María Esther Pozo
Arreola
Lo había leído, pero lo conocí personalmente cuando yo tenía 19 años. Me le acerqué al finalizar una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras, le dije no sé qué cosa y, por alguna extraña razón, me dio su teléfono y me pidió que le llamara.
Unos días después lo hice y, a partir de
ahí, nos vimos durante meses casi todas las tardes (y siempre hasta
bien entrada la noche) con su amigo de años, Luis Lizalde (hermano
del poeta, Eduardo, y el actor, Enrique). Como yo tenía coche y
ellos no, me convertí un poco en su chofer, otro poco en algo como
su mascota y, en ciertos momentos aciagos, en su confidente.
Cuando llegaba al departamento de Arreola, en la colonia
Cuauhtémoc, frecuentemente lo encontraba jugando ajedrez con alguien,
después de lo cual nos íbamos a cenar a la cafetería
La Huerta, del hotel Camino Real, donde le preparaban a Juan José
algún platillo especial para su delicado estómago, del cual
siempre se quejaba.
En la entrada de la cafetería había unas esculturas que representaban frutas gigantescas: una manzana, una pera y un plátano, según recuerdo. Juan José siempre hacía comentarios respecto a las dos primeras en relación con su parecido al cuerpo de las mujeres. Años después, en una revista de las llamadas femeninas, descubrí que hay toda una metodología para encontrar la ropa adecuada, dependiendo de si uno se clasifica como pera o como manzana.
Arreola tenía mucho sentido del humor, como el que se refleja en su cuento sobre una muñeca plasti-sex, escrito mucho antes de que se inventaran estos juguetes de tamaño natural para los solitarios y/o los perversos.
Pero yo lo recuerdo básicamente como un hombre azotado: sufría de innumerables males físicos, algunos reales como los estomacales y otros ?muchos? imaginarios (lo cual no importa, puesto que si uno sufre el origen da igual); decía que padecía simultáneamente agorafobia (miedo a los lugares abiertos) y claustrofobia (a los lugares cerrados), por lo que nunca podía estar solo; cada tarde bebía vino blanco, desde muy temprano, y cada noche se quejaba de lo mal que le había caído; le agobiaba jugar ajedrez y odiaba perder, por lo que ?cuando se podía? jugábamos dominó y lo disfrutaba mucho porque no tenía que pensar como ocurría frente al tablero de las 64 casillas.
Pero la vez que más me impresionó fue una tarde que lo encontré solo. El departamento estaba completamente a oscuras (no le gustaba la luz natural, por lo que los focos ?pelones? siempre estaban prendidos). Juan José estaba sentado en posición de El pensador, de Rodin, y me advirtió que no podía decirme nada, pero me pidió que no me fuera hasta que llegara su hermano, porque ese día Luis Lizalde no había ido a acompañarlo.
Nos quedamos en silencio, en la penumbra. No sé cuánto tiempo pasó, pero a mí me parecieron siglos; me sentía sobrecogida. El no cambió de posición. Pero de pronto empezó a hablar, como para sí mismo. Contó una historia fantástica y coherente de cómo la noche anterior se le había aparecido San Agustín (este personaje le obsesionaba) y las terribles reconvenciones que le había hecho. Nunca supe si era el relato de un sueño, pero su sufrimiento era real.
Ahora que se ha ido, me lo imagino con su figura frágil y sus expresiones exaltadas y geniales, discutiendo con San Agustín, quien, en aquella ocasión, no aceptó el diálogo y sólo le tiró línea al atribulado Arreola. Ojalá que tenga un vinito blanco, bien seco, para acompañar la conversación y se organice el cuarto de dominó para desafanarse un rato de las reflexiones existenciales que lo persiguieron en vida.