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Argentina: los signos de la catástrofe
La austeridad en la Casa Rosada, una metáfora del corralito y los saqueos
JAIME AVILES ENVIADO
Buenos Aires, 28 de diciembre. En medio de los saqueos en supermercados que convulsionaban a esta y otras ciudades de Argentina, el miércoles 19 de diciembre por la tarde Antonio de la Rúa, hijo del agobiado presidente en funciones, entró en su oficina de la Casa Rosada para redactar un documento por encargo de su padre.
"ƑQuerés un café, Antoñito?", le dijo su secretario particular. "No, cebame un mate", contestó el famoso novio de Shakira. "No hay, che. La yerba se nos terminó la semana pasada y no hemos comprado", se excusó el jefe de ayudantes. "Entonces preparáme un sándwich de jamón", propuso el junior. "Lo siento, flaco. La bandeja de los fiambres (carnes frías) está en la oficina presidencial", fue la nueva respuesta.
En este clima de austeridad e ineficiencia absolutas, Fernando de la Rúa presentaba su dimisión al día siguiente, después de haber decretado el estado de sitio, provocando con ello la protesta popular más formidable de todos los tiempos en Argentina y desatando una ola represiva que ocasionó la muerte de casi treinta personas, asesinadas a mansalva por la policía, seis en el centro de Buenos Aires.
La noche del jueves 20, cuando llegó en helicóptero a la residencia presidencial de Olivos, después de entregar su renuncia De la Rúa fue recibido con otra mala noticia por el jefe de la guarnición militar. "Doctor, se aproxima una columna formada por unas mil personas y nos informan que vienen con intenciones de asaltar", le expuso el uniformado. En ese momento había únicamente 14 soldados custodiando la vieja y hermosa finca.
De la Rúa no se inmutó. "Estaba muy tranquilo, siempre conservó la calma", dijo a este enviado uno de los hombres de mayor confianza del político. "Para defendernos, doctor, contamos con una tanqueta. El problema es que si una sola persona penetra en el recinto no podemos disparar. Si diez personas penetran, tampoco podemos disparar. Necesitamos que ataquen por lo menos cien personas para poder disparar", resumió el milico. "En cualquier caso, usted no se preocupe, doctor. Hay dos helicópteros para evacuarlo a usted y a su familia."
El relato da un salto en el tiempo y se reanuda treinta minutos después. La policía federal había contenido a los manifestantes a un kilómetro de Olivos y el número de soldados había ascendido a 70. Pero entonces, a la mañana siguiente, viernes 21, De la Rúa hizo algo que dejó atónitos a sus colaboradores. Uno de ellos recuerda: "Salió al patio y preguntó por su nietecita. Está en el auto, doctor, le expliqué. Y sin decir nada, caminó al auto, subió a bordo, encendió el motor y se fue con la niña, manejando él mismo, a dar un paseo por los jardines. ƑQué hizo en esos veinte minutos? Eso ninguno de nosotros lo sabe. ƑQué le pasaba por la cabeza? ƑDe qué habló con la chica?"
-ƑQué edad tiene la nietecita?
-Cuatro años...
Jamones itinerantes
El enviado escribe estas líneas con la televisión encendida, escuchando sin atención las noticias de este viernes 28, empapado en sudor por un calor de 33 grados con intensa humedad que al portero del edificio, desde hace tres días, lo mantiene, según dice, "en un pozo depresivo, che, sin ganas de nada".
Todo lo que dice y muestra la pantalla son signos de catástrofe. Hace unos minutos, pasajeros indignados incendiaron la boletería de una estación del tren suburbano en el barrio Once, por demoras en el servicio. En la ciudad de Santiago del Estero, los empleados municipales se han amotinado después de exigir y lograr la renuncia del presidente del ayuntamiento, que les adeuda cuatro meses de sueldo. En la Provincia de Buenos Aires se suicida un empresario ganadero, desesperado porque no pudo retirar sus ahorros, y para colmo renuncia David Expósito, presidente del Banco de la Nación, que había asumido el cargo apenas el miércoles en la mañana.
Antes de la crisis, que estalló en febrero, las reservas nacionales ascendían a 36 mil millones de dólares. Hoy se han reducido a 3 mil. De febrero a julio de este año salieron 19 mil millones de dólares, ahora depositados en Brasil, Miami, islas Caimán, Suiza y otros paraísos fiscales. El resto se lo chupó la deuda externa.
Pero en la Casa Rosada, antes de febrero, había dos refrigeradores llenos de agua, refrescos, jamones, salamis, quesos. Uno estaba en la oficina de De la Rúa y otro en la de Antoñito, su hijo. Tanto al viejo presidente como a su retoño les gustaba comerse un sandwichito a media tarde, quizá para combatir el perpetuo estrés. Cuando se impuso la austeridad en el palacio de gobierno, quesos, panes y jamones fueron colocados en un carro de rueditas que seguía al mandatario a lo largo de los laberintos del poder.
Por eso, cuando el miércoles 19 en la tarde Antoñito quiso embucharse un bo-cadillo, su jefe de ayudantes se encogió de hombros porque el carrito de los jamones ya no estaba a su alcance. Era una grotesca metáfora de lo que estaba sucediendo en millones de hogares por todo el país. Hordas de desesperados habían em-pezado a saquear los grandes supermercados ese día por la mañana. A efecto de no re-primirlos, la policía combinó un plan con los comerciantes. En muchas tiendas se dijo a la gente que les regalarían paquetes con artículos de primera necesidad. Pero no fueron suficientes para aplacar el enojo de las masas.
Al ver las imponentes vallas policiacas que protegían las grandes tiendas, los pobres arremetieron contra los estanquillos de los coreanos, tan jodidos y endeudados como el que más. Y allí no intervinieron las autoridades, dejando que los pobres se enfrentaran contra los pobres, en el vértigo de un desorden colosal. El fenómeno de los saqueos llevaba una semana extendiéndose por el interior de Argentina. Primero en Mendoza, al pie de los Andes, luego en la provincia de Co-rrientes y en muchas otras localidades de escasa población.
Corralito y estado de sitio
Para contener la fuga de capitales, en julio de este año el nuevo ministro de Economía de De la Rúa, Domingo Felipe Cavallo, que había sido también la eminencia gris del gobierno menemista, ideó un mecanismo cuyo propósito era reducir el dinero circulante. Surgieron así los patacones, facsímiles de dinero de baja denominación -con valor de dos, cinco, 10, 20, 50 y cien pesos-, que eran en realidad bonos de deuda garantizados por el Estado con vencimiento a julio del año entrante.
A quien para entonces tenga patacones, el banco le restituirá su valor en pesos con un añadido de 7 por ciento. Y a imagen y semejanza de los patacones nacieron los cecacores en Córdoba, los quebrachos en Chaco, los bonfles en Entre Ríos, etcétera. Pero ante el agravamiento de la crisis se ordenó una nueva emisión de patacones, los de la serie B, con vencimiento en el año 2006.
Como estas medidas tampoco desalentaron la fuga de capitales, el 3 de diciembre el gobierno de De la Rúa implantó el corralito, una restricción por medio de la cual nadie puede sacar del banco más de 250 pesos (dólares) a la semana. Pero el sentimiento de vejación que el corralito impuso entre las clases medias tensó los resortes de una explosión de descontento que acabaría con De la Rúa y Cavallo sólo 17 días después.
La noche del histórico 19 de diciembre, luego de una tarde de parálisis y asombro en la Casa Rosada, donde el presidente y sus ministros oían las noticias de los sa-queos y se iban de espaldas, el gabinete en pleno resolvió que De la Rúa tenía que dar un mensaje a la nación. La radio y las televisoras comenzaron a preparar a la opinión pública, anticipando la comparecencia del supuesto hombre fuerte de la política argentina.
Hacia las 21 horas no había hogar donde no estuviese encendida la caja de la pantalla chica, en espera de las palabras salvadoras que pusieran fin a la convulsión. Pero De la Rúa entró al aire a las 22:45. Verlo, pálido, tieso, ido, y comprender que estaba en la luna fue lo mismo. Con voz monótona e inexpresiva, arrancó su discurso acusando a "grupos enemigos del orden de la república, que aprovechan para intentar sembrar discordia y violencia, buscando crear un caos que les permita maniobrar para lograr fines que no puedan alcanzar por la vía electoral".
Era, como resulta obvio, un puro y simple blablablá. Pero esos párrafos vacíos de imaginación eran también producto de la pluma de Antoñito, que los había redactado horas antes sin el auxilio de un mate o de un sándwich de jamón. De la Rúa agregó: "Comprendo las penurias que atraviesan muchos de mis compatriotas, las comprendo y las sufro". Y entonces, sin decir ni agua va, implantó el estado de sitio y su imagen se disolvió en el éter.
La debacle
He escuchado este relato decenas de ve-ces. Todas las versiones coinciden en que, al terminar el mensaje presidencial, en cuestión de minutos, en forma automática, a las ventanas de incontables edificios de Buenos Aires asomaron personas fu-riosas, gente común y pacífica que se sentía gravemente insultada por el gobierno. Cada cual cogió una cacerola y se puso a golpearla con lo que tuviera a la mano. Al comprender que la reacción era unánime, que el canto metálico de los balcones era ensordecedor y multitudinario, todo el mundo se lanzó a las calles con sus ollas de ruidos, y poco a poco se fueron agrupando en torno al Obelisco y en Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada, y en mu-chos barrios de la ciudad.
Hacia las dos de la mañana, un grupo de muchachos pertenecientes a Hijos -asociación integrada por descendientes de los desaparecidos políticos de la dictadura militar- arremetió contra el Ministerio de Economía, la oficina de Cavallo, y le en-cendió fuego. La policía los repelió con gases lacrimógenos y balas de goma. Los disturbios se prolongaron sin embargo hasta el amanecer, cuando la gente se retiró orgullosa de haberle demostrado a De la Rúa que se pasaba el estado de sitio por el arco del triunfo.
Los hostilidades se reanudaron el jueves pero con otro formato. Ya no las protagonizaba la gente del común sino las organizaciones políticas de izquierda, del peronismo y de los defensores de los derechos humanos. De pronto, al calor de los choques violentos con las fuerzas del orden, que en tres ocasiones arremetieron contra los manifestantes para tratar de desalojarlos de Plaza de Mayo, agentes policiacos vestidos de civil balearon, tirando a matar, con disparos a la cabeza, al corazón o a los pulmones, a seis muchachos. Uno ca-yó al pie del Obelisco, los demás frente al palacio presidencial.
Desbordado por una situación que escaba a su control directo, De la Rúa, acusado de "asesino" por la prensa y las multitudes, ofreció a los peronistas una coalición de emergencia para formar un cogobierno. Pero éstos rechazaron la idea con toda razón: Ƒpara qué iban a asociarse con un cadáver putrefacto?
Así, finalmente, De la Rúa tomó la decisión de abdicar. El jueves a las 21 horas se encerró en su oficina y redactó su dimisión a mano y con tinta negra. Dos horas después volaba en helicóptero a la residencia de Olivos, donde pasó la noche en vela, mientras sus ayudantes le hacían las maletas. El mediodía del viernes 21 supo, a través del teléfono, que el Congreso había aceptado su dimisión. Y entonces, como ya ha contado esta crónica, se fue a pasear por los jardines con su nieta.
Todo el personal de la casa -ujieres, mo-zos, recamareras, mayordomos, secretarias, asistentes y demás- formaron una valla para esperarlo. Cuando el viejo re-gresó al patio manejando el coche, descendió con gravedad y se despidió con un apretón de manos de cada uno de sus empleados. Al terminar con este rito, es-cuchó una cerrada ovación, y se alejó de la quinta en una caravana de automóviles, amarillo como un muerto, sentado dignamente hacia su propio funeral. |