DOMINGO Ť 2 Ť DICIEMBRE Ť 2001

Bárbara Jacobs

Hacia la victoria

Las siguientes reflexiones sobre Victoria Ocampo nacen más de la intuición que del conocimiento, y no sé si debería mejor guardarlas hasta que dicho conocimiento me hiciera confirmarlas o de plano ignorarlas. Apenas si sé algo de Victoria Ocampo (Argentina, 1839-1979), aparte de que fue la fundadora de la revista y la editorial Sur, educadoras de un buen número de intelectuales latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX; o que ella misma, de familia ilustre y acaudalada, se educó en Europa, y con institutrices que la hicieron conocer la cultura y la lengua de Francia, Inglaterra e Italia como propias; o que era tan bella que la retrató Renoir; o tan sociable que fue amiga íntima, entre otros personajes del renombre de éstos, de Ortega y Gasset, Valéry, Virginia Woolf, Gabriela Mistral, Waldo Frank, Roger Caillois, Alfonso Reyes, Borges. O que acogió el americanismo; o la lucha feminista; o que fue hecha presa por Perón. O que hizo suya la filosofía hindú.

Pero al leer una biografía suya, de Doris Meyer, se despertó en mí curiosidad y admiración, y una indignación tal que ahora es la responsable de que comparta esto con el lector. La idea que se formó de mi lectura fue que Ocampo es una ensayista que ha sido desestimada como tal. Es cierto que ella contribuyó al hecho, al titular la recopilación de sus ensayos Testimonios, por más que hubiera tenido claro que, al escribirlos, seguía el camino de Montaigne, y aun cuando hubiera llegado a formular una especie de poética de lo que se proponía al escribirlos: "Lo que yo escribo no es exactamente crítica literaria, sino algo que mezcla la vida con la lectura, ambas a la vez: lo que leo y lo que vivo y, según supongo, lo que vivió el autor. Es lo opuesto de Borges, que piensa que la literatura es una cosa y la vida del autor otra, y que la vida no tiene cabida en la literatura. Yo no puedo separarlas."

Y es que el término testimonio se presta a ser malinterpretado, como puede serlo el de recuerdo personal. De los ensayos de Ocampo, el propio Anderson Imbert destaca los recuerdos personales "por ser lo que más se admira" entre ellos. Pero si uno de los mismos es un retrato de Lawrence de Arabia es obvio que se desprende de lo que puede ser un recuerdo personal. Al haber sido elogiado por el hermano de Lawrence, cuando él prologó su traducción al inglés, es evidente que se trata de un texto con un valor más objetivo que el que suele darse al recuerdo personal, un valor que bien podría ser admitido en las consideraciones del arte; por lo menos, del arte literario. Por más que Anderson Imbert incluya a Ocampo en el apartado de Ensayo de su Historia de la literatura hispanoamericana, las líneas que le dedica, además de la condescendencia que implican, me traen a la memoria un episodio de la vida de Victoria Ocampo que, por otra parte, podría ser el origen real de que ella misma hubiera solapado su arte como ensayista literaria.

De muy joven, el primer ensayo que escribió fue sobre Dante. Y quiso mostrárselo a Paul Groussac, amigo de su padre y, por entonces, director de la Biblioteca Nacional, aparte de crítico temido. Ocampo, suficientemente segura de sí misma, estaba preparada para exponer su trabajo a la crítica más rigurosa. Pero le fue mal. Groussac la menospreció, y me temo que la menospreció por mujer. Si no, Ƒpor qué le aconsejó que, si se empecinaba en escribir, se dedicara a temas "personales" y "femeninos", y que, en todo caso, no pretendiera tratar nada profundo, ni mucho menos a Dante? Ocampo dijo haber superado este primer descontón; Ƒlo superó?

Una mujer, capaz de sintetizar un conflicto con el conde de Keyserling con la frase "acordemos disentir", no es tonta; una adolescente capaz de expresar su impresión ante el Infierno, de Dante, como lo que sintió, de muy niña, la primera vez que, bañándose en el mar fue "envuelta y derribada sobre la arena por el magnífico ímpetu de una ola", es poeta. Quiero decir que, esa sensibilidad, aunada a un conocimiento profundo de algo, pueden bien corresponder a un ensayista literario, como Ocampo, que, en la carta al lector de sus Testimonios los define así: "En todos nosotros se agitan, eternamente, pequeños objetos coloreados: pensamientos, sueños, emociones, recuerdos. En todos nosotros un juego de espejos y de tumulto cotidiano combinados reagrupa esos pequeños objetos que no cambian, dándonos la ilusión de una variación infinita sometida a leyes de inexorable simetría", que son palabras de un creador que, intuyo, por no ser tonto, por tener la sensibilidad de un poeta, y, ay, por ser mujer, no podía sino haber sido desdeñado en su verdadero valor.