La
Jornada Semanal, 13 de enero del 2002
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El péndulo de la locura Paola Dada
La narrativa y la poesía del poeta español Leopoldo María Panero ocupan, precisamente, este territorio sombrío. Nacido en Madrid en 1948, fue miembro de la polémica generación de los Nueve Novísimos, publicados en 1970 por la editorial de Carlos Barral. Además de Panero, incluía a Pedro Gimferrer, José María Álvarez, Guillermo Carnero, Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix. "Esta es según dice Julia Barella en su ensayo en internet "De los Novísimos a la poesía de los 90" la primera generación de poetas nacidos después de la Guerra Civil que comienza a escribir en una sociedad de consumo que mantenía una estrecha formación católica tradicional, donde los niños se evadían a través de la lectura de tebeos, a la espera de quedar deslumbrados frente al cine americano, las primeras televisiones y los discos de jazz y pop-rock." Esta generación manifestó su cercanía con las vanguardias, en especial el surrealismo; con los escritores malditos y decadentes; y defendía el individualismo y el irracionalismo. Como decía Gimferrer, "no sabemos quién narra porque no sabemos quiénes somos [...] el narrador eje firme e invariable del relato decimonónico pierde espesor y consistencia, cede a la inseguridad y a la zona de las sombras", cita Julia Barella. Lo que ofrecían, en resumidas cuentas, era esa novedad que les daba título. Esa zona de sombras de la que habla Gimferrer es visible en toda la literatura de Panero. Autor de más de trece libros de poesía, además de otros de narraciones y ensayos, ha sido condenado a la marginalidad y al escándalo, y recluido en el sanatorio psiquiátrico de Mondragón. Desde ese lugar, desde la locura, el autor mueve un delicado péndulo para comunicarse con el lector. El poeta oscila desde el contenido lógico y la incoherencia novedosa del uso de la palabra, hacia el contenido casi demente y la coherencia absolutamente lógica en el uso del lenguaje. Panero nos habla desde la otra orilla pantanosa del río invitándonos a dar un primer paso en territorios menos firmes. Como dice el famoso psiquiatra Ronald D. Laing en su libro Los locos y los cuerdos (Grijalbo-Conaculta, 1990), no se puede hablar de normalidad o locura en relación a una persona, porque tanto en la normalidad como en la locura hay una relación con el mundo, un modo de estar en el mundo y de estar con otros que no puede extrapolarse totalmente de su relación con nosotros. Nos enfrentamos al no-ser en la forma de no-ser metafísico, biológico y moral. Por un lado, nuestra propia aniquilación en el sentido físico y, por otro, nuestra propia aniquilación en términos de ausencia de significado, de una sensación de valor cero. "Pero, creo afirma Laing que existe otra posibilidad y es la pérdida de coherencia, es decir, la pérdida de una relación coherente con el mundo coherente. Sin embargo, uno puede mantener una especie de coherencia de sentido único, sin compartirla con nadie: en otras palabras, una coherencia paranoide, una organización paranoide, o quizá podríamos decir incluso, una coherencia artística." Este podría ser claramente el caso de Leopoldo María Panero. El lector no comprende del todo la lógica de sus narraciones, el sentido o el camino que siguen, pero puede intuirse cierta lógica propia, cierto significado ausente. Esto es especialmente notable en su libro de cuentos El lugar del hijo (Tusquets, 2001). Al acercarse a la escritura de Leopoldo María Panero se produce una escisión entre poesía y narrativa. Los poemas del manicomio de Mondragón y de la Teoría del miedo son dos libros para sacudir el sentido semántico al que estamos acostumbrados. La poesía de Panero está regida por su reconocimiento de la imposibilidad de nombrar las cosas, de la muerte de la poesía como verdad, al mismo tiempo que rescata la posibilidad de hacer poesía desde el cadáver de la poesía misma. "La muerte nos llama desde el poema como su única posible realidad. Malraux dijo: sólo la muerte transforma la vida del hombre en destino. Nosotros diremos: sólo la muerte transforma el poema en poema." No se trata de una visión negativa de la poesía, sino de un momento suspendido. Tiene que ver con la relación que establece el poema con el lector y cómo el lector le da un nuevo sentido. Leopoldo María Panero escribe poesía corta, algunos haikús y otros poemas no muy extensos, pero en el fondo complejos. Hay pocas claves, pocas señales para desentrañar el significado del poema, porque quiere dejar al lector en el abandono, a que encuentre su propio decir interno. Por el otro lado está su narrativa. Es otro territorio extraño, distinto al de la poesía, pero enraizados en el mismo pantano. Con una sintaxis clara, Panero lleva al lector a los territorios de la locura. Lo hace tomándole la mano, hablándole siempre en primera persona. Este sentido testimonial de cada cuento ayuda a reforzar su poder evocativo. En casi todos los cuentos uno siente el borde de la locura; percibe cómo el personaje se llena de sensaciones que están a punto de demostrar que sí está loco... pero el cuento sigue y sigue, hay un paso más, otro borde, otro camino, antes de la locura total. Por eso decía que es como un terreno pantanoso: uno puede ir caminando precavidamente, con el agua en los tobillos, y de pronto encontrarse en la otra orilla... la de la locura. Los cuentos de Panero logran esta atmósfera con varios recursos. Por un lado están los ambientes en los que se desarrollan las narraciones: los territorios desconocidos del Amazonas, paraísos microscópicos contenidos en una gota de agua o tierras vikingas en tiempos de la fundación de los dioses. Por otro lado, utiliza también una cronología infantil. Es decir, va contando una cosa que sucede después de otra sin que termine el lector de entender cuál es el conflicto central del protagonista. Howard Gardner, en su libro Arte, mente y cerebro (Paidós Ibérica, 1997), afirma que "las primeras secuencias de juego de los niños son sólo conjuntos de acciones que pueden o no sucederse una a otra, pero que en ningún caso constituyen una narración o una historia. Lo que está ausente de estas secuencias es el aspecto esencial del cuento: la característica que lo identifica, o sea, alguna clase de problema o conflicto que enfrenta el protagonista y que a su debido momento encuentra algún tiempo de resolución preferentemente satisfactoria". Esta actitud infantil del narrador pone al lector en un estado de constante alerta, de esperar qué suceso nuevo le acontecerá al protagonista y de buscar algún nexo con el suceso anterior. En tercer lugar, para lograr el ambiente desquiciado, el autor utiliza diferentes personajes, pero siempre desde una voz narrativa en primera persona, y le da un sentido autobiográfico a las confesiones. Sin embargo, se nota que hay un gran trabajo de autor porque cada uno de los personajes posee una personalidad distinta. Es decir, hay una verdadera construcción del personaje, a pesar de que use su propia experiencia para transmitir sus sensaciones. Esta transmisión sería la última de las características de Panero. La descripción que hace de la locura desde la lucidez es como enseñarle al lector, de cerca, de lo que se está hablando. Cada personaje reconoce ese borde en el que se encuentra. Panero asoma al lector al acantilado y le hace sentir el vértigo de estar consciente de estar loco: "cuando tuve la oportunidad de conocer a fondo la locura y encontré allí, confusamente descritos, muchos de los misterios que perseguía, presentí oscuramente que la llamada locura era tan sólo la violación de una prohibición que pesa sobre toda alma, acto de forzar una puerta que no podía abrirse a ciegas sin exponerse al desastre que trae consigo el viento o, sin metáfora, todo exceso de energía: supe, pues, que allí se escondía lo que una ciencia antigua y maldita nombraba como el terrible y maravilloso secreto: y habría de saber más tarde que lo maravilloso no es apenas distinto de lo terrible". (Medea, adaptación del relato del mismo nombre de Fitz James O'Brien, en El lugar del hijo). Con todos estos recursos, Leopoldo María Panero logra invitar al lector a un viaje pendular entre la cordura y la locura.
N O V E L A El ángel del silencio Elizabeth Romo
La muerte. Arriba, en las familias de los sicarios; abajo, en la mirada cada transeúnte de Medellín, dentro del corazón de los niños. En esta Colombia de tratados y de políticos que se desvanecen entre historias de media tarde, un sicario, un asesino a sueldo, es un niño de doce o catorce años con una pistola, con sueños de ropa de diseñador y quién sabe cuántos muertos antes de caer al asfalto. Con una afilada puntería, que da justo en medio de los ojos, como la aparición de Alexis entre las hojas, el ángel del silencio. Aquí no hay preguntas, hay un vacío que se extiende al fondo de los personajes, a cual más complejo, tramando una historia que de cualquier forma es pan del mundo: el vacío sólo se acaba con la muerte. Y detrás de la muerte, nada. No hay dios que azote las palabras de esta narración en que el amor es perdición, como la vida o el ruido o el soslayo; y si lo hay, es el gran asesino jugando con los hombres. Este es un canto de amor, no cabe duda, donde las iglesias se vacían de fieles mientras una nueva raza se hace fuerte y se aniquila a sí misma casi en el mismo instante. El misticismo de la destrucción, en vez de nublar los ojos, hace claro el testimonio de un mundo que no puede esperar a que llegue su fin. "Es la imposibilidad de llorar la que conserva en nosotros el gusto por las cosas y las hace existir todavía: impide que agotemos su sabor y nos apartemos de ellas", nos dice Cioran, casi hablando de estos ángeles que van limpiando las calles, aun de ellos mismos. Los asesinos piden a la virgen que no falle su puntería, que no haya dolor en la muerte, y llevan tres escapularios en el cuerpo. Uno al cuello, uno en la muñeca, uno en el tobillo. Quizá un recuento de las batallas perdidas, quizá el misterio de su permanencia en la Tierra. Y todo aquello que pudiera molestar al narrador desaparece delante de sus ojos, y Medellín vuelve a ser ella al ritmo de una balacera. En esta reedición de La Virgen de los sicarios vuelve la pluma que es amenazante no por el tono sino por la falta de ceguera; Fernando Vallejo abre de nuevo el camino. Como Barbet Schroeder lo hiciera, atento a la lucidez de la lluvia en que se desbaratan los sucesos de la novela, llevándola al cine con guión del propio autor. Esta es una historia de contraposición en que la constante alegoría de la religión espejea con una concepción delirante y terrible para llevarnos a una voz que canta, sin necesidad de alteraciones estilísticas, una crueldad reveladora ante la miseria. Y así, al encontrar la mañana
después de la muerte de cada noche, la irrealizable necesidad de
llenarlo llena de terror, a Medellín, a Colombia, a la realidad
que nos persigue en un mundo que no termina de acabarse, y cuando el relato
se cubre y se aleja, nos deja con la sensación de carencia, como
si hubiera algo que no atinamos a hacer
Lejos del sacrificio Amalia Rivera
Se trata de quince cuentos en los que destacan la originalidad de las historias y sobre todo los personajes femeninos que irrumpen en la literatura arrebatando trapos y plumeros con los que no pocas escritoras dotaron a sus personajes para hacer lo que la crítica denominó la apología de trapeador. Las mujeres de Meyer toman esas mismas escobas, pero para empuñarlas como armas, lo mismo de boca oscura que blancas, y siempre "para despejar cualquier duda que quedara sobre la capacidad de una mujer para sacar adelante el nombre de la familia" ("El nombre de la familia"). Sus mujeres están muy lejos de asumirse víctimas, han aprendido de sus errores y ni por asomo están dispuestas a cometerlos de nuevo; responden a instintos de sobrevivencia: no piensan las cosas largamente: "lo pensé dos mañanas. A la tercera, al intentar sacar un poco de champú de la botella y recibir las últimas tres gotas, me decidí" ("Corazón de mujer asesina"); sólo saber obedecer a sus antojos lo mismo de carne cruda que de un pirata, "ay Lorenzo, Lorenzillo de mi buen alivio"; son mujeres de "buen ver y de mejor tocar", con corazones asesinos, mentes calculadoras que han aprendido a odiar y con la capacidad para entrar por la puerta grande del crimen perfecto como manifestación de venganza absoluta. Lejos están del sacrificio, brincan de lecho en lecho, que comparten lo mismo con hombres que con sus iguales, y abandonan al varón que no las satisface; aquí hasta las musas dejan sin miramientos a un escritor de tercera. Los varones de Meyer quedan en la soledad llorando o escribiendo versos de amor a las sirenas sin lograr sobreponerse al abandono, porque bien lo saben: "es difícil y costoso no tener mujer en casa" ("Este lado del silencio"). Unos y otras sólo responden a sus pasiones movidos por sentimientos de venganza, envidia, celos, en un mundo de sobrevivencia individualista. La autora, quien ha sido becaria del inba, del Fonca, ha realizado amplio trabajo en la conducción de talleres literarios y es directora de la Sogem de Puebla, sabe introducirse a fondo en la psicología de sus personajes, además de poseer gran dominio del lenguaje y de la estructura narrativa. Sus cuentos se inscriben en el ámbito del realismo y en el de la literatura fantástica, particularmente en lo "extraño maravilloso" o en "la otredad", según la clasificación de Tzvetan Todorov. Los receptores dudan que los hechos formen parte de la vida real de los protagonistas y esta vacilación se mantiene hasta el final, sin que el lector acierte a encontrar una explicación lógica a lo que sucede, lo que, finalmente, es una rica materia prima para su trabajo literario, como puede verse en: "Un escritor de ensayos", "Lógica de los subterráneos", "Donde salta la liebre" y "Predominio de los espejos". Otros relatos se instalan en el ámbito de la realidad para recrear acontecimientos que ya forman parte de las leyendas urbanas posmodernas de la Ciudad de México, como puede ser la aparición en los años setenta de un grupo de mujeres asaltantes de banco que, se dice, eran guerrilleras que abordaron un autobús para repartir el botín entre los pasajeros: "para que los cabrones compartan un poco de lo que arrebatan" ("Lo profundo de la sangre"). También hay una recreación de los sismos del 85 a través de la tragedia de un poeta con mirada verde alquimia ("Antes de tu nombre"). En historias como "Lorenzillo de mi buen alivio" y "Almíbar para las hadas", Meyer hace gala de su dominio del lenguaje y de su versatilidad en la elección de temas. Destaca su predilección por introducirse en historias de escritores ("Este lado del silencio", "Donde salta la liebre", "Un escritor de ensayos"), en las cuales los personajes se convierten en verdugos del propio autor o en criaturas siniestras que arrojan a su creador a la locura, a la muerte o a la incertidumbre. Quizá el primer cuento que abre el libro, "Malamor", no sea el más idóneo para retener al lector, o tal vez propositivamente Beatriz Meyer prefirió ofrecer lo mejor más adentro, como en un concierto que va creciendo en intensidad, en este libro hecho para saborearse o devorar de un solo bocado N O V E L A La vejez desde las letras José García-Candás
El protagonista de la última novela del madrileño Raúl Guerra Garrido (1935) es un ejemplo de esta costumbre nuestra. Escritor de prestigio entrado en una vejez con la cual no logra reconciliarse, el Raúl homónimo en la ficción de El otoño siempre hiere se ve obligado a regresar a su pueblo natal para presenciar los funerales del patriarca de la familia, confirmando una certeza detestable: la muerte lo está rondando y nada lo salvará de ella. De estilo directo, muy concreto, y con una agilidad que se opone a la lentitud achacada a la tercera edad, la novela de Guerra Garrido transcurre a través de capítulos dobles que recrean la dualidad temporal en la que se desenvuelve el protagonista: el presente, permeado siempre por los recuerdos idos, y el futuro inexorable; y el pasado soñado, en el que la nostalgia se confunde, convirtiéndose en momentos literarios en los que la ficción y la objetividad forman otra realidad. Si, como dicen, el cine es mejor que la vida, y los recuerdos y los sueños son mejores que el presente, la literatura resulta ser entonces el refugio más seguro y más ambiguo a la vez, pues las palabras modifican y prejuician como no lo hará jamás una lente o un instante ya vivido, pero salvan de la abstracción y del olvido a los pensamientos y a los sentimientos. Oficio de autor sobre la misma muerte a la que teme, que logra vencerla al convocarla. Raúl, desengañado de la vida y temeroso de cruzar el umbral inevitable, sólo cuenta con la literatura como última salida a sus temores, a la avalancha de recuerdos y presentes que le ofrecen sus parientes redescubiertos, ancianos e inseguros como él: misterioso reino el de la muerte, no obstante lleno de amigos. Para ello se hace acompañar por autores diversos, por sus palabras y sus intenciones, incluso por la aversión que siente por sus obras cuando éstas plantean un recurso que acentúa su dolor, como en el caso de Proust, al que rechaza por recurrir a la autobiografía como género, apelando al ego y a la vanidad para evadir lo inevitable. Más modesto en sus fines, pero más digno en la comprensión y alcances de éstos, Raúl enfrenta lo que viene con la ayuda de las letras, de su reflexión del mundo y de un equilibrio sentimental e intelectual. Aun sabiendo que eso no lo librará de la muerte ni del miedo a ésta, se aferra a lo que sabe y lo que imagina, con la convicción de que nada acaba hasta que llega el final y se atenta contra la dignidad de la muerte. Sólo en la existencia y en la decisión hay alivio frente a la fragilidad, hecho ineludible de la condición humana. El otoño siempre hiere es una novela brillante porque la reflexión va de la mano con la franqueza y su sencillez no evita la prosa inquieta y aventurada. Pero más que eso, es una obra sincera, escrita por un viejo para otros viejos, sean éstos actuales o potenciales, en la que no hay lamentos ni engaños, sino verdades claras y bien dichas. Si en todos nosotros hay un niño que disfruta las aventuras de Harry Potter o de cualquier otro héroe infantil, también existe entonces en nuestro interior un anciano que tendrá que enfrentar el más inmenso de los misterios cuando llegue el momento. Para ese viejo es esta novela. Después de todo, aún hay gente que antes no se moría, diría alguien intentando no entregarse a la muerte
FICHERO LOS LIBROS QUE LLEGAN A NUESTRA REDACCION Francisco Zarco y el Distrito Federal, Ignacio Marván Laborde (compilación), Gobierno del Distrito Federal, México, 2001, 156 pp. artes plásticas
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