017a2pol Soledad Loaeza Lecciones argentinas La gravísima crisis argentina que se desató en las últimas semanas del año fue vista inicialmente como un asunto aislado que tendría pocas repercusiones en el entorno latinoamericano. Es posible que quienes afirmaban que se trataba de un problema estrictamente local buscaran prevenir la contaminación de las frágiles economías de la región, expresando confianza en su estabilidad. No obstante, a menos de tres semanas de desencadenado el derrumbe del gobierno de Fernando de la Rúa, pocos se atreven a afirmar que lo que ocurre en Argentina nos es ajeno; y día con día se multiplican las voces que, a diferencia de las anteriores, consideran inevitable la repetición de esta caída en otros países de América Latina que registran índices elevados de pobreza y cuyas econo-mías están en recesión u ofrecen perspectivas muy limitadas de crecimiento. Estas diferencias de interpretación no son banales. Quienes subrayan las particularidades argentinas para explicar la anarquía financiera y la ingobernabilidad están protegiendo implícitamente a las agencias financieras internacionales -el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial- de las acusaciones que las señalan como responsables de tan penosos acontecimientos. En cambio, quienes ven la crisis argentina como el primer episodio de un proceso más general que afectaría a otros países subrayan la responsabilidad del FMI y del BM, cuyos programas de estabilización y políticas de pago de deuda habrían acarreado la paralización de las economías y elevadísimos costos sociales que han causado el desbordamiento de la rabia de poblaciones empobrecidas y defraudadas. Si las políticas del FMI y del BM están en el origen de los problemas argentinos, entonces todos tendríamos que poner nuestras barbas a remojar, porque si algo tenemos en común los latinoamericanos al comenzar el siglo XXI son precisamente las políticas de dichos organismos. Pero supongamos que estamos en desacuerdo con la idea de que estos organismos financieros son el gran satán de los países latinoamericanos. Aun así es indudable que fuera de Argentina la amarguísima experiencia de las últimas semanas está siendo leída como clave de interpretación de un futuro incierto; en forma casi automática comparamos la información respecto a lo que allá ocurre con lo que aquí en México pasa y cada uno saca las lecciones que más le convencen y que más le convienen. Los maniáticos de la antitecnocracia le sugieren discretamente al secretario Gil Díaz que se mire en el espejo de Domingo Cavallo, en tanto que los paranoicos antipopulistas observan de reojo al Partido de la Revolución Democrática y al PRI en busca de peligrosas semejanzas con el partido peronista, o advierten en el presidente Fox la tentación de mantener a cualquier precio su popularidad, al igual que lo hizo en su momento Carlos Menem, algunas de cuyas decisiones podrían estar en el origen mediato de la crisis de diciembre. Por ejemplo, con un claro objetivo estrictamente político el presidente Menem promovió una reforma que otorgó autonomía fiscal a las provincias. Esta medida de descentralización es un capítulo central en todo programa de democratización; no obstante, cuando también despoja a la autoridad federal de instrumentos de vigilancia y control sobre las decisiones en esta materia de las autoridades locales puede precipitar la balcanización de las finanzas públicas y una situación anárquica. Más todavía, el papel protagónico que jugaron los gobernadores de las provincias argentinas en la caída de De la Rúa, en el fallido interinato presidencial de Rodríguez Saá y en la designación de un sustituto es una muestra de los riesgos del desequilibrio en las relaciones entre los gobiernos locales y el federal. Como todas las grandes catástrofes, este aparatoso tropiezo de la democracia argentina no tiene una causa única; se mencionan muchos y diversos factores además del FMI y del BM: se habla del así llamado neoliberalismo, de la convertibilidad del peso argentino, de la incapacidad recaudatoria del gobierno, del fracaso de la reforma tributaria, de los tecnócratas, de la ineptitud y de la corrupción de los políticos, del desprestigio de los partidos. Hasta ahora nadie se ha atrevido a denunciar a la democracia; sin embargo, nada asegura que ésta se salve de la debacle. No podemos hacer a un lado el hecho, por demás gravísimo, de que los peronistas están de nuevo en el poder, pero no gracias a las urnas, sino a una situación de urgencia que algunos de ellos contribuyeron a crear. Algunos celebran la caída de Cavallo, la renuncia del presidente De la Rúa y los actos de protesta en las calles como el restablecimiento de una democracia secuestrada por instituciones ineficientes; sin embargo, otros no podemos dejar de ver en todo esto malos augurios, pues hasta ahora la experiencia enseña que la inestabilidad institucional y las movilizaciones extrainstitucionales poseen un potencial autoritario muy superior al supuesto contenido democrático del espontaneísmo popular.
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