MARTES Ť 13 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Sol Arguedas

Mujeres y fundamentalismos

Se ha efectuado en nuestro tiempo una sorprendente apertura en todo lo concerniente a la actividad del sexo, una verdadera revolución sexual de consecuencias contradictorias en diversas facetas de la vida cotidiana, especialmente en la publicidad comercial, para no hablar de las profundas conmociones que provocó en la moral más generalmente aceptada y en las costumbres; en las manifestaciones artísticas de todos los niveles, y en las relaciones humanas.

Definirse sobre este asunto y adoptar una actitud o emitir una opinión acerca de la práctica y la teorización en esta materia era menos difícil cuando aún no había aparecido el flagelo que hoy azota a la humanidad: el sida. La reacción ante éste se convirtió en una inesperada revolución dentro de la revolución, al frenar considerablemente en sus efectos prácticos la liberación sexual en curso; pero también al estimular, por otra parte, las tomas de conciencia respecto a la misma: hoy se reflexiona más y se reacciona menos emotivamente ante el tema.

Al valorar los pros y los contras -tan numerosos los unos como los otros- acerca de este movimiento liberador, hay que empezar por admitir la enorme importancia de un hecho que ha cimbrado las entrañas mismas de las religiones, y ha puesto en pie de guerra a sus respectivas Iglesias, con las consecuencias sociales e ideológicas acarreadas por la furiosa reacción conservadora frente a la controvertida libertad sexual.

Por otra parte, están presente en la vida diaria poderosos intereses económicos cuyos negocios se nutren de la exacerbada excitación continua del sexo, al comercializar todos sus símbolos para mantener altos los niveles del consumo característico de una cultura, cada vez más estandarizada y globalizada que nos imponen los medios publicitarios.

Por supuesto, en el meollo mismo de esta guerra ideológica y comercial provocada por el movimiento de liberación del sexo están -estamos- las mujeres. Ha sido en torno de la mujer que se han suscitado muchas de las contiendas más encarnizadas surgidas en el correr de los tiempos: de la mujer como fuente primordial del pecado, y el pecado a su vez como piedra fundamental sobre la cual se han construido las religiones; de la mujer como texto y pretexto para el aprovechamiento comercial del sexo; de la mujer como sujeto de la doble explotación económica y moral de su trabajo en el hogar (permanente) y (sucesivamente) en el campo, en el taller, en la fábrica, en la oficina; sin olvidar la explotación que de ella se ha hecho, desde siempre, en el prostíbulo.

Aunque hay un abismo de diferencia entre negar a las mujeres todo derecho a ser, siquiera, personas, como ocurre en el fundamentalismo exacerbado islámico, o sólo poner obstáculos y trabas para tratar de impedir la completa emancipación femenina de sus servidumbres tradicionales, como sucede en el fundamentalismo moderado (en este aspecto) cristiano, en el fondo de ambas actitudes yace la misma intención: castigar a la mujer por su involucramiento en los dos máximos pecados humanos: la soberbia y la carne. El primero es el pecado de la inteligencia; el segundo, el del sexo. Y en ambos es Eva quien induce a Adán a cometerlos.

El mito fundacional es semejante en tres de las más importantes religiones de alcance mundial, desde la más antigua, el judaísmo, hasta la más reciente, el Islam, pasando por la intermedia, el cristianismo.

Llamamos fundamentalista -propiamente dicho- a quien, por rechazo moral o ideológico a los cambios sufridos en su propia religión, se refugia en una adhesión fanática a los principios fundacionales de la misma, es decir, a sus "fundamentos". Dentro de este orden de ideas, tal parece que los fundamentalismos, tanto los más salvajes y primitivos como los aparentemente más moderados (pero más sutiles y más peligrosos), están ganando comprensiblemente en estos días de predominio del conservadurismo, poder y relevancia dentro de sus respectivas religiones, y no difieren entre sí más que por el grado y el nivel en que se presentan. Para comparar, por ejemplo, el temible y burdo fundamentalismo islámico de hoy con uno semejante en el catolicismo habría que remontarse a las épocas más oscuras de este último en la Edad Media. (Al mundo musulmán le faltó en su historia el equivalente de lo que el mundo cristiano experimentó en su pasado más intensamente clerical: el freno de la modernidad; le faltó una reforma religiosa del Islam; un renacimiento basado en la espléndida cultura científica, filosófica y artística que floreció entre los árabes y nutrió en gran medida la cultura occidental; una ilustración como tamiz de la sabiduría heredada y semillero de cultura venidera).

No es el de ahora, como pretenden algunos politólogos y comentaristas políticos, un enfrentamiento entre Occidente y Oriente, un "choque de civilizaciones" entre el Islam y la cristiandad, sino el mismo conflicto de siempre: la búsqueda del dominio sobre los recursos naturales, del petróleo en este caso, y sobre otros recursos -económicos, financieros, comerciales, laborales-; en general sobre los recursos de todo tipo. En el doble fondo de la motivación del presente conflicto se quiere ocultar la guerra latente de las grandes potencias económicas y culturales contra el llamado Tercer Mundo; de las clases dominantes en sus respectivos países contra sus propias clases dominadas. En una palabra: de los ricos contra los pobres en el mundo. Así se explica la actitud defensiva de los musulmanes en general (y ofensiva en sus grupos fundamentalistas) frente a la rapacidad de las grandes potencias occidentales que los han obligado a refugiarse en sus tradiciones para no perder identidad como pueblos, tradiciones que no siempre han sido las mejores y que, por lo tanto, los han retrasado en su evolución histórica. (Pero éste no es mi tema presente, por más que su inmediatez -mientras escribo estas páginas están los estadunidenses bombardeando Afganistán- obligue a ocuparse de él.)

A la gente "civilizada" (tanto de Occidente como de Oriente; del norte como del sur) le horrorizan los desmanes y el primitivismo de los fundamentalistas religiosos -los talibanes- dentro del Islam; pero se olvida de las atrocidades que cometieron los puritanos en el protestatismo, los ortodoxos en el judaísmo y los inquisidores en el catolicismo. Puritanos e inquisidores cristianos, en sentido estricto, pertenecen al pasado -eso se dice comunmente- mientras talibanes islámicos y ortodoxos judíos siguen existiendo en nuestro tiempo; pero esto no es del todo cierto: se debe matizar esta afirmación a la luz de los cambios históricos.

Se comenta poco en nuestros medios, o no se hace abiertamente, la actitud retardataria, si no es que regresiva, de la presente jerarquía católica, comparándola con el espíritu progresista que animó el Concilio Vaticano II. Entre otros signos reveladores del conservadurismo de los dirigentes de la Iglesia católica se evidencia su misoginia. Y es lógico que sea así: cuanto más se aferren los (nuevos) fundamentalistas al pasado religioso, o regresen a él, tanto más se fortalecerá la ancestral idea de la "culpabilidad" de la mujer, al "inducir a los hombres hacia el pecado". Y no hay muchas esperanzas de un cambio favorable en dicha orientación conservadora: todo apunta hacia la inminente elección del próximo Papa entre las filas más a la derecha de la organización eclesiástica: el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, con lo cual la Iglesia seguirá con el mismo talante reaccionario que la identifica, en esta época de transición básicamente tecnológica, con la mayoría de los mandos políticos y económico-financieros en todas partes: la derecha se ha enseñoreado del mundo. Los filósofos e ideólogos de esta derecha empresarial, hegemónica en la coyuntura histórica en la que estamos forman parte del fundamentalismo laico o civil al guiarse, también fanáticamente, por "el pensamiento único", "el fin de la historia", y "la imposibilidad de que haya alternativa a la globalización neoliberal del capitalismo. "En el punto en que convergen el fundamentalismo religioso y el laico o civil es en donde se debe buscar la explicación y la justificación de la hegemonía del pensamiento conservador en la actualidad.

Para nosotras, mujeres que vivimos en este otro lado del planeta, el simple hecho de hablar o de pensar siquiera en revolución sexual o emancipación femenina pareciera una cruel ostentación frente a las musulmanas, ahora que la televisión y los periódicos nos inundan con imágenes de ellas cubiertas de cabeza a pies con las horripilantes burkhas que les dan apariencia de fantasmas en un mundo que no es irreal, vuelto hoy más amenazante que nunca gracias a la pugna entre los dos máximos terroristas del momento: Osama Bin Laden y George W. Bush.

Si como reacción ante esta insensata guerra desatada por los estadunidenses -que podría resultar contraproducente a sus intereses- se unificase el mundo musulmán alrededor de una necesaria defensa común de su religión y sus costumbres, saldrían ganando sus grupos más radicales -los fundamentalistas- y perdiendo la gente civilizada de todo el planeta. Con los fundamentalistas afianzados y fortalecidos posiblemente en los gobiernos de sus respectivos países, entre los mayores perdedores nos encontraríamos las mujeres de todo el orbe, no sólo las musulmanas. Arrancarles las burkhas reales a ellas y acabar de despojar de las burkhas simbólicas a las mujeres del resto del mundo, se volvería una tarea muchísimo más ardua.