sabado Ť 27 Ť octubre Ť 2001
Ilán Semo
El Cercano Oriente: el giro de EU
Con todas las bombas que se han lanzado sobre Afganistán no debería caber duda de que el propósito de la campaña militar de Washington se extiende, desde sus orígenes, más allá de la persecución de Bin Laden y el grupo de extremistas que se refugiaron entre los talibanes desde mediados de los años noventa. Los ataques a la población civil, el cerco de la fuerza aérea, el apoyo a la Alianza del Norte y el aislamiento diplomático de los talibanes hablan de una intervención cuyo objetivo ha sido el derrocamiento del régimen que se constituyó en Kabul después de la caída de los antiguos aliados de la Unión Soviética. La distancia entre una acción punitiva y una estrategia que persigue modificar la estructura política entera de un país es precisamente una guerra de esta naturaleza. A tres semanas del arribo de las primeras tropas, la lucha contra el terrorismo aparece como la menor de las razones de un conflicto cargado de rasgos poscoloniales, en un área dejada a la deriva por las potencias mayores después de la desaparición de la URSS.
La respuesta de los países que definen la geopolítica inmediata del conflicto ha sido tan diversa como las peculiares relaciones que sostienen con Washington. Irán e Irak, cuya animadversión entre sí es probablemente mayor que la que los separa de Washington, denunciaron la intervención desde su inicio. Son los Estados probablemente más independientes con respecto a la Alianza del Atlántico. El gobierno indonesio, que se alió en un principio a la campaña contra Afganistán, cambió abruptamente de posición, acaso presionado por el temor de que el nacionalismo musulmán crezca en su territorio. Los dos aliados principales de Estados Unidos en la región, Arabia Saudita y Pakistán, enfrentan dilemas parecidos. La dinastía de los Faisal, régimen monárquico integrista, cuya imperturbable alianza con Washington -que ya se prolonga más de medio siglo- hace ver al eslogan del "choque de civilizaciones" como una fábula propagandística, se halla bajo el asedio de una extraña alianza entre una clase media cosmopolita, a la que están vedadas las principales posiciones de la economía y el poder saudiárabes, y un sector radical del clero mohabita, que tradicionalmente ha apoyado a los talibanes. Una alianza similar a la que derribó al shah en Irán durante la revolución encabezada por los ayatolas chiítas. No es casual que la monarquía de los Faisal sea tan reticente a entregar su apoyo pleno a la intervención contra Afganistán. La dictadura militar paquistaní, por su parte, debe enfrentar directamente a las sedes de las escuelas talibanas que se hallan en su territorio, y cuya influencia en el este del país no es precisamente despreciable.
Lo que comenzó como una aparente convergencia después de los atentados del 11 de septiembre para aislar al régimen de Kabul se ha transformado en un mosaico de filiaciones dudosas, rupturas públicas (como la de Indonesia) y desvelos manifiestos de gobiernos que prefieren preservar el equilibrio con sus propias corrientes radicales antes que arriesgar los saldos de aparecer como incondicionales frente a Estados Unidos. A tan sólo tres semanas de hostilidades, la campaña militar de Washington parece tener mucho menos adeptos que al principio, y los que lo son lo hacen con desdén. Todo ello en una guerra que apunta a plazos largos y devastaciones mayores.
Sólo así se entiende la apurada, súbita e inédita propuesta hecha por Colin Powell para lanzar el proceso de la formación de un Estado palestino, única demanda que unifica a las naciones de la región y que, de ser efectiva, podría aislar a los sectores más radicales del clero musulmán y devolver a Estados Unidos cierta certidumbre en las relaciones con sus imprescindibles aliados.
Nada más legítimo que un Estado palestino. Es imposible imaginar algún acuerdo de paz duradera que no tenga como centro la consolidación de la soberanía palestina. Sin embargo hay dos fuerzas o dos frentes que se oponen a ella con el delirio que propician las variantes extremas de la política. Son dos fundamentalismos: de un lado, la extrema derecha israelí; del otro, esa colusión de nacionalismo e islamismo radical que ha hecho de Jihad y Hamas fuerzas que, si no dominan, determinan la política palestina. Matar al ministro israelí de Turismo (había renunciado recientemente) 48 horas después de que Estados Unidos anunció su disposición a apoyar la formación de un Estado palestino no es precisamente un acto de acercamiento, y desquicia toda la compleja negociación seguida por Arafat. La definición más elemental de un Estado es simple y antigua: un orden institucional que es capaz de ejercer el monopolio de la violencia pública sobre un territorio. El Estado es, por supuesto, muchas cosas más. Pero sin el monopolio legítimo sobre la fuerza pública no hay Estado que sea capaz de ejercer su soberanía. El dilema palestino reside en que el fundamentalismo de Jihad y Hamas no reconoce ni admite la autoridad de Arafat y de las fuerzas palestinas que se han dado a la tarea de edificar una nación, y con ello impiden la formación de un poder legítimo y central en Palestina.
Del otro lado, la situación es distinta aunque los desequilibrios también son radicales. Desde el asesinato de Rabin, es decir, el primer ministro que impulsó el reconocimiento palestino, la extrema derecha israelí ha avanzado a pasos notables. Su presencia en la vida pública se ha hecho más marcada, al igual que su política de asentamientos en las áreas ocupadas. Sharon es su ministro más cercano. Es una derecha con intereses propios que si todavía no desbordan el consenso israelí, sí pueden ponerlo en jaque. Representa sin duda el principal dique en la negociación de la paz. Y el dilema de la paz en el Cercano Oriente es cómo desmantelar los extremos.