La
Jornada Semanal, 23 de diciembre del 2001
355
El hijo idiota de Holden Caulfield Guillermo Vega Zaragoza
En su libro de crónicas, Polaroids from the dead (Harpers Collins, 1996), el canadiense Douglas Coupland teje su interesante teoría de la "desnarración". Conviene citarlo profusamente para que se entienda en toda su magnitud: "Se ha dicho que, en tanto que animales, un factor que nos diferencia de los demás animales es que nuestras vidas necesitan ser historias, narraciones, y que cuando nuestras historias se desvanecen nos sentimos perdidos, peligrosos, descontrolados y sensibles a las fuerzas de la aleatoriedad. Es el proceso por el cual uno pierde la historia de su vida: desnarración. La desnarración es el modo técnico de alguien que no tiene vida propia. Hasta hace muy poco, al margen de dónde hubiera nacido uno en el mundo, la propia cultura proporcionaba todos los componentes esenciales para la forja de una identidad. Estos componentes incluían: religión, familia, ideología, estrato social, una geografía, la política y una sensación de vivir dentro de un continuum histórico. De pronto, hace unos diez años, con el diluvio en nuestras vidas de los medios electrónicos e informativos, esas plantillas dentro de las cuales trazamos nuestra vida han empezado a desvanecerse, casi de la noche a la mañana. Se ha hecho posible estar vivo y no tener religión, ni vínculos familiares, ni ideología, ni sentido de la ubicación social, ni orientación política, ni sentido de la historia. Estar vivo y desnarrado. En un entorno hipoinformativo, pretelevisivo, etcétera, las relaciones sociales eran la única forma de diversión posible. Ahora disponemos de métodos de enlace y control informativos que abarcan desde los contestadores automáticos a internet y que logran establecer relaciones en una medida que convierte en irrelevante la interacción corpórea. De tal modo que el diálogo interno se ha acelerado hasta alcanzar planos completamente nuevos, al tiempo que el contacto diario se ha convertido en un capricho obsoleto. Por todo ello, cuando a una persona desnarrada se le pide que nos cuente su vida, la respuesta es invariable: Hablar de uno mismo, qué vulgaridad." Hasta aquí la cita de Coupland, que de ninguna manera es gratuita, ya que el autor de la novela que nos ocupa menciona a este escritor en los agradecimientos incluidos al final del libro, por lo que de seguro las líneas aquí transcritas no le serán de ningún modo desconocidas. En Pixie en los suburbios, Ruy Xoconostle se dio a la infame tarea de narrar la vida de un personaje mexicano que, a golpes de regímenes neoliberales y globalifílicos, internet y antenas parabólicas, se ha convertido en un "desnarrado". Y lo logra a través de un texto divertido, corrosivo, mordaz, pero al mismo tiempo terrible, desesperante, descarnado; de un monstruoso monólogo interior de más de doscientas páginas. Escrita en un periodo de ocho meses en "una preciosa Apple iBook", la novela trata de contarnos la historia de Cukie, un ejecutivo de apenas veintitrés años, egresado con honores de una universidad privada, que trabaja en una empresa trasnacional avecindada en Ramos Arizpe, Coahuila (que "es un lugar espantoso; imaginen Bosnia-Herzegovina, pero recién bombardeada"), aunque en realidad él "duerme" en Saltillo, y que, para efectos de la narración, ubicada en un incierto futuro nada lejano, se ha convertido en una próspera ciudad industrial, con modernos edificios corporativos en medio de la miseria y el desierto. En el mundo de Cukie (que se parece endemoniadamente al mundo en el que deambulan hoy muchos jóvenes mexicanos, hijos de las clases privilegiadas de este país, y no lo digo nada más de oídas), la vida se vuelve las escuelas en las que se ha estudiado y los puestos que se han ocupado; la historia de cada persona se convierte en su currículum: "Yo soy el puesto que ocupo, y sin él no soy nada." Editor de la exitosa revista Quo, publicada por el consorcio editorial de Televisa y especializada en el tratamiento light de cualquier tema, desde la masturbación hasta la biotecnología, egresado él mismo de la Universidad del Nuevo Mundo, a sus veintiocho años y con esa sonrisa ladillosa que luce en la foto de la solapa del libro, Ruy Xoconostle debe saber un poco de lo que habla. Gracias a ese puesto, el protagonista gana más que lo suficiente para vivir en un condominio que "se parece a Melrose Place", y comprar todos los gadgets imaginables: teléfonos celulares, cámaras digitales, computadoras portátiles y hasta un robot que hace el aseo de su departamento. De la misma manera en que Patrick Bateman, el yuppie y asesino serial de American Psycho, de Bret Easton Ellis, se la pasa describiendo la ropa que usa, Cukie nos endilga farragosas descripciones de sus aparatitos, así como listas interminables de sus pertenencias, discos, películas, capítulos de caricaturas y episodios de series de televisión que ha visto; pasa noches en vela navegando en internet, descargando canciones y escribiendo correos electrónicos sin sentido. Igualito que los "microsiervos" (empleados de la empresa Microsoft, obsesionados con la tecnología informática) de la novela del mencionado Coupland. La paradoja es ésta: a pesar de que cuenta con un chingo de gadgets para obtener información (de hecho está hiperinformado), no se comunica con nadie. Y, a pesar de que constantemente se caracteriza como parte de una generación, no pertenece realmente a ninguna: "Mi generación es la Generación Que Le Pone Etiquetas A Las Generaciones" (¡tómala, Douglas Coupland!), y al mismo tiempo se autodefine así: "Yo soy El Pequeño Gran Hombre Invisible." Cukie vive solo, pues su familia (madre, padre y dos hermanos) radica en Naucalpan, Estado de México, y se deprime. Pero el tiempo de sus depresiones dura lo que una canción. Una noche llora todo lo que dura "Perfect day" de Lou Reed: "Tres minutos con cuarenta y cinco segundos llorando pueden parecer poco tiempo, pero cuando estás deprimido te parece que has pasado toda la noche en vela." Y abunda: "Depresión. Solo. Vivir solo no es tan fácil como te lo han platicado. Es llegar tarde a un lugar lleno de máquinas pero muerto. Es convertirse en alguien sin sangre, sin tejidos, sin huesos. Es dormir solo. Es despertar solo. Es acompañarse por mtv o el radio. Y nadie más. Cuatro paredes. Blancas. Y. Tú. Solo. Solo sólo tienes que soportarte a ti mismo. Solo sólo tienes que verle la cara a una persona en el espejo. Sólo solo te conviertes en tu propio dios. Sólo solo te conviertes en tu propia familia, en el padre, la madre, la hija y el hijo. Solo eres todos a la vez." No tiene amigos, pues a todos los desprecia por imbéciles; se masturba, se mete una vela por el culo y fantasea que su asistente se la mama hasta dejarlo seco. Pero a diferencia del mencionado Bateman, que salía a matar pordioseros porque no le aceptaban limosna con American Express; o del esquizofrénico personaje Chuck Palahniuk en Fight Club, que sale en busca de tipos a quienes golpear para recuperar un poco de su masculinidad perdida; o en lugar de atascarse de antidepresivos, como en la novela Prozac Nation, de Elizabeth Wurtzel, Cukie se sale a mitad de las juntas del trabajo y se esconde en el laberinto de salas cinematográficas de un multiplex y ahí es donde conoce a la tal Pixie del título, que es empleada del lugar. A pesar de que se enamora de ella y la concibe como la única persona sensible del mundo (aunque desprecia su trabajo y su estilo de vida), sorprendentemente Cukie termina casándose con Midyet, la cachonda, perversa y arribista hermana de Pixie, a la que odia también, dado que es una adicta al trabajo, que en lugar de coger se pasa las horas ante la pantalla de la computadora, y de la cual no conocemos su voz, ya que Cukie no entiende nada lo que dice, pues sólo escucha gruñidos cada vez que ella abre la boca. Casado y todo, Cukie sigue viendo a Pixie, con quien nunca fornica ni nada. De hecho, su idea de lugar romántico es el supermercado y es ahí donde se citan en sus escapadas. Un día, Cukie se entera de que solicitan personal en el supermercado para acomodar mercancía en la noche, pide el trabajo y se lo dan. Como el personaje de la película Belleza americana interpretado por Kevin Spacey, Cukie se siente verdaderamente feliz en un trabajito así, pues no tiene ninguna responsabilidad. Pasa el tiempo, hasta que el jefe de Cukie en la empresa trasnacional lo encuentra como empleado del supermercado, pero en lugar de sorprenderse, ¡el jefe es tan imbécil que cree que Cukie está haciendo algún tipo de "investigación de campo" para saber lo que quieren verdaderamente los clientes! Peripecias por el estilo se suceden a lo largo de diez capítulos que se pasan como agua, en un estilo vertiginoso y estridente, plagado de anglicismos, neologismos e idiotismos, que hacen añorar (en realidad muy poco) aquellos que hace más de treinta años eran considerados "atrevidos experimentos de lenguaje" de José Agustín. Dado que sigue "una rica tradición de novelas con jóvenes como protagonistas", el redactor de la nota de la cuarta de forros yerra totalmente al emparentar esta obra con En el camino de Jack Kerouac y Trainspotting de Irvine Welsh. En realidad, Pixie en los suburbios parece descender involuntariamente de The Catcher in the Rye, de J. D. Salinger. Cukie es una especie de mexicano y trasnacionalizado "hijo idiota" de Holden Caulfield. Parece que los cincuenta años que separan ambas novelas pasaron en balde. Holden se niega a crecer, a madurar, pero las circunstancias de la vida lo empujan a ello. En cambio, Cukie ha crecido físicamente, pero no ha madurado mental ni emocionalmente; sigue siendo un niño, inteligente, sí, pero melindroso y cobarde; mordaz y crítico, gracias a la avalancha de información a la que tiene acceso, pero incapaz de lidiar con la mierda en la que va convirtiendo su vida. Por ello, el aliento desencantado pero a fin de cuentas esperanzador de la obra de Salinger se convierte en un absurdo melodrama al terminar la novela de Xoconostle. El solemne "Dramatis personae" que abre el libro en realidad parece el cast de un paródico sitcom, que se anuncia a gritos con este eslogan: "¡Carajo: este pinche país sería más soportable si las chavas estuvieran tan buenas como Jennifer Anniston, yo fuera tan guapo como Brad Pitt y los conflictos se resolvieran con la facilidad de un episodio de Friends!" El chileno Alberto Fuguet describe el libro
como una "bizarra novela fronteriza fronteriza en todo sentido: al límite,
alienada, generacional, enferma, cool, divertida, sampleada; es
como ver mtv en vez de hacer la tarea: es el tipo de novela que gana adictos
y enemigos." Y, muy acertadamente, Juan Villoro la considera "una historia
cargada de nitroglicerina sobre la generación Molotov
Los personajes
siguen historias a ritmo de zapping y hip-hop, pero saben que a
México la globalización llegó en calidad de ruina".
En efecto, Pixie en los suburbios es una escalofriante alegoría
del presente y el futuro de la "juventud dorada" de nuestro país
en el siglo XXI y de la sociedad que la ha engendrado,
y con ella se inaugura en México la novela fast food, la
literatura efímera, perecedera, la del "cómetela antes de
que se enfríe", la del "úsala cuanto antes porque ahí
viene la versión 2.0"; una literatura que muy difícilmente
resistirá el paso del tiempo y trascenderá más allá
del "estreno de la tercera precuela de Star Wars", y que sin embargo
hay que leer si es que queremos enterarnos de una de las angustiantes posibilidades
de esta nación, antes de que la imbecilidad de sus gobernantes termine
por llevarla, ciertamente, al carajo. Aunque pensándolo bien: ¿quién
dijo que una dieta de Big Mac con papas fritas y Coca Cola bien fría
no puede saberle a puritita gloria a un pueblo muerto de hambre?
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