Ť Marta Tawil
Arabia Saudita, en la cuerda floja
Cuna del Islam, principal exportador de petróleo del mundo, con un régimen de gerontocracia absolutista y una ideología oscurantista, Arabia Saudita se encuentra en la cuerda floja. El escenario que se inauguró el 11 de septiembre ha hecho patentes los dilemas que enfrenta este país. Son varios los factores internos y externos que inciden en esta situación y hoy más que nunca aparecen entrelazados con el riesgo de erosionar las bases sobre las que descansa su estabilidad.
Poseedor
de un cuarto de las reservas mundiales de petróleo, Arabia Saudita
se convirtió desde la segunda mitad del siglo XX en una joya geoestratégica
para Washington. Por mucho tiempo, Estados Unidos fue el administrador
de la economía y la seguridad del reino; la fórmula aplicada
consistió en favorecer el desarrollo de una clase media privilegiada,
y dejar las actividades productivas y de servicios manuales a la mano de
obra inmigrante. Así, a cambio de proporcionarles medios para vivir
holgadamente, el régimen saudita ha exigido a sus ciudadanos aceptar
su estado de sumisión.
En términos internos, a partir de 1973 y del boom petrolero la sociedad saudita tradicional dio un giro. Más urbanizados y mejor educados que sus padres, menos sometidos a las presiones de la pertenencia tribal, los jóvenes sauditas aspiraban a trabajos bien remunerados en la administración.
Pero el fuerte aumento del número de estudiantes (favorecido por una tasa de natalidad de las más altas del mundo) se acompañó de una baja sensible del nivel educativo que hizo de ellos personas poco calificadas. La crisis financiera de principios de los ochenta asestó un duro golpe a las nuevas generaciones, y desde 1986 el Estado no puede ya asegurar empleo a todos los graduados. Esos años también exigieron fuerte demanda de mano de obra inmigrante relativamente mejor calificada, de tal suerte que en la actualidad representa dos tercios de la fuerza laboral en tierra saudita.
Las dificultades económicas del reino, ligadas en buena medida a la corrupción y la concentración de la riqueza de un aparato benefactor discriminador y sin límites habían logrado controlarse. El dilema que empieza a presentarse desde hace algunos años es sanar la econo- mía mediante el progresivo desmantelamiento del gigantesco aparato bene- factor, sin eliminar la razón de ser del régimen.
La "maldición" de este país la han determinado el petróleo y la naturaleza de la oposición, dominada por los islamistas. Como ningún otro país del Golfo, Arabia Saudita es resultado de la política occidental interesada en garantizar el acceso a los recursos petroleros y preocupada por el ascenso de la oposición islamista.
La monarquía saudita financió y recibió en su territorio, con ayuda de la CIA, la mayor parte de la nebulosa internacional del integrismo islámico, oponiendo los "shiítas extremistas" a los "sunitas moderados". Osama Bin Laden es producto de este esmero que contó con la connivencia de los estadunidenses.
El parteaguas de carácter externo que define la situación incómoda de la monarquía saudita se remonta a la crisis del Golfo. La presencia de 500 mil soldados extranjeros en la "tierra santa del Islam", la incapacidad del reino de defenderse solo, a pesar de los miles de millones de dólares que gasta en compra de armamento de tecnología de punta, la destrucción sistemática de Irak por los ejércitos aliados, fueron acontecimientos que despertaron interrogaciones y suscitaron cuestionamientos entre una población muy nacionalista y muy religiosa.
Desde la Guerra del Golfo las protestas han ido en aumento. No son un fenómeno nuevo. Desde el decenio de los cincuenta se registran movilizaciones, todas duramente reprimidas.
Lo novedoso del descontento actual contra el régimen reside en dos hechos principales: el primero, muy inquietante para el régimen, es que los reclamos han sido formulados por los ulemas, mismos de quienes ha dependido la legitimidad política y religiosa del régimen.
El segundo es que diversos temas, regionales e internos de toda índole, aparecen inextricablemente unidos en la expresión de ese descontento y arrojan luz sobre las múltiples contradicciones de la política exterior saudita. La familia reinante ha usado siempre un doble lenguaje. Su retórica es antiestadunidense y antisraelí, apoya los derechos palestinos, la resistencia del Hezbollah, las reivindicaciones sirias en el Golán, pretende rechazar el modelo occidental identificado con la decadencia moral del género humano -y también con el apoyo incondicional a Israel.
Pero, a diferencia de los sha de Irán, la monarquía saudita quiso unir la modernización al respeto estricto de los valores tradicionales; la solidaridad árabe-musulmana a la alianza vital con Estados Unidos. Fue una apuesta riesgosa y un equilibrio delicado, que ahora se ve amenazado