domingo Ť 2 Ť diciembre Ť 2001

Guillermo Almeyra

Macartismo, recesión y guerra

En esta recesión planetaria es difícil escapar a la sensación de déjà vu. La de 1929, por ejemplo, arrojó a la calle en Alemania a millones de trabajadores y polarizó la sociedad, reforzando en uno de los polos a la izquierda radical y en el otro a la extrema derecha. En 1933 la salida del gran capital fue el hitlerismo, que apretó a fondo el pedal del nacionalismo, fomentó el odio contra la "plutocracia judeo-masónica", reprimió a los judíos como chivos emisarios de la crisis y "resolvió" el problema de la desocupación convirtiendo a los sin empleo en soldados de la guerra que empezó a preparar en grande. En Francia, el nacionalismo chauvinista de la Croix de Feu, clerical-fascista, tuvo que ser aplastado en batallas callejeras, en 1934, por los obreros comunistas y socialistas, y eso evitó a los franceses el destino trágico de los alemanes, y llevó, por el contrario, al gobierno izquierdista del Frente Popular.

Como consecuencia de la crisis, y para parar la radicalización de los trabajadores, en España se alzaron los curas, los banqueros y los militares contra la República e impusieron el franquismo, que participó en la guerra junto al Eje nazi-fascista aunque con las limitaciones resultantes no de su falta de voluntad sino de que el país estaba desangrado. El silogismo recesión-reacción interior-guerra-intento de aplastamiento de la sociedad para asegurar el poder del gran capital y de sus principales agentes funcionó a la perfección. La guerra fue el instrumento esencial contra el enemigo interno, el trabajo, que amenazaba al sistema. Como "la guerra es la continuación de la política por otros medios", como decía Karl von Clausewitz, que había combatido contra Napoleón, la política represiva necesitaba la guerra para afirmar el dominio y la dominación del gran capital y ahogar las divergencias políticas en el rumoroso oleaje del nacionalismo.

En Estados Unidos, del otro lado del Atlántico, y durante la guerra fría, el senador McCarthy y su banda de delincuentes desataron una campaña de persecución anticomunista y de delaciones para no ser perseguido y encarcelado que favorecieron infames ajustes de cuentas personales y los más turbios negocios. Nuevamente funcionó el silogismo arriba mencionado, sin importar que el líder del patrioterismo oficial fuese un corrupto, personal y políticamente. Las diferencias en el nivel de conciencia cívica entre Europa y Estados Unidos, y el hecho de que la realidad social y económica de ambas partes del Atlántico no fuese la misma, ayudaron entonces a cortarle las alas al pichón de "American Fuhrer".

Ahora reaparece George W. Bush, con la idea hitleriana de la responsabilidad colectiva de los pueblos por sus dirigentes momentáneos, con la idea franquista de la lucha del Bien contra el Mal, con el fundamentalismo macartista que explota la ignorancia y el chauvinismo de la mayoría de los estadunidenses, educados en la confianza en el Destino Manifiesto que los convertiría ipso facto en pueblo elegido del Señor y, por lo tanto, en jueces y policías del universo.

La censura a todos los medios de comunicación e información, la amplia libertad concedida a la policía y a los organismos de seguridad, en violación directa de la Constitución y de las leyes estadunidenses, la decisión de crear tribunales secretos y cárceles secretas y de permitir ejecuciones secretas al margen de la justicia y por simple decisión personal del presidente, convierten la democracia oligárquica estadunidense en una dictadura imperial encabezada por un presidente (que fue elegido gracias a un golpe de Estado legal, ya que sacó menos votos que su contrincante y dependió del fraude en Florida, el estado donde gobierna su hermano Jeb).

Esta transformación totalitaria corresponde cabalmente al hecho de que las 200 empresas que gobiernan el mundo ejercen un poder antagónico con la democracia pero también al temor a las consecuencias sociales y políticas de la recesión mundial actual. El hecho de que ésta golpee también a Europa -contrariamente a lo que sucedía durante el macartismo- reduce la protesta de los intelectuales europeos y el peso de la opinión pública del viejo continente, bastante desarmada por el neoliberalismo y sus agentes de la "tercera vía". Bush puede así extender el macartismo fuera de las fronteras estadunidenses, con sus miedos y sus fobias, y contagiar con el veneno del racismo y el chauvinismo a países enteros.

Mientras tanto, la ola nacionalista en Estados Unidos busca darle consenso para preparar la guerra real, no la de Afganistán, y para poner fuera de la ley como antipatriotas y agentes del terrorismo a todos los intelectuales, estudiantes o trabajadores que protesten contra la política de feroz racismo étnico y clasista practicada por el gabinete de petroleros y el gran capital financiero, con el apoyo de los medios de información en manos de ese establishment.

En bien de la democracia en Estados Unidos y en el mundo hay que desenmascarar y parar esa dictadura presidencial macartista y esa preparación política y cultural de la guerra. Ť

 

galmeyra @jornada.com.mx