del infierno; tampoco estoy en contra de Elton John, aunque nunca compraría un disco suyo porque me parece bastante fresa. Por lo tanto no tenía ningún problema de principios para que se cobrara cien mil pesos por boleto para asistir a un concierto de beneficencia; aunque desde luego no pensaba asistir.
Lo que me molestaba profundamente era que la primera dama hubiera decidido crear una organización de beneficencia privada, hubiera decidido dar un concierto para captar fondos y hubiera decidido que sería en el Castillo de Chapultepec.
Me molestaba que se hubiera elegido para un acto de sociales, uno de los centros simbólicos del Distrito Federal, hogar de los cadetes resistentes contra la invasión gringa, sede del carruaje de Juárez en su peregrinación republicana y el único lugar donde había uno de los mejores retratos de Mariano Escobedo, el triunfador de Querétaro.
Me molestaba esta falta de pudor, que impide al alto poder distinguir entre lo público y lo privado, y que hace de lo público materia disponible y de uso para las jerarquías.
Si querían hacer kermeses, o conciertos, o desfiles, o bailes de disfraces (aprovechando los atuendos que Fox se había conseguido en las giras); si querían conquistar en las páginas de sociales lo que habían perdido en las páginas de información general, muy su gusto, pero que lo hicieran en espacios privados.
Pero mis molestias no habrían de desaparecer esa mañana, sino al contrario, porque el Estado Mayor Presidencial había, con el pretexto del concierto de la noche, prácticamente clausurado el bosque de Chapultepec.
Chapultepec, Aragón, la Alameda, Coyoacán, Xochimilco, La Cibeles, son los pulmones que dan oxígeno a los pobres del Distrito Federal. Ofrecen diversión gratis los fines de semana. Permiten la peregrinación laica con los chavos a cuestas, son los días de la educación informal: éste es un oso y éste es el muro del que se tiraron los niños héroes cuando se los querían fregar los gringos, éstas son grullas, mira qué padrote vuelan y éste es el caballo de Pancho Villa.
Y ahora, Chapultepec había sido tomado. Un estrecho corredor hacía que la gente caminara sin destino buscando los espacios abiertos que ya no estaban, cercados por rejas verdes y bajo la permanente mirada de los soldados sin uniforme que además cacheaban a muchos de los paseantes.
El acto desde luego no podía realizarse, los convocados seguro se habían perdido en la maraña. Vagué buscando rostros conocidos. Al dar la vuelta al monumento de los Niños Héroes distinguí a varios diputados del PRD del Distrito Federal que se habían concentrado en un espacio aún no ocupado, el tramo entre la entrada de la reja de los leones que da entrada a Chapultepec desde Reforma y los bloqueos que impedían el acceso a los espárragos.
Llegó un equipo de sonido y comenzó un pequeño mitin. No seríamos más de un centenar con otro par de centenares de mirones y paseantes. De repente alguien me jaló la manga de la camiseta.
-Golpearon a Cipriano y a Froilán.
-¿Dónde?
-Allá en la entrada, les cayeron encima y los golpearon y les quisieron quitar los periódicos.
Caminamos hacia el acceso de los leones. Los guardias presidenciales estaban poniendo un candado en la puerta.
Se produjo un diálogo surrealista.
-¿Qué está usted haciendo?
-Cerrando aquí, porque tenemos instrucciones.
-No, espere, ustedes están en terreno del bosque. Aquí la autoridad es el gobierno de la ciudad de México. Y además ¿qué están haciendo? Ustedes tienen que funcionar como custodios del Presidente y no como cuidadores de las fiestas de su mujer. ¡Abra ahí ahora mismo!
Era como conversar con los renos de Santa Claus. Me dirigí a dos mujeres policía del Distrito Federal.
-Ustedes son la autoridad aquí, no los federales. No pueden cerrar el bosque cuando se les antoje. Si quieren cerrar el castillo, que es federal, que vayan para arriba. Sáquenlos.
Las policías azoradas decían que sí con la cabeza pero no se movían.
La llegada de los diputados aumentó la presión. Finalmente los guardias presidenciales quitaron el candado. Victoria pírrica.
El mitin prosiguió durante un par de horas, con obras de teatro callejero y títeres, con la eterna manta que decía: "Fox el Castillo no es tuyo".
Me fui a comer rumiando mis rabias: no sólo se apropiaban del castillo. Hoy el carruaje de Juárez no está disponible, mexicanos, cerramos por fiesta de primera dama. No sólo se apropiaban del castillo, también clausuraban el bosque, y lo hacían guardias presidenciales, el aparato de custodia del Presidente al servicio de las fiestas privadas de su ñora. Un airecillo de reconstrucción monárquica flotaba sobre la república.
¿Qué seguiría? ¿Palacio Nacional rentado para fiestas de quince años de hijas de oligarcas? ¿Marina Nacional organizando regatas de hijos de banqueros? ¿Por qué las autoridades del Distrito Federal habían permitido esta invasión del bosque?
En la noche escucho en la radio un comentario de los asistentes al concierto de Elton John.
-Son la crema y nata de nuestra sociedad- dice una locutora mientras enumera la lista de banqueros, industriales, ministros. Se equivoca. Serán la nata. La crema es un maestro de escuela que alfabetiza en la zona zapoteca con salario de 2 mil 500 pesos mensuales y al que le gusta U2, un doctor que hace su servicio social en Guerrero Negro y que se acompaña con la música de José Alfredo y desde luego mi amigo Cipriano al que golpearon por querer repartir un periódico y que le gusta la música de Santana.
Me voy a dormir intentando no soñar que las revistas del corazón y las páginas de sociales, dirigidas por los edecanes de Maximiliano y los caballerangos de Carlota, dominan nuestras vidas.