DOMINGO Ť 2 Ť DICIEMBRE Ť 2001
Carlos Bonfil
Harry Potter
ƑQué tan fantástico puede ser hoy el reino de la mercadotecnia? El estreno mundial casi simultáneo de Harry Potter y la piedra filosofal (Harry Potter and the sorcerer's stone), de Chris Columbus, ilustra bien los alcances de la globalización mediática. El terreno era propicio: el conjunto de libros de la joven escritora escocesa Joanne K. Rowlings representa ya la venta de treinta y cinco millones de ejemplares en poco más de treinta países, y la cinta que se estrena en México esta semana es apenas la primera de múltiples adaptaciones en puerta (se anuncia para mediados del próximo año el estreno de Harry Potter y la cámara de los horrores). El éxito ha sido inmediato. La cinta rebasa en su primera semana los récords de Pearl Harbor, aunque tal vez sólo para sucumbir el próximo mes ante la embestida (ya programada) de El señor de los anillos.
ƑHasta qué punto el resultado justifica las expectativas? Ciertamente la variedad de efectos especiales e incluso la ambientación del castillo de Hogwarts, no refleja el talento de un artista del género fantástico (un Tim Burton, por ejemplo). En lugar de penetrar en un espeluznante territorio gótico cargado de misterio, incursionamos de lleno en un conocido parque de diversiones, la fábrica Spielberg, de la mano de un director rutinario, Chris Columbus (Mi pequeño angelito), al frente de una ambiciosa compañía productora llamada 1492, decidido a transformar una sugerente novela fantástica inglesa en la enésima aventura adolescente de los creadores de los Goonies.
Harry Potter, el niño huérfano, maltratado por su grotesca familia adoptiva, descubre el día de su undécimo cumpleaños, que es un joven mago marcado por la fatalidad (una letra grabada en la frente), obra de un villano, Lord Voldemort, que mató a sus padres recurriendo a la magia negra. Potter, el niño de anteojos enormes y valerosidad sin falla, deberá vengar a sus padres a fin de restaurar, con ayuda de dos amigos de su edad, el orden de bondad en Hogwart, reino de la magia. El reparo principal a la versión fílmica de la novela tal vez sea su duración de dos horas y media (la más extensa en películas infantiles desde Mary Poppins), no siempre aligerada por el ritmo ni por el interés de las escenas fantásticas. El arranque de la cinta rinde un discreto tributo al mundo de Dickens y a adaptaciones tan notables como Oliver (1968), de Carol Reed. Una escena estupenda: la manera en que el protagonista se hace transportar a Hogwart a partir de un andén inexistente en la estación de trenes de Kings Cross. Su llegada a la gran escuela de magia y los festines en el vasto refectorio son momentos también muy logrados. Habrá que retener los mecanismos de las escalinatas que cambian de orientación caprichosamente en un espacio de perspectivas inmensas, o la animación de las pinturas de los antepasados célebres (la brujería de alcurnia), y el juego de ajedrez, homenaje a Lewis Carroll.
Habrá que retener eso, pero apenas poco más que eso, pues el resto de la historia transcurre sin sorpresas, con el recurso sin reparos a los lugares comunes de la comedia juvenil hollywoodense, empantanándose en la rutina sin poder mágico alguno que le permita un nuevo respiro. Ejemplo de lo anterior es la secuencia de una suerte de juego de polo aéreo (el Quiddich), practicado por equipos rivales de brujos adolescentes, montados en escobas, en pos todos ellos de una alada bola dorada. Las peripecias del juego parecen destinadas a emocionar a niños y púberes en la sala de cine, y a dormir a sus padres, si acaso no sucede justamente lo contrario. Es evidente el tránsito de las promesas de la primera parte del filme -una atmósfera lúgubre súbitamente vuelta algarabía y caos-, a las certidumbres del producto patentado Disney donde ya nada sorprende, excepto tal vez el tiempo que se necesita para acabar con un villano.
Con todo, la elección para el papel estelar del carismático joven de doce años Daniel Radcliffe (David Copperfield, para la televisión inglesa; debut en el cine en El sastre de Panamá) es sin duda un acierto. Maggie Smith, tan imperturbable aquí como hace décadas en La primavera de Miss Brodie, encarna a una maestra bruja capaz de transformarse en felino para supervisar sus clases. Ella es una de las mejores recomendaciones de la cinta, y su intervención está sin duda mejor aprovechada que la de otro veterano, Richard Harris, quien se ajusta sin dificultades, pero también sin mayor brillo, a su papel patriarcal de profesor Dumbledore. Cuando Harry Potter penetra en el extraño depósito bancario de Hogwart, un edificio asimétrico custodiado por ancianos deformes, la cinta parece anunciar un relato crecientemente perturbador y absurdo, una experiencia fantástica con escasos asideros en el mundo racional de los adultos, algo capaz de desconcertar por igual a públicos de diversas edades. Sin embargo, Harry Potter y la piedra filosofal no arriesga un instante su calculada recuperación comercial. Si la fórmula funciona, y nada parece sugerir lo contrario, no sólo tendremos Potter para rato, sino también la certeza de que en el cine infantil de la globalización, lo fantástico será, de hoy en adelante, poder proponer algo original y sorprendente.