Un día en la vida de Clarissa Dalloway Mónica Lavín no le tiene miedo a la señora Dalloway ni al genio literario que le inventó un mundo a Clarissa y decidió concentrarlo en un solo día de junio de hace setenta y ocho años. En este ensayo, la autora de Café cortado nos lleva de nuevo a ser testigos del carácter tieso, brillante y falso que, según la propia Virginia Woolf, posee uno de sus personajes más memorables, mismo que en Vanessa Redgrave encontró un inmejorable continente para ser plasmado en celuloide. Virginia Woolf publicó su novela La señora Dalloway en mayo de 1925. Meses antes, en la correspondencia que mantenía con el pintor francés Jacques Raverat, se atrevió a hablar del proceso de escritura (cosa que no le gustaba hacer: "Soy terriblemente egoísta con mi escritura, no pienso en nada más, así que, en parte por arrogancia, parte timidez y delicadeza, lo que tú quieras, nunca la menciono, al menos que alguien la extraiga con pinzas al rojo vivo..." Mientras estaba absorta en la escritura de la novela en Rodmell, recibió la respuesta del pintor; mencionaba que la dificultad de la escritura es que tiene que ser esencialmente lineal y sólo se puede escribir (o leer) una cosa a la vez. De alguna manera, La señora Dalloway tiene una cercanía con la obra plástica, intenta ser apreciada de un tirón, su propuesta es radial. Arroja una pequeña piedra que hace olas en todas direcciones. La señora Dalloway da el efecto de un retablo por cuya galería de personajes transitamos en un solo acercamiento que tira en diversas direcciones y que ocurre en el transcurso de un día solamente: aquel en que Clarissa Dalloway va a dar una fiesta en su casa por el placer que le produce. La señora Dalloway es sin duda una novela donde hay una búsqueda novedosa y audaz en la forma. Woolf escribe en su diario el 15 de octubre de 1923: "Creo que el diseño es mejor que en cualquiera de mis libros. Me atrevo a decir que tal vez no lo lleve a cabo. Estoy llena de ideas para él. Siento que puedo usar todo lo que alguna vez haya pensado. Ciertamente estoy menos contenida de lo que haya estado. El punto dudoso es el carácter de la señora Dalloway. Puede ser demasiado tieso, brillante y falso. Pero puedo convocar innumerables otros personajes para apoyarla. Hoy escribí la página cien. [...] Me tomó un año de andar a ciegas descubrir lo que yo llamo el proceso de túnel [tunnelling process], por el cual cuento el pasado a trozos." Cuando La señora Dalloway se publicó, fue acogida con entusiasmo y las ganancias (el sentido práctico de la vida nunca puede quedar al margen de las sutilezas escriturales) le permitieron instalar agua corriente en el cuarto de baño de su casa. Aunque tuvo que debatirlo con Leonard, quien quería que se invirtiera en el jardín más que en asuntos de comodidad doméstica. Contra su costumbre, Virginia Woolf mandó el manuscrito a su amigo el pintor con quien las discusiones sobre lo lineal y lo radial habían sido fundamentales. Raverat estaba gravemente enfermo y tres meses después de recibir el texto, murió. Virginia escribe en su diario que cuando recibió su carta sobre La señora Dalloway fue uno de los días más felices de su vida. Lo sabemos: un autor se desgaja a pedacitos en la obra que lo prolonga, en los personajes que lo habitan y que luego deja libres para que cobren vida bajo la complicidad lectora. Sin duda Virginia necesitaba al mundo de afuera para que resonara aquella búsqueda articulada, profunda y fluida que se había propuesto a lo largo de un día en la vida de Clarissa. Conocía de turbias oscuridades, de encierros, pero en ese momento la vida radiaba luz para ella. La señora Dalloway se desarrolla en 1923, a cinco años de haber terminado la primera guerra mundial, a lo largo de un día de junio. Londres, el barrio residencial de Westminster, Regents Park, Bloomsbury, el palacio de Buckingham (como símbolo de la sociedad real, las pretensiones de las clases acomodadas y las fantasías de los más necesitados), parques y calles son el escenario donde florerías, escaparates, salones de distinguidas damas, interiores de casas como la de la sombrerera italiana casada con Septimus Warren Smith, la habitación y el salón de los Dalloway permiten la mirada, los pensamientos, el soliloquio y la conversación de quienes pueblan la novela. A través del transcurrir de un día, el pasado es convocado por las propias reflexiones de Clarissa: aquel verano cuando tenía veinte años en su casa de campo de Bourton donde pudo haberse casado con Peter Walsh. Y las de Septimus Warren Smith, ex combatiente, un alma delicada, amante de Shakespeare y de la poesía, a quien la guerra y la muerte de su amigo Evans corroen para siempre. Constantemente las imágenes sórdidas de la guerra lo atacan. Su estado de demencia o de lucidez, lo orillan a buscar la muerte. La novela comienza cuando la señora Dalloway una mujer sencilla de clase acomodada, de cincuenta y poco años sale a comprar flores para la fiesta de la noche y culmina con la propia fiesta por la noche. Casualmente, esa mañana Peter Walsh ha llegado de la India y visita a Clarissa, de quien había estado tan enamorado. Ese largo día, entre la melancolía serena de Clarissa, el eterno amor de Peter Walsh, un individuo sin duda original, y la desesperada desolación de Septimus, Woolf ofrece una partitura de voces, preocupaciones, puntos de vista donde Virginia Woolf despliega la sabiduría acumulada a sus cuarenta y tres años. A lo largo de la novela destaca el tono de agradecimiento y de comprensión por las propias decisiones y cualidades del temperamento de Clarissa Dalloway (cuyo "único don era conocer a la gente, casi por instinto"). Es sin duda una mujer encantadora con una vida sin complicaciones, apacible, cómoda pero no menos intensa, a quien cimbra la noticia del suicidio de Septimus, que el doctor Bradshaw suelta indiferente en la fiesta. Sus pensamientos mientras se carea a solas con la noche son sobrecogedores. Ante el suicidio de Septimus reflexiona sobre cómo es posible tirar la vida que nuestros padres nos regalaron hasta entender a la muerte como una manera de comunicar. Una estaba sola. Era como un abrazo la muerte. Por instantes se sintió cerca de aquel muchacho que había tirado su vida. "En las profundidades del corazón había un miedo terrible. Ella había escapado pero aquel muchacho se había matado. Clarissa era una mujer atenta a una rosa, una mirada, la luz de su recámara... cualidades por las que Peter disfrutaba su compañía." Es el momento de revelación de la novela: la aceptación del miedo a la vida, la invitación de la muerte, la comprensión de un tiempo, de las fragilidades humanas, del tiempo personal. El amor ayudaba, pero no todos se podían salvar. Sólo el talento de Virginia Woolf pudo llevarla al armado de esta novela que tan pronto se mueve en el espacio pasando la estafeta de un personaje a otro como en la introspección de los personajes, en sus tiempos y tribulaciones. Con razón escribe al pintor Raverat que cuando se está en la página 259 no se puede tener clara conciencia de lo que aparecía en la página 31. Pero Virginia Woolf parece escoger el día de junio como la página total de la novela y en ella coloca el trozo de Londres por donde Clarissa se cruzará con Hugh Whitbread casi un lacayo de la corte y desde la florería verá la cara de Septimus que luego también verá Peter Walsh cuando salga de la casa de los Dalloway donde ha visitado a Clarissa. Y Elizabeth, la hija, se subirá a un autobús, mientras su padre camina rumbo a su casa y se detiene en un escaparate. Y Peter Walsh escuchará la ambulancia donde va Septimus, ya sin vida, y pensará que la ambulancia es el punto donde se tocan la vida y la muerte. Virginia Woolf ha escogido ciertos objetos para mudar la voz del narrador; si contaba el mundo desde Clarissa, en el momento que pasa un avión y deja letras de humo en el cielo que los paseantes contemplan ese día, la voz cambia de interlocutor y llega a Rezia, la mujer de Septimus. Algunas veces el escaparate de una tienda, otras las calles, o el parque y siempre el reloj del Big Ben sonando para marcar las horas que acercan a Clarissa a la fiesta (ese día roza el momento de la disyuntiva juvenil donde su vida pudo ser aventurera, fuera de lo normal al lado de Peter o la que lleva, quieta pero segura y estable, al lado de Richard) y a Septimus a su muerte. La vida y la muerte, Peter el imaginativo apasionado, Richard el sencillo y protector, Septimus el poeta soldado, Lucrecia que arma sombreros para hacer lucir cabezas y no puede acallar la locura de la del hombre que ama, el siquiatra Bradshaw que dice que quienes deben ser encerrados en el manicomio son quienes han perdido el sentido de la proporción. Opuestos que subrayan la ambigüedad y el dramatismo. Clarissa pudo haberlo perdido, Septimus lo perdió. ¿El Quijote otra vez? ¿La lucidez le mata el alma? La película homónima filmada en 1998 es una extraordinaria adaptación de la novela de Virginia Woolf. Cuando de literatura llevada al cine se trata, los riesgos son muchos. En el caso de La señora Dalloway, donde predomina el fluir de la conciencia, los riesgos son mayores. Aunque lo visual es evidente en el entramado de los personajes a lo largo del día y del paisaje londinense, hay una complejidad en dar el peso necesario a la reflexión que es el sustento de la novela. Su razón de ser. La callada mirada de los personajes sobre las cosas. Sin embargo, la película logra dar ese peso de la introspección, las turbulencias de los personajes principales. ¿Cómo dejar huella de lo que es exclusivo de la literatura? Elijo pensamientos subrayables, como cuando Rezia pensó "que amar la convierte a una en un ser solitario" o Clarissa piensa que "había un vacío alrededor del corazón de la vida; una estancia de ático". Y cuando se refiere al amor hacia las mujeres: "No podía resistir el encanto de una mujer, no de una muchacha, de una mujer confesando, como a menudo le confesaban, un mal paso, una locura." O cuando piensa en su relación con Sally Seton: "Lo raro ahora, al recordarlo, era la pureza de los sentimientos hacia Sally. No eran como los sentimientos hacia un hombre. Se trataba de un sentimiento completamente desinteresado, y además tenía una característica especial que sólo puede darse entre mujeres, entre mujeres recién salidas de la adolescencia." La película La señora Dalloway, estrenada hace poco más de dos años, es el resultado de la reunión y colaboración de varias mujeres talentosas. Sin duda Vanessa Redgrave es una inmejorable actriz para proyectar la candidez, bondad y zozobra de Clarissa Dalloway. La dirección es de Marleen Gorris, quien había sorprendido con Antonia, una película muy premiada. Y el libreto es de la actriz Eileen Atkins, una devota admiradora de Virginia Woolf que se ha enfocado recientemente a llevar al escenario el legado literario de la Woolf con el espectáculo unipersonal Una habitación propia; leyendo fragmentos de los diarios para series radiofónicas de la bbc y encarnando a Virginia Woolf con Vanessa Redgrave en la obra de su autoría: Vita and Virginia. El guión muestra una selección muy inteligente de los pasajes y reflexiones a resaltar para poder recrear la esencia de La señora Dalloway. El pasado entra como flashbacks que son recreados a partir de los pensamientos de Clarissa, de Peter, de Richard, de Septimus. Las reflexiones en el presente es preciso darlas con gestos, pequeñas líneas intercambiadas, visiones, para que el soliloquio no abrume y entre cuando es preciso y se precisa. Cuando Clarissa se aparta de la fiesta y se acoda en la vida y en la muerte pensando desde su balcón, es preciso escuchar sus pensamientos y que el recurso no canse ni se vuelva artificial. La película está llena de la atmósfera que Woolf pensó en palabras. Los matices son comportamientos. Escenas claves como la de Elizabeth y la fanática y amarga religiosa señorita Kidman, acotadas en su esencia, el momento en que Richard entra en la vida de Clarissa y de Peter, cuando Rezia y Septimus ríen antes de la tragedia. Estoy segura que Virgina Woolf hubiera apreciado la colaboración de tres mujeres en una cómplice y amorosa propuesta cinematográfica de su extraordinaria novela. |