Ángel
Balzarino
el
cuento del domingo
Una
sombra entre ustedes
No por frío
sabe peor el plato de la venganza, podrían decir quienes, como la
mujer que narra esta historia, son capaces de esperar durante años
el momento de ver cumplida su revancha. Tal vez ni ella ni los que rumian
desquites como el suyo alcancen a comprender que esa elección los
orilla a vivir vicariamente, pero la obsesión de ver el bienestar
propio en el daño ajeno es algo que sucede con una frecuencia digna
de mejores esfuerzos. Ángel Balzarino le da voz al amargo recuento
de una mujer incapaz de atestiguar cómo otra persona vivirá
una vida de la que su propia mezquindad la aleja cada vez más.
Sí.
Estuve esperando el momento oportuno para decírtelo. Quizá
no tuve otro objetivo en la vida. Ejercer venganza, cobrarme todo lo que
debí padecer por vos: falta de afecto, soledad, sentirme casi una
intrusa en nuestra propia casa. Porque siempre ocupaste un lugar de privilegio.
Desde que estabas en la cuna y comencé a notar cómo tu presencia
me quitaba espacio en la atención y el cariño de nuestros
padres, tenías preferencia para obtener cualquier juguete o satisfacer
con premura el menor capricho. Al principio lloraba de amargura al sentirme
desprotegida, creciendo en un ambiente opresivo y casi hostil, pero después,
a medida que tomaba conciencia de la soledad cada más lacerante,
me fui armando de vigor y coraje. En actitud defensiva. Dispuesta a repeler
cualquier ataque. Esperando la revancha. El placer más anhelado,
siempre esquivo, por momentos inalcanzable. Mientras, me dedicaba a vigilarte.
Obsesiva. Comprobando tu dichosa y casi arrogante postura ante las gratificaciones
que cosechabas: primero en la escuela, donde tu conducta sin tacha y el
esmero en los estudios te hicieron destacar entre todos los alumnos; después,
tu cuerpo convertido en el centro de la atención, tanto de las mujeres
que no podían eludir una dosis de celos y envidia, como de los hombres
que llevaban a cabo un persistente acecho, ávidos por colmar su
deseo en la primera oportunidad; y por último, la conquista de Aníbal
Ortelli, sin duda el candidato más codiciado por todas las muchachas
del pueblo con ganas de casarse y alcanzar un sustancioso poder económico.
Lograste no sólo encandilarlo sino también doblegar el aire
de soberbia y superioridad que parecía ubicarlo en un pedestal casi
inaccesible. Ocurrió ante la vista de todos. Sin disimulo. La noche
en que el Club Independiente celebraba sus cincuenta años. Durante
la fiesta a la que asistió todo el pueblo, aceptaste las veces que
te invitó a bailar, entre sorprendida y gozosa al notar que las
miradas estaban concentradas en ustedes. Esa noche nada te resultó
más importante que él. Tanto por el deslumbramiento de ser
la elegida como por el orgullo de poder mostrar, abiertamente y con gesto
triunfal, que habías alcanzado una de las metas más difíciles.
Así me lo hiciste saber cuando regresamos a casa. Atropelladamente.
Como si de pronto hubieras cortado todas las ligaduras y pudieras expresar
sin reparo lo que sentías. En un torbellino de palabras, me confiaste
el placer de haberlo tenido cerca y descubrir muchas cosas en común
y la esperanza de compartir un tiempo futuro. No quise interrumpirte. Necesitaba
escucharte y observar el rostro resplandeciente y los brazos moviéndose
en gestos aparatosos, para tomar plena noción de la afrenta. Sin
duda la más cruel, pero también la última que estaba
dispuesta a soportar. Lo comprendí de pronto. Al sentir como una
bofetada tu desbordante felicidad. Entonces, la humillación y el
desplazamiento que durante años sobrellevé por tu culpa hicieron
crecer el afán de vengarme. Vorazmente. Sobre todo a medida que
la relación entre ustedes se consolidaba y eran cada vez más
firmes los planes para el casamiento. El modo de hacerlo surgió
una de esas noches en que él vino a visitarte y desde mi cuarto
percibí tu voz quejosa y autoritaria, no, basta, déjame,
intentando frenar las arremetidas que sin duda pretendían ser más
audaces de lo que estabas dispuesta a permitirle. Aníbal expresó
su malestar con la amenaza de una ruptura definitiva. Eso no te preocupó.
Segura, dueña de una situación de la que nadie podía
desplazarte, lo manejabas a tu antojo. Jugabas a la estrategia de llevarlo
al punto máximo de excitación y después, fría
y calculadora, lo rechazabas generosa en promesas de vivir los momentos
más intensos y placenteros apenas se formalizara el matrimonio.
Hasta que una noche me decidí. Ubicada a tres cuadras de la casa
lo esperé. Era ya la madrugada cuando lo vi acercarse. Por el aspecto
nervioso y desaliñado imaginé que una vez más habías
frustrado sus ardientes pretensiones. Debí parecerle una figura
fantasmal al cortarle el paso. Pero la acción desvaneció
muy pronto el desconcierto y la súbita parálisis. Rápida.
Contundente. No por efecto de palabras insinuantes ni por deslumbrarlo
con la belleza de mi cuerpo, sino por la carga de bronca, malestar, deseo,
que él ya no podía soportar. Enceguecido me arrastró
hasta un baldío. Mientras lo dejaba desahogarse, te imaginé
observándonos. Horrorizada. Y sentí ganas de lanzar una carcajada.
Estruendosa. Triunfal. Feliz por concretar al fin una forma de herirte,
de cobrarme tantos años de postergaciones. No se trata de amor,
no cesaba de repetir él, con súbita sensación de culpa
y queriendo dejar bien claro que lo ocurrido era algo fugaz, unos instantes
de bienestar que no iban a dejar ninguna huella. Será nuestro secreto,
procuré tranquilizarlo cada vez que nos encontramos después,
subrepticiamente, ansiosos y casi sin hablar, sólo interesados en
cumplir el rito que saciara el propósito de cada uno: él,
alcanzar el goce que vos le negabas, y yo, sentir el sabor de una venganza
largamente anhelada. Tácitamente sabíamos que todo concluiría
con el casamiento. Ese casamiento que preparabas con tanto ardor: las invitaciones,
los detalles de la fiesta, la elección del vestido de novia, los
arreglos de la nueva casa. Todo eso que, al llegar el día elegido,
disfrutaste plenamente. Orgullosa. Exultante. Convertida en protagonista
del hecho que tuvo la virtud de quebrar la espantosa monotonía del
pueblo y suscitar una mezcla de admiración, celos, envidia, en los
habitantes. Con el rostro luminoso durante la ceremonia religiosa y saludando
a la gente que colmaba la iglesia; impetuosa y sin el menor cansancio en
la frenética algarabía de la fiesta. Te observé todo
el tiempo. Aunque parezca increíble, me agradaba verte así.
Vital. Enfervorizada. Porque iba a tener mayor efecto el golpe que había
preparado. Me limité a esperar el momento de dar la estocada final.
A punto de iniciar el viaje de boda, lo hice. Te conté lo ocurrido
entre Aníbal y yo. Bruscamente. Y ahora sólo quiero gozar
el fruto de mi obra, mientras imagino tu total desánimo cuando quedaron
solos en un cuarto del hotel y él sin duda no llegó a tocarte,
paralizado por la sorpresa, incapaz de responder a la pregunta repentina,
artera, llena de furor, con que pretendiste saber si era cierto que te
había traicionado y que yo para siempre sería una sombra
destructora e infranqueable entre ustedes.
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