Enrique
López Aguilar
Cuando un artista ofrece su obra al público, puede creerse que lo hace movido por un íntimo deseo de compartir algo que le parece digno de eso, pues le concede, sin duda, un mínimo valor estético; o porque le ha dedicado tiempo y esfuerzo, y la publicación cristaliza el arduo camino emprendido; o porque está convencido de estar diciendo algo novedoso, propositivo o importante; o porque tiene deseos de expresarse y se encuentra convencido de que su obra podrá decirle algo a alguien; o por todo ello junto. Lo que parecería inverosímil es que lo haga movido por el exclusivo deseo de ser famoso, o de alcanzar un éxito inmediato que lo convirtiera en best seller, con el dinero, el éxito, el prestigio y, tal vez, el poder que conlleva. Este último impulso, casi nunca confesado (porque su explicitación supondría reconocer rasgos mezquinos, narcisistas y egocéntricos en el fondo de la vocación artística), no deja de ser el verdadero fundamento de muchas vocaciones, lo cual podría ser legítimo en términos del deseo de alcanzar una posición confortable y reconocida en el medio en que se trabaja pero que, en el caso del arte, viene a ser una especie de equívoco y una mala elección. Las oportunidades en el mundo de los negocios, la política y otras actividades más remunerativas, superan con creces lo que se puede conseguir en el arte. Aún así, hay quienes, en su fuero interno, desean elaborar una obra personal publicable (es decir, ofrecida y expuesta al público) para cumplir con tales expectativas. Los caminos de la fama no son como se han pensado... por el contrario, requieren de un empeño particular para obtenerla, y de una notable conciencia y capacidad de autopromoción pues, como se sabe, ni los editores, ni las galerías, ni las compañías disqueras, ni los empresarios teatrales, ni las orquestas van a buscar a un desconocido. Y esta palabra ya crea un contexto interesante para el proceso de la fama: ser conocido, ser reconocido sugiere que dicho acto implique calidad, aunque eso no sea cierto. No sólo en el presente, sino en la historia del arte, se constata que lo más reconocido no es necesariamente lo mejor en el universo de la producción artística, ya que puede suceder que alguno de los mejores artistas de una generación haya fracasado en sus intentos de ser aceptado porque su obra no gustó en el momento (y, por tanto, el público no vio la importancia de la misma), o porque no supo promoverse, o por muchos otros imponderables: es el caso del hoy famosísimo Mahler, cuya obra musical fue bastante despreciada por sus contemporáneos, o de los hoy muy cotizados Van Gogh, Modigliani y Frida Kahlo, quienes, en su oportunidad, apenas alcanzaron éxitos modestos: los cuatro mencionados no sólo estarían sorprendidos de la fama que ahora gozan, sino del dinero que su obra ha permitido ganar a los negociantes del arte. ¿Qué se requiere para ser famoso? Aparte de producir una obra que valga la pena, tener la ambición y las agallas de Julien Sorel: saber hacerse de contactos y tener voluntad escaladora, convertirse en un artista social que sepa dejarse ver en presentaciones, inauguraciones y estrenos, saber colocarse para que los jerarcas culturales se fijen en uno y lo comiencen a aceptar en el círculo interior, de donde puede salir una buena recomendación para llegar sin sobresaltos a la editorial más cotizada (o a la galería, la orquesta, el promotor teatral...); desde ahí, el nombre del interesado comenzará a citarse en otros círculos, y comenzarán a llegar invitaciones para congresos, exposiciones, recitales y todo tipo de cosas hasta que, de pronto, sobrevenga la publicación de la obra en el lugar adecuado y, tal vez, la fama. A estas alturas, pudo haberse deteriorado la calidad del trabajo personal por el tiempo invertido en promoverlo, o puede ocurrir que el público acepte una fama súbita pero frágil, de ésas que caen en el olvido de todos porque la esperada segunda obra no supo estar a la altura de la anterior, y la tercera, lo mismo. Muchas aguas han estado como para chocolate en la historia artística reciente y se han enfriado cuando más chocolate se esperaba de ellas, y otras sólo han sido golondrinas extraviadas que no supieron hacer verano. Claro que, mientras tanto, la gloria de una efímera fama pudo ser imán de ventas para esa flor de un día, destinada al olvido. ¿Y la obra? ¿Y el público? ¿Y los motivos que impulsan a publicar una obra? Buscar la fama per se, es poner la carreta delante de los caballos, pues requiere de mucha inversión de tiempo y esfuerzo, los cuales se consiguen a expensas de la calidad de la obra, la cual debe tener algo para que avale ese otro esfuerzo empresarial. Por otro lado, el público, receptor indiscutible de la obra de un artista, puede juzgar variablemente una obra y una fama, a pesar de las construcciones mercadotécnicas de prestigios, por no mencionar que ese tipo de fama se asocia con la pérdida del tesoro de la privacidad, cosa que ya debe estar calculada por las previsiones de los buscadores de prestigio. Michel Tournier ha dicho que él no escribe para ser famoso sino para tener lectores, es decir, una suerte de masa crítica, de espejo e interlocución para hablar del mundo desde su obra, y esa debería ser la intención del artista. La verdadera fama no siempre llega en vida, o lo hace por otros caminos: el verdadero trabajo artístico es íntimo y callado, y lo demás viene por añadidura, si viene.
Fantasías acerca del CISEN En estos días se habla mucho de espionaje. Se ha dicho que si la cia y el fbi hubieran prestado atención e incluido traductores del árabe en la nómina, los atentados se habrían podido evitar pues se supone que existen centenares de grabaciones de conversaciones telefónicas hechas por los terroristas, llenas de datos, y que estas cintas estaban arrumbadas en cajas, pues no había nadie que las tradujera. Eso me parece extraño por partida doble: ¿cómo es posible que los servicios de inteligencia de Estados Unidos fueran tan negligentes? Si se tomaban el trabajo, que me imagino ha de ser arduo y tal vez caro, de grabar las llamadas, ¿por qué no las mandaron traducir? Me imagino a un espía un güero en mangas de camisa que usa lentes y pelo a la brush que llega a una oficina de la cia o el fbi con cara de aburrimiento. Lleva una caja con decenas de cintas: unas en árabe, otras en chino, en dialecto checheno, en uzbeko, tal vez. No tiene a quién dárselas. El tipo en cuestión lleva varios días metido en una camioneta o en un cuarto, espiando a los sospechosos, oyendo todo sin entender ni jota, paralizado de tedio mientras su MacBurger o su pizza se enfrían (se nota que veo mucha tele). Mete las cintas en una bodega, como las de los Expedientes X, y las olvida. Qué raro. Y lo más extraño, me parece, es que los terroristas discutieran sus asuntos por teléfono, ya que todos nacieron en países en los que la vida privada de los individuos no está protegida. Ni la privada ni la pública. Aquí, después de que nos enteramos de que ni los hermanos de los ex presidentes, ni el presidente Fox, durante la campaña, ni nadie, se escapa del espionaje telefónico, me parece difícil que alguien que tenga algo horrible entre manos lo planee por teléfono. En primer lugar, porque todos, inocentes y culpables de lo que sea, creemos desde antes que, como decía Pedro Ferriz padre, "un mundo nos vigila". Yo tengo una prueba. Hace unos años, frente al departamento donde vivo, hubo un asalto como a las cuatro de la mañana. El ruido nos despertó, así que hablamos al 08 para que viniera la patrulla. Me contestó un señor que me pidió mis datos, y como soy cien por ciento mexicana y poseo una innata desconfianza contra la autoridad, cortésmente se los negué. Le dije: "No, no. Soy vecina del lugar, y le aseguro que se está llevando a cabo un asalto. ¡Mande una unidad, por favor!" Colgué. Pensé que decir "unidad" le había dado un aire formal a mi solicitud. Pasaron los minutos. Nada. La policía no llegó. Los rateros se fueron, platicamos con las víctimas, les ofrecimos llamar a la Cruz Roja, o a quien ellos quisieran. "No", dijeron, "gracias." Muy maltratados, pero capaces de caminar, se fueron por su propio pie. Nos volvimos a dormir. A la hora sonó el teléfono. A las cinco y media, cuando el timbre del teléfono es como una campanada ominosa y hace que uno salte de la cama como si hubiera un temblor. Contesté: ¿Quién habla? Señora, ¿llegó la patrulla? preguntó solícitamente la voz que había contestado el 08, una hora antes. No llegó, pero ¿cómo sabe cuál es mi teléfono si yo no se lo di? No se preocupe, tenemos todo controlado. Si quiere puede suscribirse a un servicio especial: por equis pesos al mes, queda suscrita, y cualquier llamada de emergencia que haga será atendida rapidísimo. Claro que me suscribí, con la esperanza de que si algún día los necesitaba llegaran rayando (toco madera) y no averigüé más; eran las cinco y media y no funciono bien a esa hora. Un rato más tarde, mientras mi marido y yo desayunábamos tamales, discutimos el incidente y concluimos eso, que un mundo nos vigila, y que tiene "todo controlado". Por lo menos a los clasemedieros inofensivos como nosotros, porque los rateros se fueron muy campantes. Después de los varios escándalos de espionaje telefónico de los que nos hemos enterado, el mundo que nos vigila aparece dotado de unas orejas enormes y el teléfono tan privado como un vagón del metro en hora pico. Me pregunto cómo le harán los espías, pues los mexicanos somos muy dados a cantinflear. Podrían oír cosas como esta durante horas: ¿Ya estuvo? dice un sospechoso. ¿Qué, el dese? contesta el otro. Pues sí, el dese, o qué. No le he preguntado a Molcas. Entonces, ¿aquél no sabe? Pus no, pero a lo mejor ya etcétera. Y me imagino al escucha, la versión mexicana y del cisen del tipo aquél de la cia, mirando con hambre una torta cubana, pero firme, oyendo. Es inevitable que el ciudadano normal como uno, se haga cruces elucubrando qué pensarían de él los espías si alguien llegara a monitorear sus llamadas. Ese alguien sabría que no fue a la comida con las tías, no porque estuviera resfriado sino porque odia las albóndigas con arroz que hace una de ellas, que no llegó a tiempo con su mujer, no porque se le ponchara una llanta, sino porque se metió a la cantina En fin. Una vez leí una transcripción
de una llamada de un ex amigo del ex presidente, en la que el ex amigo
insultaba a diestra y siniestra. Pero en la transcripción, las groserías
quedaron púdicamente ocultas bajo un paréntesis que decía
así: (expletivo). No puedo creer que alguien que ejerce una actividad
tan profundamente opuesta a la buena educación como espiar conversaciones
ajenas, se apene a la hora de transcribir malas palabras. Pero en México,
por lo visto, hay rarezas como ésa, y más.
Noé
Morales Muñoz
Zorros
Chinos
Ocupándose de la figura de Luis Buñuel, José Donoso alude en un escrito al estudio de Leon Edel, Portrait of the artist as an old man, en que el estadunidense hace una suerte de apología de ese sector de la sociedad al que ahora el gobierno del cambio pretende rebautizar, en otro lance de alta retórica, "adultos en plenitud". Edel propone dos ejemplos para cimentar su tesis: Henry James y W.B. Yeats, quienes se rebelaron al ocioso destino que les deparaba la senectud y produjeron algunas de sus obras más importantes cuando rebasaban los sesenta y cinco años. A estos dos nombres, el siempre coherente (murió a los noventa años, cuando aún producía) analista literario de Pittsburg suma otro con el que Donoso se permite disentir: Leon Tolstoi, cuya obra tardía no representa para el novelista sudamericano punto de comparación con la magna producción de su etapa adulta. Sin embargo, la idea de que el artista no debe clausurar su creatividad y dedicarse al macramé y a tejer chambritas en una cómoda mecedora una vez que el cuerpo comienza a cobrarle facturas, se antoja sensata y, sobre todo, muy justa. En este país nuestro, tan torpe en su trato hacia los viejos, no faltan tampoco casos que confirmen la teoría de Edel. Contraviniendo una costumbre malsana que la política oficial se encarga de fomentar (con programas cuya única finalidad es hacerlos sentir menos inútiles de lo que realmente son considerados), algunos artistas han respondido con productos más que decorosos a esa serie de homenajes que parecen sólo un gran ensayo para su misa de cuerpo presente. Y para muestra un par de botones. No conformes con el sospechoso título de decanos que el medio teatral les ha impuesto, Luisa Josefina Hernández culminó hace un par de años una tetralogía, y Emilio Carballido publicó el año pasado tres obras, una de las cuales, Zorros Chinos, se ha estrenado recientemente en la Sala Xavier Villaurrutia, con dirección de Carlos Corona y el auspicio de la resucitada Compañía Nacional de Teatro. A más de cincuenta años de que Novo le estrenara su primera obra, Carballido se sitúa como una referencia obligada de las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo xx. Heredero directo de la tradición iniciada por Usigli, el autor veracruzano, junto con sus contemporáneos (la propia Hernández, Sergio Magaña y Héctor Mendoza, entre otros), coadyuvó a conformar los rasgos de identidad del teatro nacional. Dueño de un estilo bastante próximo al retrato costumbrista, en nuestros días las obras de Carballido siguen siendo, a pesar del paso del tiempo, presencia constante y recurso manido en escuelas de teatro, festivales escolares y antologías de género. Tomando en cuenta este último antecedente, no hay por qué llamarse a engaño al momento de presenciar la escenificación de un texto que, si bien reciente, permanece fiel a la línea estilística que ha sido sello distintivo del autor. Situada en un pueblo del México de los últimos años de la Colonia, la obra presenta la irrupción de una especie de secta oriental, los Zorros Chinos, en la rutina de una comunidad en la que el rol de la mujer se asemeja al del mero ornamento. Las consecuencias de esta peculiar migración afectan al sector femenino, que los Zorros se encargan de menguar en número mediante extrañas desapariciones, en las que las raptadas acceden a un mundo onírico que las aproxima a la felicidad total. El proverbial repudio de Carballido al machismo se hace patente y se desliza por una dramaturgia ortodoxa, con pasajes abiertamente líricos, que se vale de un realismo a ultranza no reñido con lo simbólico. En Carlos Corona se aprecian dos claras líneas de trabajo: por un lado una farsa estridente, con altos índices de irreverencia (Ubú Rey, El Melancólico), y por el otro un desenfadado acercamiento, más o menos logrado, a textos menos delirantes mediante un lenguaje que coquetea con el realismo mágico (Los Pilares de la Cárcel, con textos de Elena Garro). En Zorros Chinos, que se apega a la segunda, su abordamiento a contenidos muy distantes de su estilo parece inconsistente. Con los protagónicos resueltos desde su adjudicación (Haydée Boetto como Yuriria, la abnegada madre en viaje iniciático, y Gabriel Porras como el elegante y revulsivo Príncipe Wu), el director no alcanza a amalgamar a un elenco numeroso y ecléctico en registros y posibilidades. Si por un lado algunos comodines consiguen caracterizaciones relevantes merced a su polivalencia (Julieta Ortiz en el rol del pedestre mozalbete Domingo; Ricardo Ezquerra y su fiel Criado; Micaela Gramajo, quien a su cuádruple tarea actoral añade canto y ejecución de flauta), algunos otros, como Juan de la Loza, se sienten rígidos y faltos de matices. A esta irregularidad hay que añadir el intento de Corona por apuntalar, quizás innecesariamente, el evidente lirismo que Carballido requiere en varios pasajes de la obra, lo que desemboca en lagunas de tempo que hacen que su puesta se atore ostensiblemente. Dicha irregularidad parece haber contaminado de igual manera el trabajo de los diseñadores. La escenografía de Juliana Faesler, poco vistosa y limitante por su sencillez, se contrapone al portentoso vestuario de María y Tolita Figueroa, especialmente en los vestidos orientales. Y el uso de títeres, debidos a la propia Boetto y a Guillermo Méndez, se vuelve superfluo como recurso expresivo, al contrario de la emotiva partitura y ejecución musical en vivo de Mariano Cossa. Contradicciones que transforman el producto en un objeto deleznable y distante de los mejores momentos de un director de propuestas tan imaginativas como arriesgadas. |
Julieta
Fierro: el placer
¿Cuándo empezó el tiempo? ¿Por qué todos los mundos son redondos? ¿Cuándo nació el sistema solar?¿Por qué existe la atracción gravitacional? Todas esas preguntas que hace siglos se plantearon los filósofos para tratar de explicarse el mundo son las mismas que la astrónoma Julieta Fierro Gossman (DF, 1948) escucha de niños de kinder, niñas sordas y adolescentes de secundaria; personas que le revelan enorme inteligencia y a ella la motivan a continuar entusiasmándose por la ciencia y a generar en los demás el placer por el conocimiento. Supone que de niña veía las estrellas. Lo único que recuerda es una madrugada en que su padre la despertó para ver un cometa. Fue una revelación. Un descubrimiento que creció y se afianzó cuando consultaba libros de Time Life sobre las galaxias y cuando sacaba puro diez en matemáticas frente a los ceros en la gramática del francés. "Lo científico me llenaba de felicidad y curiosidad. Desde chiquitita sabía que sería científica pero también quería ser cirquera y mamá." Hacedora de malabares en la carpa no fue, pero sí se vio obligada a la tarea de mamá con trece años y el cuidado de dos hermanitos (de dos años y de uno) ante la ausencia de una madre fallecida y un padre que le preveía un futuro a cargo de la familia. Fue cuando le nació una rebeldía infinita. "Pobre papá. Y lo peor de todo es que no me sentía especialmente mala por negarme a cuidar a mis hermanos. Al contrario, me consideraba maravillosa, así que me metieron a un internado de monjas." Pasó el tiempo, Julieta se escapó de su casa para seguir estudiando y aquellas lenguas extranjeras que le sacaban canas y ceros, le ayudaron a sostener sus estudios gracias a la tarea de interpretación simultánea. Era justo el año de 1968. "Todos hablaban de revolución y yo hice mía una revolución interna. Empezaban a circular más ampliamente los anticonceptivos y para todas las mujeres fue una liberación." Estudiar ciencias era también un acto revolucionario. "Claro, casi no había mujeres como sigue sin haber muchas ahora. He ido a congresos de astronomía en Alemania y soy la única mujer. En la India y en Jordania ni siquiera es concebible. En el mundo árabe causé problemas a los organizadores de un congreso al que fui invitada porque no podía sentarme a comer con los varones. En las memorias que se hicieron del encuentro jordano ni siquiera salió mi nombre, aunque a la hora de la ponencia todo mundo me escuchó. Es terrible y creo que esa cuestión cultural será difícil de cambiar en mucho tiempo." La resistencia en México no la ha sufrido tanto. Su dificultad fue subsistir mientras estudiaba y también contrarrestar ciertos prejuicios "como eso de que si eres mujer resulta más fácil sacar buenas calificaciones... por ciertos encantos", lo cual le resultaba hiriente antes y ahora. "En general mis planteamientos son propositivos, no de enfrentamiento. Considero que si hubiera más mujeres en puestos de toma de decisión estaríamos en un mundo más cómodo, balanceado. Y no es por un afán de competencia sino para complementar las decisiones de los hombres, al tomar en cuenta nuestras especificidades." Muchos años de estudio han hecho que, entre los cien astrónomos mexicanos activos en la actualidad, Julieta Fierro sea la mujer más reconocida en el país y en el extranjero en su área ligada al estudio del Universo. Es Física y Maestra en Ciencias por la Facultad de Ciencias de la unam. Dirige el área de Divulgación de la Ciencia de la Universidad Nacional y preside la Comisión 46 de la Unión Astronómica Internacional (dedicada a la enseñanza de la astronomía). Es autora de veintitrés libros de divulgación científica, ha dictado doscientas conferencias en el mundo y hace colaboraciones para prensa, radio y tv. A ella se deben el diseño y la construcción de la Sala Universo del museo Universum (unam), y que organismos como la unesco y otros de Italia, Estados Unidos y México le otorguen premios por hacer popular la ciencia. Y es que desde que incursionó en el estudio de la materia interestelar y el sistema solar, Julieta Fierro consideró un desperdicio que los astrónomos dejaran enclaustrado su conocimiento en el aula o en el observatorio. "No concebí que cosas tan lindas estuvieran encerradas. El saber está allí para compartirlo." Por eso se dio a la tarea de entusiasmar a todos por la ciencia, de hacerles sentir el placer de entender. Si le habla a un niño sobre sus tenis, le explica que la suela antiderrapante se desarrolló para los astronautas y si se comunica con una ama de casa le comenta que los pañales desechables de su bebé tienen la misma tecnología que la del desarrollo espacial. Acepta que si bien a ella le ayudó la labor de traducción simultánea para llevar al lenguaje cotidiano los códigos de la ciencia, "a los científicos en general les cuesta mucho trabajo simplificar su conocimiento o no se dan cuenta de que vale la pena el esfuerzo". Por fortuna, dice, hay una tendencia en México a valorar cada vez más la divulgación y la enseñanza de la ciencia. "Todo lo relativo a la educación es a largo plazo. Espero que el interés crezca porque si la población hace suyo el conocimiento científico estará mejor equipada para tomar decisiones, resolver problemas, tener un pensamiento lógico y una mayor capacidad de crítica", sonríe la astrónoma que olvida siempre peinarse y ve cada día de trabajo como una fiesta.
Luis
Tovar
Perspectivas
del cine
mexicano (II) Un somero repaso de los enemigos del cine mexicano a los que nos referimos hace ocho días pone de manifiesto que ha habido de todo. Algunos de los ataques han sido absolutamente voluntarios, como el de la cadena de exhibición Cinemex, que no reservaba bien los boletos para Perfume de violetas poniendo a sus taquilleros a esgrimir el infantilismo de que la tenían registrada como "Nadie te oye", es decir, el subtítulo de la cinta dirigida por Maryse Sistach. Una de dos: o esto sucedió de manera deliberada, o los encargados de la programación necesitan unas gafas de verdad muy grandes para atinar con el título de una película y escribirlo bien en sus sistemas. Otros embates no parecen ser sino producto de un muy mal entendido afán de supuesto rigor crítico, según el cual las películas mexicanas guardan en su seno una ineludible desventaja, un puntito malo, producto del grave pecado de no ser extranjeras, o, peor aún, de no ser estadunidenses. Muchas personas críticos y escribidores de cine, así como público en general todavía sacan la regla más grande, la más inalcanzable, para "medir" la estatura de nuestro cine, mientras que el empacho de tanto jabón hollywoodense les deja la vista lo suficientemente gorda como para dar por buenas películas que muy difícilmente pueden ser consideradas como productos culturales. Para documentarlo, basta echar un ojo a la cartelera de hoy o a la de la próxima semana, que lo mismo da. Ésos y otros boicots, voluntarios o involuntarios, le impiden a mucha gente ver con claridad algo en lo que, en mi opinión, deberíamos estar de acuerdo: en términos de diversidad temática, de calidad técnica y de oficio formal, nuestro cine no se encuentra en mejores ni en peores condiciones que muchos otros, y, quizá más importante que un cotejo hacia fuera que nos ponga en riesgo de pensar aquello de "mal de muchos, consuelo de pendejos", es indispensable advertir que nuestro cine tampoco ha variado en sí mismo de algunos años a la fecha. Como no nos faltan cineastas, es decir, como no nos falta gente que seguirá haciendo cine a pesar de que las condiciones puedan volverse todavía más adversas; a pesar de que tantos otros involucrados ejerciten su mala fe o su mala leche en contra de este venerable anciano de ciento cinco años de edad, en cierto sentido podríamos estar medianamente tranquilos respecto del futuro de nuestro cine, pues ha resultado ser el moribundo con la más envidiable resistencia que se pueda imaginar. El punto aquí es decidir si es eso lo que queremos, si nos vamos a resignar otras tres décadas o algo así a seguir tronándonos los dedos porque sólo se han filmado cinco o seis peliculitas en lo que va del año, y de ellas quién sabe cuáles y cuántas van a exhibirse, y en qué condiciones. De lo que se trata, entre otras cosas, es de asumir si queremos volver a tener una industria cinematográfica y, con todo realismo, analizar si tal quimera es posible en las actuales condiciones económicas, o si por el contrario queremos ostentar, pero esta vez con fundamentos, aquel sobreofertado eslogan del "cine de calidad" que en su tiempo sólo produjo un esquema de jerarquías innecesario, profundamente injusto, acrítico y a la postre altamente dañino. No critiques En el primer caso, el de una hipotética nueva industria, e imaginando que instaurarla fuera posible aquí y ahora, es indispensable deshacerse de pruritos culteranos y aceptar que la llamada masa crítica requerida para que un producto de cualquier tipo alcance el estatus de "industrial", conlleva por fuerza un menoscabo en las cualidades intrínsecas de cada producto en sí. En otras palabras, si queremos una industria cinematográfica y es posible establecerla, nadie tendría derecho a denostarla porque sólo fuese capaz de producir un churro tras otro, y entonces deberíamos acostumbrarnos a ver una película olvidable seguida de otra película mediocre seguida de otras dos de las que mejor sería no hablar. El ejemplo de cómo suceden las cosas al respecto es materia de nuestra cotidianidad: la cartelera de cine está permanentemente llena de demostraciones de que la industria cinematográfica funciona así, y de que no es más que una cadena de consumo en la que lo único importante es llenar la sala de gente y los estómagos de la gente con comida chatarra, pues lo que cuenta en la industria es vender, independientemente del producto, el fabricante y el consumidor. En el segundo caso, el del "cine de calidad", el asunto puede ponerse todavía más peliagudo. Para empezar, habría que hacer realidad un verdadero sueño imposible: poner de acuerdo a un ejército de personas en cuanto a qué puede y qué no debe ser llamado "cine de calidad". Todavía está tan fresco el malhadado hábito de motejar así a toda aquella película producida o auspiciada por el imcine, que da repeluz imaginar siquiera que de nueva cuenta caigamos en semejante maniqueísmo. Se ha dicho varias veces en infinidad de foros, pero no está de más insistir en que esa entidad gubernamental no debería estar a cargo del financiamiento de tan alto porcentaje de nuestro cine, sobre todo si ese papel de productor o más valdría decir de salvador lo obliga a ir, muchas ocasiones en contra de su voluntad, en detrimento de otras funciones igualmente importantes, como la difusión, la promoción y la exhibición. De nuevo es la situación económica la que nos ha traído hasta el punto de que, durante largos años, al imcine se le debe casi toda la producción nacional. Lo que no debe perderse de vista es que estamos frente a una distorsión, que antes o después tiene que ser corregida, y que esta es una tarea que no sólo le corresponde al imcine, sino a quienes pueden tomar y no lo hacen o lo hacen únicamente muy de vez en cuando la estafeta en el rubro del financiamiento a la producción. (Continuará.)
Marcela
Sánchez
XXII
premio INBA-UAM
El Premio INBA-UAM fue convocado por primera vez en 1980 como resultado de una lucha tenaz del maestro Guillermo Arriaga. Desde entonces las jornadas del Concurso Internacional de Composición Coreográfica se convirtieron en el escenario más importante y, en términos reales, el único foro donde los coreógrafos pueden exponer sus propuestas y, si son finalistas, ver sus trabajos representados en el Palacio de Bellas Artes. De forma paralela al Premio INBA-UAM, desde hace tres años se instauró el Premio de la Crítica "Raúl Flores Guerrero", a instancias de un grupo de críticos integrado por Rosario Manzanos, Gustavo Emilio Rosales y Javier Barreiro, al cual fui invitada a integrarme como jurado a partir de esta última edición dedicada a la memoria de Carlos Ocampo (1954-2001), uno de los críticos más comprometidos con su tarea y quien fuera fundador de este reconocimiento. La importancia de un galardón de esta naturaleza estriba en la enorme necesidad que tiene la danza mexicana de ampliar los criterios de selección ante una obra artística. La crítica en cualquier terreno artístico es una tarea compleja porque siempre tendrá un sentido relativo y estará sujeta a la historia. La crítica que elogie o maltrate a las obras que sobrevivan dentro de cien años al embate del tiempo, estará registrada junto a ellas. El alto grado de conocimiento de las expresiones artísticas no es garantía para lograr esta suerte de adivinanza; se requiere además de una percepción anticipatoria de los movimientos artísticos y para ello el crítico se arriesga a opinar. Un crítico comprometido tendrá que sumergirse en el torrente de sensibilidades y percepciones de su tiempo para renovarse y, en su caso, aceptar los errores de apreciación ante una obra. Sin embargo, la opinión de los críticos, acertada o no, ha contribuido a escribir la historia de las distintas disciplinas artísticas. Aun con la irrupción de los medios de reproducción, las artes escénicas preservan su esencia efímera, lo que se traduce en que la crítica debe convertirse en un complejo análisis impresionista de lo visto y percibido, o corre el peligro de ser en una simple crónica o descripción de lo que ocurre en el foro. Para el crítico nunca será lo mismo presenciar a los actores y bailarines en el momento mismo de su interpretación, que siempre es única y distinta. Después de veintidós años de la primera convocatoria del Premio inba-uam, la danza mexicana se ha enriquecido con los creadores y bailarines que han persistido en continuar antes y después de haber participado en este premio. Sin embargo, el certamen se ha convertido más en un festival que en un premio internacional, en donde se han creado tres categorías de participantes, según los años de experiencia coreográfica. En realidad, un galardón de este tipo debería ser una convocatoria abierta para un premio único e indivisible de carácter internacional o nacional donde lo que se juzgue sea la obra y no si pertenece a un autor novel o experimentado. A la par deberían abrirse otras instancias exclusivas para los más jóvenes. El Premio de la Crítica se propuso
distinguir el rigor, la originalidad e inventiva de las propuestas concursantes,
tanto en su contenido formal como en el dramático; de igual manera
se comprometió a dar a conocer de manera pública los criterios
en los que basó su decisión. La obra premiada fue Teorema
de Anaximandro de Marco Antonio Silva, interpretada por el grupo de
danza-teatro Utopía, el cual había sido distinguido con el
II y con el VII Premio inba-uam (1981y1987). Teorema de Anaximandro
es una obra que contiene una propuesta arriesgada, contundente, que expone
una dramaturgia corporal distinta, aunada a la habilidad de un coreógrafo
maduro que logra en diez minutos crear una atmósfera enigmática
e inquietante. El jurado oficial del certamen parece haber apostado esta
vez por la oportunidad que es necesario ofrecer a los más jóvenes,
aunque la obra no refleje todavía la plena madurez de un creador,
o tal vez, la de premiar a un joven talento que contiene ya cualidades
prometedoras, como el de Mauricio Nava. Lo que no es comprensible es haber
dejado fuera de los finalistas propuestas como la de Galia Villarreal Maya,
Alicia Sánchez o Rafael Rosales. En ese caso, las bases de la convocatoria
deberían revisarse para limitarlas a los autores que no han obtenido
el premio. Dentro del marco del Premio inba-uam se da el reconocimiento
a mejor ejecutante tanto femenino como masculino. Sin dejar de reconocer
el rigor técnico de los premiados, nos sorprendió saber que
el premio no se le dio a otros bailarines como José Rivera, Rafael
Rosales, Roberto Robles o Alicia Sánchez, por haber rebasado los
treinta años, cuando sabemos que es la edad en que un bailarín
adquiere la calidad interpretativa, el aplomo y el dominio profundo de
su cuerpo; o talentos tremendos como el de Xitlali Piña del grupo
Delfos, o la presencia escénica de Gabriela Tavera.
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