MARTES Ť 13 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Teresa del Conde

Tomás Parra

El color como forma somatizable es la exhibición -todavía vigente- de Tomás Parra en la Galería Itati de Bosques de las Lomas. Son 13 las piezas que se muestran y conforman un conjunto perfectamente ''amarrado'' en el que hay una coincidencia lograda entre formas y contenido, producto, se antoja, de incansables reflexiones en torno a la pintura como género, a sus posibles imbricaciones, a la música y a la conceptualización. Parra es, con Luis López Loza, uno de los epígonos de la generación de Ruptura y eso se deja sentir en esta su más reciente aportación. Demuestra, como lo hacen otros colegas suyos, que no es necesario buscar con denuedo una novedad imposible de obtener (no sólo ahora) para encontrar voces propias.

Con pocos elementos, pigmentos mesurados, seguridad de trazo y algunos objetos, el pintor se sitúa con esta muestra en uno de los puntos más altos de su trayectoria. Ha desaparecido del todo una de sus más detectables y bien asimiladas influencias, la de Roberto Matta. En cambio algunas de sus composiciones hacen evocar a Tamayo, más a través de la forma de aplicar el óleo que de ciertos detalles concientemente traídos a la tela a manera de notas a pie de página. Me refiero, por ejemplo, a la franja atravesada por diagonales oscuras en el cuadro Tierra sumergida o a la constelación de satélites apagados que discurren en Brillo de la aurora, cuadro de coloración difícil (y por lo mismo interesante) en el que campea un verde amarillado que podría denominarse amarillo verdoso. Así dicho, se puede pensar por ejemplo en el paludismo o la bilis, pero la realidad de esa tonalidad en la tela es muy otra, de aquí que la gramática de cualquier pintura sea por este solo hecho inextinguible, como lo son las elucubraciones matemático-filosóficas a las que dan lugar otros cuadros.

Hay uno al que percibo como desglose del teorema de Pitágoras (que produjo aquel famoso resquicio en el teorema de Fermat) y se titula Canto a Pitágoras; quedaron allí representados los catetos de tres triángulos a través de un solo elemento que ocupa el centro estratégico de la composición. La única referencia verbal a las matemáticas o a la geometría está en este título, pero en realidad el conjunto hace guiños a las relaciones numerales, a lo sucesivo, a las operaciones mentales que se concretan en las ecuaciones. Podría entonces pensarse que estamos ante un minimalismo a ultranza, pero no hay tal. Las texturadas superficies, las degradaciones y saturaciones de los pigmentos, los finísimos chorreados, más determinados efectos de trompe l'oeil dosificados con suma cautela producen aquellos efectos, placenteros al ojo y a la mente que provoca la buena pintura de todos los tiempos.

En Ciudadela hay varios planos anteroposteriores con todo y que el diseño de la composición, basado en la reiteración de la regla T, es propio de la geometría plana. En Mercado de Tlatilco hay formas orgánicas esquematizadas que discurren en torno a cuatro barras paralelas flanqueadas por sus lados, como si fueran obstáculos. En ese cuadro hay una pequeña pirámide construida con bandas de color casi en medio del extremo inferior. Si uno tira la mirada en diagonal partiendo de su base hacia el extremo derecho del cuadro, encuentra otra pirámide, casi imperceptible, más pequeña y desleída que ''enmudece'' ante la primera. Son estos rasgos sutiles los que -entre otros recursos- dotan a estos trabajos de una elegancia que no se ostenta como tal.

Estas pirámides encuentran repercusión en el disco triangulado con los colores del espectro (más el negro) que aparece en Llave de sol. Hay aquí una cita muy bien pensada al pop tipo Andy Warhol, sin que el cuadro se semeje en lo más mínimo a las composiciones de este artista. Los grifos abarcan en su parte superior una escala cromática numerada del 1 al 8, decrecen en número y cada elemento, realizado con plantilla, ostenta una capitular. El espectador descubre que está todo el alfabeto, ordenado convencionalmente, cosa que se constata leyendo la pintura en diagonal.

Hay cuatro cajas-objeto, una ostenta cuatro grifos de verdad y un banquillo en el que se simula el chorreado de un líquido rojo. Se trata de Arbol de espejos, el agua que los grifos emitieron dejó sus marcas en el trayecto descendente, pero aquí también la pintura jugó su truco pues todo es simulado, excepto la ''sangre'' que está en el banquillo mencionado. No hubo aquí la menor intención de simularla, lo cual es un acierto, como lo es también el hecho de cubrir de gris las cucharas adheridas en La cena, otra caja en la que creo advertir el guiño a un colega del autor: me refiero al artista y promotor cultural Moisés Argueyo, de Celaya.

Se publicó un catálogo, bien impreso, en el que se reproducen casi todas las piezas. El ensayo de Verónica Volkow Caminos a lo otro lo prologa. De allí extraigo la siguiente observación: ''La geometría se convierte en un objeto plástico en sí misma, de manera no lejana a la tipografía que utilizaban los artistas cubistas''.