viernes Ť 7 Ť diciembre Ť 2001
Horacio Labastida
López Obrador en el Zócalo
Lo reseñaron con exactitud María Esther Ibarra y Ricardo Olayo Guadarrama en el reportaje que publicó La Jornada (no. 6201), al advertir que "contrario a las expectativas de propios y extraños, el Zócalo lució lleno. Miles de personas escucharon por primera vez, de manera directa, a un gobernante local en la presentación de su informe de labores", aunque lo cierto es que este acontecimiento abierto, sin restricción alguna para los ciudadanos, nunca antes ocurrió en los 190 años de nuestra historia independiente, desde los agitados tiempos de Guadalupe Victoria hasta los actuales de Vicente Fox, comprendidos por supuesto los no pocos regentes de la capital de la República.
López Obrador lo hizo el decembrino domingo 2, y el resultado fue una limpia y honesta victoria de la democracia mexicana, bien escenificada en los momentos en que el pueblo espontáneamente reunido frente al antiguo palacio municipal aplaudió la política que se ha puesto en práctica. Y acentuamos la idea de democracia mexicana porque en nuestra historia la democracia que surgió en los siglos XVII y XVIII ha adquirido innovadoras connotaciones. El conflicto entre la aristocracia del antiguo régimen y las clases enriquecidas con base en sus actividades industriales se desenvolvió de manera progresista en el instante en que impuso un nuevo régimen sobre la primera. Se trataba de una distinta concepción del Estado. Mientras la nobleza monárquica proclamó a Dios como la fuente del poder público del rey, la burguesía en oposición a tal doctrina aseveró que el poder era del pueblo, y que éste por vía representativa lo confiaba a las autoridades, cuyos actos eran originados en la voluntad colectiva.
Cabe advertir que la tesis expuesta se corresponde en el nivel de las ideas a los múltiples efectos de la llamada revolución industrial inglesa, que suplió el modo de producción agrícola y mercantil del pasado monárquico, con el modo de producción de la modernidad fabril. En la explotación del campo halló sustento la aristocracia del pasado; en cambio, en las máquinas y el trabajo obrero cimentaríase la poderosa existencia de un burgués apuntalado en la proposición democrática que implica identificación de los intereses del pueblo en los intereses de los dueños del capital, o sea, una democracia en la que el poder político del Estado queda en manos personeras de los señores del dinero. Forjado a partir del fracaso de la Revolución Francesa, que en términos históricos concluyó en la autocracia de Napoleón I, el otro concepto de democracia niega la ecuación de burguesía y pueblo y por tanto asume que el poder del Estado corresponda al pueblo y sus representantes.
Las anteriores corrientes de filosofía política se infiltraron en México y han dado lugar a dos maneras de entender y llevar adelante las funciones estatales. La mayoría de nuestras administraciones ha favorecido y favorece al gran capital asociado a las inversiones extranjeras o a las exigencias inmediatas y mediatas del capitalismo trasnacional. Las consecuencias son obvias: las más altas proporciones del ingreso nacional van a dar a los bolsillos de los círculos acaudalados. Pero también hay gobiernos distintos. Gómez Farías en 1833, Emiliano Zapata y el reparto de tierras que hizo en Morelos, el yucateco Felipe Carrillo Puerto antes de su ignominioso asesinato, y Lázaro Cárdenas al liquidar el maximato callista, son ejemplos, sobre todo el último, de un Estado democrático que vincula el poder político con la justicia social, en los términos exigidos por la generación insurgente de 1813.
Ahora bien, volviendo al informe de López Obrador y el pueblo reunido en el Zócalo, no hay duda de que el gobierno de la ciudad forma parte de las autoridades que buscan poner al poder del Estado al servicio del bien de las gentes y sus familias. Siendo esto así, es válido llenarnos de optimismo al pensar en el porvenir de la patria.