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Sergio Zermeño
ƑDerrota de la política?
Lo que verdaderamente alarma del caso argentino es el grado en que las instituciones políticas perdieron credibilidad ante los ojos de la población de aquel país, pero más grave aún es que perdieron credibilidad no sólo entre la población que se encuentra en la precariedad, sino claramente entre las clases medias y entre los sectores que, a pesar de la depresión de los últimos años, habían logrado mantener de alguna manera su nivel de vida y su esperanza en algún tipo de orden moderno (unificó a "ataviados y a deshilachados").
En los veinte años del "ensayo" neoliberal quedan ya muy pocas voces que no coincidan en que crecientes y mayoritarios agregados de nuestras sociedades, y en particular en países de apertura salvaje, como el nuestro, han sido desarticulados sin compensación alguna, afectados violentamente en sus ritmos de cohesión y de cultura, desordenados, atomizados y llevados a los escenarios más horrendos de la anomia, la enfermedad, la violencia y la degradación. Esto nos empujó a muchos a hablar de una derrota de las sociedades ante las fuerzas sin contrapeso de los grandes negocios en su colusión con los titanes estatales de la política mundial.
Pero lo que tiene a todo el mundo alarmado, y se ejemplifica con lo sucedido en Argentina, es que estamos asistiendo a lo que parece ser una derrota también de la política, de la institucionalidad política o, para decirlo con la terminología ad hoc: de las organizaciones del tránsito a la democracia. Vemos hoy esa institucionalidad asediada por partida doble: desde lo bajo y desde lo alto.
En efecto, al inicio el modelo neoliberal se nos propuso como inseparable de las instituciones de la democracia representativa (partidos, parlamento, sistema electoral...), advirtiéndosenos que al igual que "las escaleras se barren de arriba para abajo", la fortaleza institucional iría saneando la cultura cívica al tiempo que los beneficios de una economía reordenada y abierta irían "goteando" sobre los amplios sectores empobrecidos. Al no resultar cierto esto último, la arquitectura institucional debió conformarse con el modelo cínico de los dos pisos: aunque abajo la masa se hunda en la precariedad, la anomia y la incultura, lo que por ahora importa es que lo de abajo no contamine el espacio de acuerdos de los integrados, revelándose los pactos de gobernabilidad como instrumento clave de la nueva situación.
Se impuso, sin embargo un tercer escenario, en el que nos encontramos, en el que los de abajo y afuera se han ido adentrando en el sistema institucional. Los partidos entonces van siendo "invadidos" por los caciquillos locales, de barrio, que pasean a sus desparpajadas y vociferantes clientelas por toda la ciudad, frente a todos los edificios públicos, y que están ávidos, en su pragmatismo, por pactar con quien sea, por acantonarse en las confederaciones tribales más disímbolas con tal de incrementar su poder político (los integrados intentan poner candados de todo tipo pero se ven obligados a abandonar poco a poco el piso alto ante la oleada desde abajo).
Hasta ahí la utopía del tránsito se encontraba en grandes dificultades, pero el golpazo desde arriba y desde el centro del poder mundial, ejemplificado por los sucesos de Argentina, deja a la política y al andamiaje institucional de nuestros países en la derrota total, destartalados por los embates desde abajo y desde arriba.
Ante un escenario así, no nos queda sino sentarnos a esperar lo inevitable: el regreso de los liderazgos personalizados, la hora del pueblo sonando de nuevo, el regreso de la política de masas como una tarabilla de la que América Latina no puede apartarse, esa fórmula reiterativa, ilusión de gobernabilidad que termina en el desastre y en la mano dura militar. Ahora nos encabezan Venezuela y Argentina, Ƒcómo iremos entrando los otros ante la mirada soberbia y llena de ignorancia de los asesores de los poderes financieros del mundo y de la gran potencia? En el latinobarómetro sobre democracia, el Congreso es la institución que ha perdido más confianza en la región en los últimos cinco años, al pasar de 73 a 53 por ciento.
Derrotadas nuestras sociedades, ya sólo nos queda asistir a la derrota de la política.
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