DOMINGO 25 DE NOVIEMBRE DE 2001

MAR DE HISTORIAS

Arcadia de mil voces

CRISTINA PACHECO


 

Anoche Elsa me preguntó qué día de esta semana estaré libre. Necesita que la acompañe a comprar de una vez los regalos de Navidad. Quiere ahorrarse aglomeraciones de última hora y rebatiñas ante los botaderos llenos de ofertas.

No dije nada. Ella intepretó mi silencio como una señal de contrariedad o la antesala de una negativa y se apresuró a desactivarla: "Así de una vez aprovechamos para que me digas lo que vas a querer." Me guiñó el ojo: "Ya sé lo que va a regalarme Santa Clos, así que prepárate."

En realidad no había pensado en rechazar la proposición de Elsa. Me gusta ir de compras con ella porque cuando elige los regalos despliega una sensualidad y una imaginación extraordinarias. Si no le respondí enseguida fue porque sus palabras me recordaron algo que sucedió hace un año.

II

Estábamos cenando. De pronto se acodó en la mesa y me miró: "Son horribles, Ƒverdad?" Ignoraba a qué se refería y me lo aclaró: "Las corbatas que te regalé en tu cumpleaños. Las vi en la mañana cuando iba a llevarlas a la tintorería." Sentí que era mi obligación ser amable: "No es fácil elegirlas, a veces yo también meto la pata, pero te juro que me fascina todo lo que me regalas."

Mentí a medias. De verdad me ilusiona recibir los paquetitos que Elsa envuelve con mucha gracia, pero también es cierto que su gusto para seleccionarme las corbatas resulta asesino. Se justifica diciendo que sólo tuvo hermanas y su padre nunca usó esa prenda. Con mayor razón aprecio su generosidad.

Se lo dije a la hora de la cena pero ella no quedó satisfecha y me propuso la solución ideal: "ƑPor qué no vamos juntos a comprar nuestros regalos?" Le respondí que me parecía deprimente imaginarnos recorriendo las secciones de damas y caballeros en alguna tienda de departamentos.

Elsa dio un golpecito en la mesa: "ƑCómo se te ocurre? No. Lo que te propongo es que salgamos en busca de auténticas sorpresas. Podemos recorrer el Centro y meternos en alguna de esas tiendas viejas que huelen a creolina y donde uno encuentra verdaderas maravillas." Aludí a los peligros de la zona. "No seas ridículo. Además no te estoy proponiendo que vayamos a medianoche. En la tardecita, y aprovechamos para meternos a cenar en alguna cantina o un restorán a los que íbamos cuando éramos novios."

Elsa me amenazó con que, si no aceptaba, para la Navidad me regalaría otra corbata. Lo que me convenció de seguir su plan fue el entusiasmo con que me lo describió. Celebro haber aceptado. Gracias a eso recibí como obsequio algo que había perdido: hermosos recuerdos de mi infancia.

III

Elsa tuvo razón. En las calles más estrechas del Centro encontramos almacenes increíbles, pero en ninguno vimos algo que realmente nos gustara. Al fin descubrimos una inmensa librería de viejo. Desde fuera se miraba solitaria, a excepción del dependiente parado junto a la puerta y la mujer, enfundada en una bata azul, que montaba guardia tras la registradora silenciosa.

La oferta en el aparador era muy pobre. Bajo los festones navideños seguían decolorándose, bajo el sol de diciembre, las portadas de textos científicos caducos, biografías, recetarios, cancioneros, antologías de cuentos, novelas con títulos ingenuos.

En medio de aquella confusión descubrí un grueso volumen: Arcadia de mil voces. Me volví a Elsa: "Eso es lo que quiero que me regales." Entré en el establecimiento y pedí el libro. Por orden de la cajera el guardián entró en el aparador, tomó la Arcadia y me la enseñó, como si no pudiera creer que esa fuese mi elección. Asentí.

Cuando la cajera me ofreció el volumen dudé en recibirlo. Ella me aclaró que estaba completo. No lo dudaba. Lo tomé y lo abrí: quería asegurarme de que no faltaran las primeras páginas. Cuando vi en ellas la letra menuda sentí una gran emoción y cerré el libro de golpe. "ƑNo es lo que estaba buscando? Tenemos otras cosas muy interesantes", dijo la empleada, abatida ante el riesgo de perder la primera venta del día o tal vez de meses. La tranquilicé: "No, al contrario. Me interesa muchísimo." Acepté que me lo envolviera para regalo.

Cuando salimos de la librería Elsa se colgó de mi brazo: "ƑDe verdad es lo que quieres para la Navidad? ƑNo se te antoja otra cosa? Me sobra dinero: sólo gasté ochenta pesos." Le respondí con una broma tonta y le propuse que fuéramos en busca de su regalo. Aunque yo ansiaba el retorno a casa quería postergar el momento de leer las primeras páginas de la Arcadia. Allí estaba, desde 1953, el nombre de mi tía Hilaria Mancilla y León.

IV

Hilaria nos visitaba algunos domingos pero nunca faltó a las celebraciones especiales, cuando la familia se reunía con los amigos. Aunque era conocida de todos, a mi padre le encantaba presentarla: "Mi hermana Hilaria, la poetisa." En el acento con que mi padre pronunciaba la frase había una enorme admiración y también cierto afán de extender un salvoconducto para las extravagancias y los descuidos de mi tía. Que llevara abrigo en todas las estaciones del año o que su ropa estuviera salpicada con pelos de gato y especial su actitud soñadora y distante, para todos eran evidencias de que tenían enfrente a una poetisa.

La prueba definitiva de aquel privilegio aparecía a la hora del postre. Mi padre, sensibilizado por los brindis, siempre encontraba ocasión para hacerle a su hermana la pregunta clave: "Yaya, Ƒcómo andan las musas?" Mi tía suspiraba: "Torturándome, arrancándome pedacitos de alma."

En aquellos momentos siempre hubo quien aplaudiera tan afortunada frase. Mi padre, cada vez más orgulloso, preguntaba sin esperar respuesta: "ƑNo es bárbara? ƑNo es sublime?" El "sí" desordenado y contundente despertaba la humildad de mi tía: "Por Dios, Tiburcio, tú sabes que mi obra es muy modesta y no merece..." Como si estuviera conversando en la tienda con uno de sus clientes, mi padre se iba al terreno de lo práctico: "ƑCómo de que no? A ver, dime: si no valiera, Ƒcrees que estarías en el libro?" Hilaria, con los ojos brillantes y las mejillas encendidas, miraba al cielo para agradecer a las musas el gran privilegio de hallarse en Arcadia de mil voces.

En la casa teníamos pocos libros y dispersos, pero la Arcadia ocupaba un nicho en el entrepaño del ropero. En las ocasiones especiales mi padre era el encargado de mostrárselo a las visitas. Lo recuerdo junto a cada uno de los comensales, señalando con el índice el sitio donde estaba impreso el nombre de mi tía: Hilaria Mancilla y León.

Para que no se confundiera con el resto de los apellidos que también empezaban con la letra eme, mi padre tenía marcado el renglón con una cruz de lápiz tinta. Cuando al fin era mi turno de ver la señal y el nombre mi padre me advertía: "No toques el libro: tienes las manitas sucias." Codicié el volumen durante años hasta que al fin, entre las mudanzas y las muertes, se perdió. La mañana en que por casualidad lo encontré sentí una enorme ilusión de tenerlo en mis manos y conocer al fin el talento creador de mi tía.

En cuanto Elsa y yo regresamos a la casa desenvolví el libro, dispuesto a hojearlo en el orden acostumbrado por mi padre. Busqué de inmediato la página dos. Cuando me aseguré de que el nombre de mi tía continuaba en el renglón catorce, entre Juan Bosco Malo y Antonio Javier Mariño, retrocedí a la primera página. Dos líneas regían a los escritores, puestos en riguroso orden alfabético, concentrados en la primera sección de Arcadia de mil voces: "Poetas de gran mérito que, por exigencias de espacio no pudieron ser incluidos en esta Antología que reúne lo más significativo de nuestra riquísima cosecha lírica."