Jornada Semanal,  13 de enero del 2002                                núm. 358 
Ana García Bergua


Por no quedarse con dudas

He pasado la última semana de diciembre sumergida en el libro de Claudia Canales El poeta, el marqués y el asesino (era, 2001), inspirada por la curiosidad que me provocó la lectura, en estas mismas páginas, de la nota de Verónica Murguía. Es verdaderamente sorprendente cómo en el asesinato, fortuito o no, del abogado Manuel Bolado por el carretero Agustín Rosales en 1874, los hechos y la imaginación popular tejieron una apretada trama en la que cuesta distinguir a una parte de la otra. Ahí donde las declaraciones de los inculpados, la poca diligencia de los juzgadores y la realidad misma dejaban huecos irresolubles, dudas y lugar a múltiples contradicciones, la imaginería completaba la historia. El caso es sumamente interesante y desde luego se puede comparar con asesinatos igualmente sonados e irresolubles, pero también da pie a pensar en cómo puede funcionar la imaginación. En el caso del caso de Rosales, la imaginación popular, reflejada en la prensa y también alimentada por ésta, ajustó la trama de la realidad a una novela de folletín, con un villano tan malo como los de las novelas de Manuel Payno: Jorge Carmona, el ciertamente muy sospechoso marqués de San Basilio. 

Esta imaginería popular puede no ser tan libre como se dice que es la imaginación, y sus métodos seguir con limitada fidelidad los dictados de las telenovelas o las películas en boga. La reciente guerra en Afganistán, la espectacularidad cinematográfica del atentado que derribó las torres gemelas, la figura evanescente del mal encarnado en Bin Laden, que parece capaz, por su poder y sus millones, de escapar en una cápsula espacial como el villano Doctor Evil de Austin Powers, la película con Mike Myers, todo pareciera provenir de una película "de acción". Hay dos gags de Austin Powers que me gustan mucho: en uno, Austin Powers mata de cajón a uno de los guardias del Doctor Evil, y luego aparecen su esposa y su hijastro cuando reciben la noticia de su muerte; en el otro, son sus amigos que lo estaban esperando en Hooters para su despedida de soltero los que se enteran de que se murió. La película se pitorrea pero también critica en cierto modo la banalidad de todas estas tramas explosivas en las que muere con naturalidad tanta gente anónima. En la guerra que hemos estado viendo últimamente, es de lo más notoria esa fantasía peliculesca que parece servir para no imaginar cosas más difíciles, por ejemplo, a las personas que fallecen en un atentado terrorista, en una guerra o en los bombardeos sobre poblaciones enteras. Nos imaginamos el sufrimiento de las víctimas de un accidente y organizamos colectas para auxiliarlas, pero pareciera que cuando se mezclan otra clase de intereses, a la imaginación que nos une a otros seres humanos para ponernos en sus zapatos sustituye una que acomoda las tramas conocidas en las novelas o en las películas al interés más conveniente. Hace algunas semanas, un artículo del Masiosare contaba que hay en Rusia un restaurante de comida mexicana. Las tortillas y las salsas que ahí se sirven se maquilan en Arabia Saudita y el resultado es esa comida que llaman tex-mex. No sé por qué al leerlo me dio cierta tristeza de que una comida tan variada y llena de matices y particularidades locales quedara reducida, para los consumidores de aquellas tierras lejanas, en algo que imagino pobre, limitado, como dicen los chinos que es la comida "china" que comemos nosotros. Debe ser una comida folletinesca o peliculesca, como los gringos típicos todos capitalistas, o los árabes todos fanáticos, o los villanos que crea una imaginación en realidad muy poco poderosa, y que impide ver en cada uno a una persona a la que costaría más aceptar que se la matase por la causa que fuera. 

En su libro maravilloso –y aquí le agradezco infinitamente el habérmelo enviado– Claudia Canales cuenta cómo Guillermo Prieto, el poeta, asumió en su momento la defensa de Agustín Rosales guiado por la convicción de que no se podía condenar a muerte a alguien para satisfacer la grita popular, un crimen cuya deliberación nunca se pudo comprobar. Años después, Rosales fue fusilado, más para aceitar una máquina de la justicia sobre cuya eficacia campeaban ya demasiadas dudas, que por la certeza de su culpabilidad. Con ese acto, que no fue precisamente de justicia, se cerró la trama de una novela que escribía la imaginación popular. Quizá los ávidos lectores de la realidad de entonces prefirieron que fuera así a quedarse con las dudas, como si a su novela le faltaran páginas.
 
 

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Naief Yehya


La primera gran guerra de 2002

La otra crisis de los misiles
Al tiempo en que termina el fatídico año 2001 nos acercamos vertiginosamente a una crisis nuclear comparable a la de los misiles en Cuba. El 13 de diciembre pasado, un grupo armado atacó el parlamentó hindú en Nueva Delhi. Catorce personas murieron, nueve indios y los cinco atacantes suicidas. El incidente inflamó los ánimos del gobierno nacionalista indio de Atal Behari Valpayee, quien inmediatamente acusó al gobierno pakistaní de apoyar, proteger y armar a los grupos musulmanes involucrados en el ataque. Ambas naciones han evacuado aldeas y pueblos en la zona fronteriza, han movilizado tropas, material y misiles en cantidades nunca antes vistas. Además han incluido en su retórica bélica la amenaza de usar su arsenal atómico, para poner fin de una vez por todas al conflicto que comenzó en 1947 debido a la política británica de "dividir y gobernar" que causó la actual tensión por la división de la zona de Jammu y Cachemira. Para tratar de resolver el conflicto, Pakistán arrestó a unos sesenta militantes y líderes islámicos, pero la medida no cumplió con las exigencias indias.

De ground zero 
al subcontienente

Este conflicto, que amenaza con convertirse en la cuarta guerra indo pakistaní, está obviamente vinculado a los sucesos del 11 de septiembre. Poco después de que el presidente estadunidense desatara su guerra en contra del terrorismo, el gobierno de la India comenzó a presionar para que Estados Unidos y sus aliados aislaran a Pakistán, no únicamente por apoyar al talibán sino también por los grupos armados que luchan en contra del gobierno indio por la liberación de Cachemira.

India e Israel pensaron que debían aprovechar el proverbial río revuelto para solucionar sus viejos conflictos locales. La India trató de sacar jugo del rechazo mundial en contra del terrorismo y el velado resentimiento en contra el islam generado por los ataques del 11 de septiembre para terminar con la guerra que vienen librando las milicias apoyadas por Pakistán y el ejército indio, y que ha costado alrededor de treinta mil vidas en los últimos diez años. Por eso la India se sumó velozmente a la guerra en contra del terrorismo al ofrecer apoyo logístico, inteligencia y el uso de bases al ejército estadunidense. No obstante, Pakistán cambió su postura de la noche a la mañana, abandonó a sus aliados talibanes y aceptó todas las demandas estadunidenses. El gobierno de Bush premió al general Pervez Musharraf con el retiro de las sanciones que Estados Unidos le había impuesto a su país tras las pruebas nucleares de mayo de 1998 y después del golpe de Estado con el que tomó el poder en octubre de 1999. Esto frustró en grande a los indios, quienes veían diluirse su oportunidad de obligar a sus vecinos a aceptar una solución provechosa en los territorios disputados. Entonces, en uno de esos giros de la historia que no pueden ser más que sospechosos debido a su increíble sincronización, tuvo lugar el ataque del 13 de diciembre, en el que milagrosamente no murió ningún político y que sirvió como pretexto para lanzar una nueva y más vociferante ofensiva.

Una guerra desigual

India ha impuesto en esencia tres condiciones a Pakistán: eliminar a los grupos militantes islámicos que operan en su territorio y luchan contra la India, arrestar a los líderes de los grupos Jaish e Mohammad (Ejército de Mahoma) y Lashkar e Taiba (Ejército de los puros) para entregarlos a India, y detener la lucha armada en Cachemira. Estos objetivos son mucho pedir para un gobierno que ya ha sido humillado al aceptar las terriblemente impopulares condiciones estadunidenses en la reciente guerra. Pakistán, con sus ciento cuarenta millones de habitantes, es pequeño comparado con la inmensa nación de mil millones de indios, y tiene mucho más que perder en una guerra. India le puede causar enorme daño económico y social sin siquiera recurrir a las armas. Basta considerar que medidas aparentemente intrascendentes como que India prohibió a los aviones pakistaníes volar sobre su territorio (con lo que los vuelos a Bangladesh y Sri Lanka deben de desviarse cientos de kilómetros) se traducen en serios problemas para Pakistán y no representan costo alguno para los indios. Más grave es que India habla de cancelar el acuerdo de la cuenca de Sindh, que permite el flujo del río Indo a Pakistán, lo cual sería devastador para la agricultura. Si se llega a las armas, India podría invadir y anexar la Cachemira pakistaní o bien ocuparla, como ha hecho Israel por décadas con Gaza y Cisjordania. También podría ocupar el corredor estrecho que une a la provincia sureña de Sindh y de esa manera partir el país en dos. En una guerra convencional, India tendría una gran ventaja y fácilmente pondría en peligro la supervivencia del estado pakistaní, lo cual empujaría al régimen de Musharraf a recurrir a su arsenal atómico, el cual además está descentralizado, de manera que puede ser usado por comandantes regionales en caso extremo.
 
 

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Marco Antonio Campos

López Velarde en Aguascalientes

A Sofía Ramírez

La familia se instala en la ciudad de Aguascalientes desde 1898 y él asiste a "la escuela de Angelina", como recordaría en una de sus muchas y magistrales páginas autobiográficas. La ciudad tendría una importancia afectiva y formativa que no lo abandonaría nunca. Su padre lo envía en 1900 a estudiar al seminario de Zacatecas. Desde fines de 1902, cuando regresa a Aguascalientes, hasta 1907, cuando parte en diciembre para la ciudad de San Luis Potosí, ocurrieron hechos fundamentales para su educación sentimental, su formación literaria, su trabajo periodístico y su trato con varios amigos que lo serían para toda la vida.

En Aguascalientes estudia de 1903 a 1905 en el Seminario Conciliar y de 1905 a 1907 en el Instituto de Ciencias. La familia reside en la calle de Apostolado (hoy Pedro Parga), en el número 5, o sea, apenas a unos pasos del Parián y del Instituto de Ciencias y a tres calles de plaza de armas, palacio de gobierno y catedral.

Pero en las vacaciones suele volver a Jerez. Hacia 1903, en uno de esos viajes, según observan Luis Mario Schneider y Elisa García Barragán, cristaliza su amor por Fuensanta, y el amor continuará creciendo en los sucesivos viajes. Asombra descubrir algo: entre 1902 y 1907, de sus catorce a sus diecinueve años, con el corazón abierto a las imágenes femeninas, no hay el nombre de una sola aguascalentense que López Velarde deje en sus escritos, como lo haría después con varias de San Luis Potosí, Venado y Ciudad de México. Todo lo cubre entonces la sombra de Fuensanta.

El estro poético se le revela en Aguascalientes. Desconocemos si hubo poemas anteriores, pero el primer poema, "A un imposible", malo como casi todos los primeros poemas de un poeta, data de 1905, el cual muy probablemente tenía ya como destinataria a la joven jerezana. López Velarde no sólo publicó poemas: gracias a su mecenas y protector Eduardo J. Correa empieza a publicar en 1904 artículos periodísticos en el semanario independiente El Observador. Fue una fortuna: en esos artículos que pergeñaba están las raíces de una de las más bellas prosas de la literatura mexicana.

Salvo en Ciudad de México, donde conoció a lo más granado de la intelectualidad de esos años, en ninguna otra ciudad formó parte de una cofradía de amigos que tuvieran los mismos intereses literarios y artísticos: Enrique Fernández Ledesma, zacatecano del pueblo de Pinos, Pedro de Alba, quien venía de San Juan de los Lagos, y José Villalobos Franco, secretario a perpetuidad de Correa. Conoce también en la residencia aguascalentense al joven compositor Manuel M. Ponce, de quien escribiría un artículo afectuoso y admirativo en 1917 ("Melodía criolla"); al gran pintor Saturnino Herrán, su alma gemela, lo trataría hasta Ciudad de México.

El de las mayores iniciativas, "el eje del cotarro", era Fernández Ledesma, quien llegó a evocar al López Velarde de entonces como "un chamaco cordial y un poco triste". En páginas de añoranza Fernández Ledesma y Pedro de Alba han recordado las idas del grupo a ver a las muchachas en las tardes dominicales por los andadores de plaza de armas, las lecturas en el jardín de San Marcos de novelas de amor, las aturdidas conversaciones en una alacena del Parián, o la asistencia como espectadores a ver y oír a las estrellas teatrales y a las divas de la ópera de la transición del siglo en el Teatro Morelos, joya y luz de la arquitectura finisecular. Fue una suerte para el jerezano tener un grupo con el cual podía compartir charlas sobre libros y sueños y mujeres en los años del vendaval estudiantil. Para un hombre del talento prodigioso de López Velarde cualquier mínima luz era suficiente para crear en poesía o en prosa un relámpago o una estrella.

Quizá a ningún poeta mexicano admiró en ese entonces como a Othón. En 1902 había aparecido Poemas rústicos, en Ciudad de México; López Velarde parece haber leído el libro muy pronto. En su simpático artículo sobre la revista Bohemio, evoca las tres veces que él y sus amigos vieron a Othón en la ciudad de Aguascalientes, cuando iba como Gran Invitado del gobernador porfisita Alejandro Vázquez del Mercado. A la muerte de Othón en noviembre de 1906, leyó casi de inmediato en revistas de la capital el "Idilio salvaje", que a José Emilio Pacheco le parece "el mejor poema del siglo xix que termina con la caída de Díaz". Luego de la muerte de Othón, ya en San Luis, ya en Ciudad de México, siguió reclamando en acres artículos a los ignorantes y estólidos potosinos por no levantar una estatua y no enterrar en una tumba digna a quien creó el más hermoso poema de los bosques. En 1916 aun dedica su primer libro a la memoria de los espíritus de Manuel Gutiérrez Nájera y Manuel José Othón.

Bohemio, la revista literaria del grupo, contra lo dicho por López Velarde de que duró sólo dos números a causa de las sustracciones crematísticas de su director Fernández Ledesma, llegó hasta el número nueve. Duró dos años: 1906 y 1907. Empezaron dirigiéndola Fernández Ledesma y Pedro de Alba y terminaron Fernández Ledesma y Villalobos Franco. En Bohemio López Velarde firmaba con seudónimo por temor a su padre, quien siempre se opuso a las veleidades literarias del primogénito.

Al Aguascalientes porfiriano del primer decenio del siglo xx llega el ferrocarril y en las calles corría el tren eléctrico y se multiplicaban iglesias, casas, hoteles y aun algún castillo, diseñados y construidos por la imaginación simétrica del maestro de obras zacatecano José Refugio Reyes, hombre de genio. Continuaban, luego de décadas, las piadosas locuras enciclopedistas de Jesús Díaz de León, el Voltaire del terruño, y se encandilaba en sus repetidos sueños reeleccionistas el gobernador Vázquez del Mercado. López Velarde empezó a beber las aguas afectivas y literarias del manantial misericordioso de aquel recatado y apartado Aguascalientes que a Pedro de Alba le pareció a su llegada de San Juan de los Lagos "una ciudad musical".

Javier Sicilia


Imitación, tradición y originalidad

Uno de los grandes males que trajo el desarrollo del industrialismo a la poesía fue el afán por la innovación. El entusiasmo de un mundo volcado hacia el futuro y dominado por la máquina entró en la conciencia del yo poético. Lo que importaba era romper con el pasado y crear algo nuevo, distinto a lo de ayer y asombroso. Las vanguardias fueron su rostro más acabado.

Sin embargo, las vanguardias, como la ideología industrial de la que bebieron, tuvieron el destino que se reserva a cualquier ideología: funcionaron hasta que lo real las sobrepasó y dejaron de ser novedad. Las vanguardias, llámense futurismo, creacionismo, imaginismo, surrealismo, ultraísmo, dadaísmo, estridentismo, la onda, etcétera, perdieron su condición de propuestas poéticas para convertirse en meros recuerdos históricos.

Su fracaso, además de querer encerrar el misterio poético dentro de los estrechos límites de una interpretación que se pretendía absoluta, consistió, como he dicho, en el gusto por la innovación. Sin embargo, la innovación no pertenece al universo poético, sino al del industrialismo y la técnica en donde un artefacto sustituye a otro. La poesía, en cambio, pertenece al campo de la originalidad y la originalidad, como nos lo recuerda Lanza del Vasto, "es lo que tiene gusto del origen, cuyo sabor conocemos" y perdura en el tiempo.

En el orden de la poesía –ya lo había señalado Octavio Paz–, y a diferencia de lo que sucede en el de la industria en donde la computadora sustituye a la máquina de escribir o el bolígrafo a la pluma, Los cuatro cuartetos de T.S. Eliot, por ejemplo, no sustituyen ni son mejores que la Divina comedia. Esas obras no sólo son magistrales en sí mismas, sino imprescindibles para la cultura humana. Por ello, los mejores poemas de quienes militaron en la vanguardias son precisamente aquellos en que dejaron de ser vanguardistas para dejar hablar al misterio poético y a la tradición. Lo que recuerda que la originalidad en poesía nace precisamente no de la innovación, sino de la imitación y, en el orden de la poesía perdurable, de la búsqueda de lo nuevo en los atisbos de la tradición. La originalidad de Dante, esa originalidad que desde el siglo XIII trasciende el tiempo y nos sigue interpelando, nació precisamente de la combinación de su genio poético con la imitación de la Eneida de Virgilio. Lo mismo puede decirse de la originalidad de Rubén Darío, que imitó a Verlaine y buscó en los espacios de la tradición latina y japonesa un rostro a la fractura de su tiempo; o de la de los grandes poetas del Siglo de Oro que buscaron apoyo para su genio poético en la imitación de los poetas latinos y en el verso italiano del siglo XIII.

Muchos de los poetas del siglo XX encontraron también su originalidad en ese triple rostro: la intuición poética, la imitación y la tradición. Lo que hace grande a T.S. Eliot, por ejemplo, es esa capacidad que tuvo para combinar su poderosa intuición con mucho de las obras del pasado. Eliot construyó su poesía a partir de lo que hallaba en las obras de otros. Descubría en sus lecturas versos que luego empleaba en sus propios poemas convirtiéndolos en espejos reverberantes de sus propias preocupaciones. Así, el teatro de Ibsen le sirvió como punto de referencia para escribir The Family Reunion; la liturgia de la Iglesia anglicana, Dante y el lenguaje de la Biblia, para construir Ash Wednesday –de hecho, el verso con que inicia el poema: "Porque no espero regresar jamás", es un verso de Cavalcanti–; sus lecturas de los clásicos griegos, del mismo Dante –a quien consideraba el más alto poeta de Occidente– y de Baudelaire, para crear The Waste Land –de ahí que haya decidido llenarla de notas bibliográficas para evitar que lo acusaran de plagio. Eliot, como lo ha señalado su mejor biógrafo, Peter Ackroyd, "encontró su propia voz –y la originalidad que le conocemos– mediante la reproducción de las voces de otros, como si sólo pudiera decir algo ‘real’ a través de sus lecturas de literatura y sus reacciones a ésta". Por ello, el Ulises de Joyce le causó una profunda admiración. Joyce había creado un mundo gracias a su apego a la tradición, un apego que reprodujo a través de la parodia de estilos diferentes, es decir, de toda la tradición literaria de Occidente, desde Homero hasta Joyce mismo.

Aunque las vanguardias murieron y las lecciones de Eliot y de toda la tradición perduran, mucha de la poesía de hoy en día continúa extraviada en el mismo universo en el que las vanguardias se extraviaron: penetrada por la ideología posindustrial busca la innovación y no la originalidad y, con ello, termina en un puro balbuceo poético. El poeta, al abandonar la imitación y la tradición por la pura afirmación de su individualidad y del espejismo de la innovación, sustituye el acto creativo por la proclamación del valor intrínseco del acto personal. Sin embargo, el verdadero poeta, a diferencia de lo que es la búsqueda de los procesos industriales, es un buscador de la revelación espiritual a partir de la tradición, de lo que otros han revelado de ella y de las propias experiencias intuitivas del poeta con esa misma tradición, con lo real y el mundo que le tocó vivir. La originalidad poética es así un producto histórico hijo de la tradición, de la imitación y de la intuición creadora; pero al mismo tiempo es también algo que trasciende lo histórico y nos abre al misterio del infinito espiritual. Está en la historia y más allá de ella; es eternidad que se revela en el tiempo y la herencia.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se instale en el Casino de la Selva.


Luis Tovar


Es preciso decir
una mentira

Emanada del programa de apoyo a óperas primas del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), el próximo viernes será estrenada en la cartelera comercial Un mundo raro, primer largometraje del capitalino Armando Casas, quien hasta antes sólo había dirigido, hace doce años, el cortometraje Los retos de la democracia. La producción del filme corrió a cargo del IMCINE, el Foprocine y el propio CUEC –Mitl Valdés, su director en funciones y actualmente uno de los más activos promotores del cine mexicano, también figura en los créditos. Esto es importante dado que el lanzamiento de la película corre, inusualmente, a cargo de una distribuidora grande. Ignoro si el convencimiento de que respaldar una película mexicana puede resultar en algo fructífero surgió de la buena acogida que la cinta tuvo en su primera presentación, hace casi un año, en la Muestra de Cine de Guadalajara, o si decidieron afrontar el riesgo, para hablar en sus términos, enrolados en la todavía incipiente confianza que la producción nacional ha comenzado a provocarle a los dueños de la cancha y el balón cinematográficos. Lo relevante es que se trata de otra película mexicana promocionada siquiera decentemente y no "a escondidas", como aún suele suceder. Y por si eso no fuera suficiente, estamos hablando además de una ópera prima del CUEC, institución que, como cantara Javier Solís, para los empresarios del celuloide siempre ha significado menos que nada.

Les diré que llegué...

A sus treinta y siete años de edad, Armando Casas dirige con muchos más aciertos que deficiencias la historia de Emilio (un estupendo Víctor Hugo Arana, que sin problemas puede considerarse un elemento notable de la más reciente generación de actores jóvenes –Luis Fernando Peña, Ximena Ayala, Nancy Gutiérrez, Maya Zapata, etcétera–), un ladrón urbano de poca monta y buen corazón. Él y su hermano Pancho operan en connivencia con un taxista, y un día secuestran a Tolín (Emilio Guerrero), un conductor de televisión cuyo perfil de personaje surge en línea directa del ajusticiado Paco Stanley: "simpático" ante la cámara y nefasto el resto del tiempo. Como Emilio siempre ha sido admirador de Tolín, en vez de pedir rescate por él le ruega que lo incluya en su programa de televisión. Durante el secuestro, Emilio da patéticas y esforzadas muestras de su falta de talento cómico, mientras sueña con hacerse famoso.

Este buen comienzo resulta un tanto traicionado por las siguientes secuencias, en las que, algo tropezadamente, vemos que Tolín ha vuelto a su vida normal y trata de sacarse de encima al insistente Emilio dándole papeles más que ridículos en su ridículo programa. Sin embargo, en los estudios conoce a Dianita, la de las vueltecitas (Ana Serradilla, en un papel que pareciera haber sido pensado exactamente para ella), y a final de cuentas culmina sus anhelos convirtiéndose en el involuntario patiño de Tolín. La historia se redondea y llega prácticamente a su final después de un cuasirromance entre Dianita y Emilio, el progresivo convencimiento de éste de que la televisión no es por dentro lo que por fuera parece ser, más el regreso casi completo al estado original de las cosas.

...de un mundo raro,

Quizá más importante que la anécdota en sí, Casas parece haberse preocupado especialmente por poner el acento –de manera muy acertada– en el perfil de sus personajes, así como en el contexto donde se desenvuelven. Un mundo raro habla de la televisión mexicana y de quienes trabajan en ella, tal cual, de modo que la sobada frase "cualquier parecido con la realidad es mera coindicencia" prácticamente sale sobrando. Para comenzar, su Tolín, que como ya se dijo es un Paco Stanley de cuerpo completo: inculto hasta la médula, dueño de una soberbia tan voluminosa como su vientre, consumidor de drogas y casi seguro dealer, detentador de un pequeño poder que ejerce lo más que puede... acompañado de Dianita –el infaltable "atractivo visual" en cualquier programa de variedades que no se respete–, la frecuentísima modelo cabezahueca cuya mayor virtud consiste en mostrarle a la cámara lo redondeado de sus nalgas, y que para trascender su mediocridad es capaz de dejarse fornicar, porque sabe que sólo así conseguirá lo que desea.

A este mundo raro quiere entrar Emilio, pero ya sea por un mínimo de dignidad o por eso que algunos llaman condición de clase, su paso por los monitores resulta más bien fugaz, aunque a final de cuentas quede integrado, de un modo u otro, a esa maquinaria de entretenimiento que parece obligar a todos a olvidarse de lo que querían ser y a ser lo que no querían.

Que no sé del dolor...

Sin grandes inversiones, sin actores que la gente recuerde con sólo mencionar su nombre, sin guionistas que se las dan de monstruos literarios, con una producción evidentemente modesta pero con una idea muy clara de lo que se podía hacer con tales elementos, Armando Casas debuta como largometrajista y abre, para la cinematografía nacional, un año del que ojalá recibamos más placer que dolor. Ciertamente, Un mundo raro será tildada por los tildadores de costumbre como una-comedia-más, y le serán señaladas algunas claras impericias formales. Empero, no deben perderse de vista hallazgos tan interesantes como el claro tono fársico y el oscuro tono del humor que Casas le ha impreso al filme. Esos dos rasgos bastarían para ubicar a Un mundo raro más en los linderos de un terreno aún por explorar que en el camino exageradamente recorrido por cintas como El segundo aire y otras humoradas, ésas sí, bastante convencionales.
 

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Michelle Solano


Dramaturgos, ¿Para qué?

Después de realizar un balance sobre los sucesos teatrales del 2001, bien vale la pena hacer una reflexión sobre las condiciones actuales de la dramaturgia mexicana y de quienes la ejercen, para facilitar la comprensión de lo que se verá (y hasta de lo que no) en escenarios, cartelera y publicaciones de nuestro país.

A pesar de que muchos afirman que en la actualidad ya no es necesario partir de un texto dramático para montar un espectáculo teatral, la esencia misma del teatro, que desde su origen sigue siendo la misma –contar una historia–, exige, casi de modo inexorable, partir del material literario. Aun cuando éste no haya sido creado específicamente para la escena –es decir, pudiendo tratarse de géneros como la poesía, el cuento o la novela, incluso el guión cinematográfico– sufre (algunas veces literalmente) una adaptación para que la realización escénica sea posible.

La dramaturgia es el principio de una puesta en escena; un buen texto dramático beneficia el trabajo de quienes participan en el montaje (aunque a algunos les dé por creer que no). En México se ha hablado mucho, en los años recientes, acerca de un estancamiento en la proliferación de buenos textos y dramaturgos. Al respecto, podríamos considerar varios puntos.

1. ¿Cómo juzgar la calidad de dramaturgos y textos con que cuenta el teatro mexicano, si la cartelera ofrece muchas más puestas de autores extranjeros (incluidas las versiones libérrimas, obras de repertorio "clásico" o basadas en textos de autores con nombres como Shakespeare, Auster, Pinter, Brecht? Tal vez no estemos en lo correcto cuando afirmamos que hay una carencia de talento entre las jóvenes plumas de teatro; quizá no hemos tenido la oportunidad de ver ni leer sus obras.

2. Uno de los factores que más daño ha provocado a la dramaturgia nacional es el hecho de que tanto a críticos, académicos, como a la misma gente de teatro, le ha dado por dividir, catalogar, clasificar, cualquiera de las tres o las tres juntas (esa manía, heredada de los malos libros de texto, de querer encasillarlo todo) a los dramaturgos en bloques, grupos, generaciones, etcétera, partiendo de argumentos (unos válidos, otros no) como: año de nacimiento, región del país de donde son oriundos, estilo de sus obras, maestros que tuvo (sí, porque a partir de eso se le achacan ciertas características a su obra; no es del todo descabellado, sobre todo si pensamos en que muchos de los alumnos de X terminan escribiendo como X... pero mal... o peor), y así por el estilo. Pero, quizá, las más pretenciosas son aquellas conocidas como los escritores de La Nueva Dramaturgia, Dramaturgia Mexicana Contemporánea, y otras por el estilo. Esta situación se refleja en un círculo vicioso, auspiciado por quienes otorgan las credenciales para dichos grupitos y quienes las reciben. Pues no, ni esos dramaturgos son todos los que hay, ni todos los que ahí están son exclusivamente buenos dramaturgos (tampoco puede considerárseles tan jóvenes como para formar parte de la Nueva Dramaturgia).

3. Más allá de los grupos y cotos de poder (o taller), la labor del dramaturgo se ha visto desplazada en algunos aspectos y por los siguientes motivos: cada vez abundan más los directores divos que toman un texto y hacen de él lo que les da la gana, en aras de su genialidad y su prestigio, y como lejos de retirarles presupuesto (que sirviera para apoyar a nuevos creadores) se dedican a alabarlos, pues...

Con la exaltación de la propuesta plástica y visual en el teatro (válida cuando sirve a los fines de éste), la historia, la anécdota, languidece a la par que se expande el argumento de que el teatro de palabra no le gusta a nadie, está pasado de moda y, además, no vende.

4. Lo que sucede en la dramaturgia bien pudiera ser un síntoma de la búsqueda de nuevos lenguajes, estilos, elementos, que padece el teatro mexicano. Esto no quiere decir que se carezca de identidad, de reciedumbre y fuerza, pero sí que los nuevos dramaturgos (me refiero a aquellos que apenas han mostrado una ópera prima, ésos que no suenan conocidos y a los que pocas veces se favorece con las becas y estímulos porque "nadie te conoce, mano") tal vez estén escribiendo muy lejos de los intereses de los productores, directores, Maestros y Vacas Sagradas. En todo caso, esta búsqueda ha generado una suerte de éxodo de varios creadores (incluidos directores, escenógrafos, actores, etcétera) hacia otros modos de producción y espacios alternativos, es decir, hacia un teatro no auspiciado, avalado, comprendido, pagado ni presenciado por el sistema (FONCA, CNCA, INBA, UNAM…).

5. Si los hábitos de lectura del ciudadano promedio no son benevolentes con la novela, la poesía, el cuento, etcétera, mucho menos lo son con el teatro, lo que se traduce en que muy pocas editoriales se preocupan por publicar obras teatrales; y cuando llegan a hacerlo, evidentemente se trata de volúmenes que recopilan la obra de varios autores reconocidos.

6. Por último, aunque parezca que no tiene influencia directa, habremos de pensar en las consecuencias de la famosa reforma hacendaria para el teatro. Si de por sí el público ya se quejaba de los precios de los boletos, ahora con el presupuesto tan abollado... 

A este respecto, también hay que tomar en cuenta que los noveles dramaturgos deben estar pensando en dedicarse a otra cosa, porque además de que el teatro no se perfila como una actividad rentable, ahora tendrán que pagar impuestos por lo que ganen... nos están castigando por la oposición a que se gravara con el IVA al libro. Leer, escribir, beber refrescos y agua embotellada, comprar una computadora para estudiar o trabajar, son lujos que no podemos darnos en un país en donde debemos limitarnos a ser mano de obra barata para maquilarle a las grandes potencias económicas y en donde, por supuesto, el arte debe importarnos un carajo... mientras no sea un diputado o un alcalde quienes hagan sus pininos en el cine, claro está.
 

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