jueves Ť 6 Ť diciembre Ť 2001
Soledad Loaeza
...esos no volverán
a muerte de George Harrison ha puesto fin, ahora sí para siempre, a la fantasía que muchos entretuvimos desde 1970, año en que se separaron los Beatles, de que se reunirían de nuevo. Ahora sí sabemos que, como las golondrinas en el balcón, ellos tampoco volverán.
Ni siquiera habíamos aceptado que con la muerte John Lennon en 1980 se había desvanecido esa posibilidad. Tres Beatles eran menos que cuatro, pero todavía podíamos imaginar que los que quedaban podrían reproducir la música de nuestra adolescencia y prolongarla, o traducir con ella las preocupaciones de los primeros años de la edad adulta, como de hecho lo hicieron en alguna ocasión. Entonces probaron que la ausencia de uno podía ser camuflajeada por los demás. Pero dos ausencias son muchas, ahora sí ya no nos podemos engañar: los Beatles son cosa del pasado. Como también lo son la línea de camiones Juárez-Loreto, el cine Polanco, los discos de 45 revoluciones, las tardes provincianas entre semana en un Paseo de la Reforma con caminos de arena y sus destartaladas casas porfirianas.
Tampoco volverán las certidumbres mexicanas de esa época, que eran en apariencia indestructibles y sustentaban nuestra vida cotidiana y nuestro contento.
La estridencia de las primeras canciones de los Beatles de ninguna manera cimbró la firme convicción que nos había transmitido la posguerra de que el futuro era predecible. Las frivolidades de Adolfo López Mateos caían en gracia; era considerado un presidente joven y guapo, a pesar de que no era tan joven al iniciar su sexenio, y de que su gusto en el vestir dejaba mucho que desear con esos pantalones pachucos, anchos como faldas, que se cerraban en el tobillo, y sacos que le llegaban hasta las rodillas y las mangas hasta los nudillos.
Estábamos orgullosos de tener un presidente popular que fuera también presentable en el exterior. Sus devaneos tercermundistas avant la lettre eran considerados inofensivos hasta por el gobierno de Washington, aunque para la izquierda eran justificación bastante para aplaudirlo con entusiasmo, sin recordar siquiera quién había sido responsable de la represión a telefonistas, telegrafistas y ferrocarrileros entre 1956 y 1958. A doña Eva se le perdonaban los sombreros de tul y los vestidos drapeados, aunque fuera protestante, porque era una sólida maestra normalista, adusta y dueña de sí misma, que sin hacer aspavientos impulsaba desayunos escolares y el INPI.
En la época en que las primeras canciones de los Beatles llegaron a México sabíamos cuál iba a ser el tipo de cambio el año siguiente, cuánto iba a costar la leche y quién iba a ser presidente de la República. También sabíamos que si estudiábamos una carrera, aunque fuera corta, sin duda encontraríamos un trabajo bien pagado.
El acceso a la clase media parecía también asegurado por las artes del desarrollo estabilizador de Antonio Ortiz Mena, y ése era el vehículo más seguro para llegar al México mestizo, integrado y relativamente homogéneo que nos prometía Agustín Barrios Gómez, el periodista de la ensalada Popoff y de la industria orgullosamente mexicana, que reseñaban los grandiosos documentales con que se iniciaba cada función de cine. En ese México de las certidumbres pocos escucharon en la nueva música una amenaza o el rumor de las aguas profundas que disimulan las superficies tranquilas.
Con los Beatles llegó a México a principios de lo sesenta un rock and roll que, a pesar de tener el pelo largo, era de cara lavada y trajeado, mucho más aceptable, bien vestido y fresco que el inquietante espectáculo que ofrecía Elvis the pelvis, y más convincente que el muy meritorio rock en español. Las primeras canciones de los Beatles nada tenían de amenazantes; la música era rápida, estimulante, vital, pero la letra de las canciones era inocentona, pueril, libre de culpa, daba forma a los sentimentalismos precoces que no encontraban eco en el bolero, de una intensidad incomprensible y aterradora.
Cuando los Beatles llegaron a México, caminábamos una ciudad menos segregada que la de ahora; en el cine se mezclaban edades e ingresos; los ricos se conformaban con la legitimidad social de la clase media y a Ernesto P. Uruchurtu le gustaba pensar que gobernaba para todos los habitantes de la ciudad.
Después los Beatles cambiaron; dejaron de recortarse nítidamente la melenita de plato de cereal y optaron por la greña desordenada, sustituyeron la ropa convencional con abrigos afganos, fumaron mota y cantaron Lucy in the Sky with Diamonds; quedó al descubierto la naturaleza subversiva de su impulso creativo, pero lograron imponerlo. En 1965 el grupo Koes Bersaudara de Jakarta fue detenido y acusado de subversión por tocar sus canciones. Cuando los Beatles fueron a Japón el gobierno contrató a 35 mil agentes de seguridad especiales para mantener el orden los cuatro días que estuvieron en Tokyo. En 1974 John Lennon dijo que había visto un platillo volador y corría en círculos gritando "šVengan a recogerme!".
En México las nítidas certidumbres de antes se habían venido abajo en 1968, y desde entonces la música de los Beatles también había empezado a escucharse de otra manera, que tampoco volverá.