domingo Ť 2 Ť diciembre Ť 2001

 Néstor de Buen

Renacimiento

Conocí a José López Portillo en los tiempos en que estudiaba el doctorado, entre 1952 y 1953. Llegaba a la facultad, si no recuerdo mal, por la tarde. Eran notables su paso firme, su sonrisa atractiva. Explicaba entonces teoría general del Estado, disciplina en la que había sido alumno de don Manuel Pedroso, quizá el más popular de los maestros españoles del exilio que adornaron mi, primero, Escuela Nacional de Jurisprudencia, y después y ahora, Facultad de Derecho de la UNAM.

Allá por los años setenta, López Portillo, abogado litigante, famoso por su preparación y verbo excelente, iniciaría una carrera política en la que ayudó, no poco, su eterna amistad con Luis Echeverría.

Pasaron muchas cosas más. Se produjo su ascenso envidiable. Le llegó el turno, en condiciones nada fáciles, de ocupar la Presidencia de la República.

Eran los primeros meses de 1977, después de su famoso e inolvidable discurso de los tres periodos: recuperación de la crisis, consolidación de la economía y, en el bienio final, el éxito montado en nuestra capacidad petrolera. Tendríamos que aprender a administrar la riqueza.

Las cosas fueron de otro modo. Aquel último Informe de Gobierno de 1982 encerró la violencia de una conclusión difícil, casi desesperada en el discurso emotivo, doloroso, rotundo, que anunciaba la expropiación de la banca. Aun en el momento más complicado de su mandato, José López Portillo demostraba con creces su enorme capacidad de comunicación emocionada.

Desde entonces han pasado muchas cosas, la mayoría del conocimiento público, a veces no tan bien informado. Los problema políticos dejaron lugar a los dramas familiares. Me resisto a reseñarlos.

Nona y yo, por razones de una vecindad privilegiada: la convivencia con Agustín y Antonieta García López, consuegros de López Portillo, disfrutamos la amistad de José Ramón, Carmen Beatriz y Paulina López Portillo Romano. Los problemas públicos, a partir de una información negativa que presentaba una supuesta ingratitud de los hijos hacia el padre, absolutamente falsa, nos hicieron muy solidarios con ellos. Solidaridad acompañada de una admiración que entre otras cosas se funda en la condición moral y cultural de los tres hermanos.

Lo demás es del dominio público. Y lo importante: una embolia que limitó dramáticamente las capacidades del antiguo presidente. Angustias, soledades, el rencuentro con los hijos y una separación matrimonial que tiene que haber sido dolorosa, a pesar de muchos arrepentimientos de las cosas que pasaron. La compensación: una nueva relación con sus hijos mayores que ha compensado con creces los malos momentos.

Recibí una carta cariñosa de Gigi, Carmen Beatriz, rectora de la Universidad del Claustro de Sor Juana, invitándome a escuchar una conferencia del maestro sobre la identidad de México. Ya Antonieta Loaeza de García López, recién venida de Oxford, donde viven su hija Antonieta y José Ramón, nos contaba de la recuperación paulatina de López Portillo, con quien Agustín y ella convivieron cerca de un mes.

Escribo en la noche del jueves. Esta mañana, a partir de las 12 o poco más, José López Portillo, ex presidente, ex maestro universitario, lector insaciable, hombre de cultura sin fin, orador de dotes excepcionales, se lanzó a la aventura de dictar una conferencia, allí mismo en el Claustro de Sor Juana.

Habló más de hora y media. Sin ver las notas. Hizo una narración ilustrada con el juego esplendoroso de una memoria envidiable. Nos hizo descubrir origen y desarrollo de una nacionalidad de origen compartido. Y acabó con un elogio muy merecido para Juan Carlos I de España y dejando sin tocar, por notoria falta de tiempo, pese a estar anunciados, temas fundamentales de la relación difícil entre dos países que construyeron una nación nueva.

José López Portillo volvió a ser el maestro esencial que nunca debió dejar de ser. Superó problemas físicos. Demostró que mantiene la gallardía de una voz iluminada por una cultura infinita. Regresó, y eso es lo más importante, al plano del prestigio. Confieso que pese a mis reservas políticas, mis inconformidades y rebeldías, me emocionó este rencuentro de un hombre con su verdadera vocación. Y, sobre todo, con sus hijos. Ť