Mike Stern viajó del ambiente soñador del jazz a las trincheras del rock
JOSE GALAN
Primero un riff punteadito de la guitarra que establece un ambiente soñador, al que se une en coro el sax tenor. Atrás, batería y bajo arrullan la pieza. Todo muy smooth jazz. Y, de repente, se suelta el infierno. La lira se convierte en una máquina guerrera que explota las trincheras del rock donde libran combate de virtuosismo los otros tres ejecutantes.
Así, sin imaginarlo, pasa uno del jazz con reminiscencias de música étnica al requinteo distorsionado de escalas interminables con un fuerte sentimiento de blues. Comenta alguien que la música de Mike Stern es como entrar en un elevador: empieza suavemente y de repente va uno a toda velocidad. Es buena metáfora.
En 1982 el guitarrista acompañaba a Miles Davis durante las famosas sesiones del club Blue Note, en Nueva York, palomeando las rolas de ese gran disco del maese Miles: The man with a horn. No cualquiera. Y jazzeaba las melodías para soltarse el chongo sin previo aviso y entrar en los terrenos de la fusión. Y lo sigue haciendo con fineza, alegría y ferocidad. La audiencia que llenó el Salón 21 el pasado jueves por la noche pudo asombrarse con ello.
Y no sólo Stern, con su Yamaha, dejó pasmado al respetable. El legendario Dennis Chambers en los tambores y el juego y rejuego de tiempos, contratiempos, beats y ritmos que, sin realmente inmutarse, imprimía en pieles y platillos, ofreció un espectáculo de recuerdo. En el sax tenor Bob Fransceschini fue todo un descubrimiento, como también en el bajo preciso, conciso y macizo Lincoln Goines.
Y firmaron su pase de entrada en la primera rola, Cold play, en la que cada uno efectuó un solo que marcó la pauta del caudal de rolas por venir. Un grupo compacto, de enorme talento, en un concierto de sorpresas. No acababa uno de digerir el beat jazzístico, como una canción de cuna que salía de las seis cuerdas de su lira, cuando de repente, y sin uno percatarse, la lira distorsionaba en un requinteo feroz hacia la más pura fusión con el rock. De la ternura de un solo que se viera interrumpido por algún inconsciente golpeando la estructura de metal del salón hasta el frenesí de la rola Still there.
Cuando uno escucha sus grabaciones de estudio, como el último disco, Voices, se queda con la impresión de que se trata de una mezcla de world music, jazz con influencia de Pat Metheny y sonidos de la costa este de Estados Unidos, tipo Cuentos del Hudson, de Michael Brecker. Nada parecido, como quedó demostrado en la rola Way out east. A Mike Stern hay que escucharlo en vivo.
Y uno puede pensar que juntar a músicos blancos de jazz resulta en un combo de primera. Pero creo que tener a un baterista afroamericano, con el swing, el beat y el blues en la carne y la sangre, es vital para no perder la esencia de esta gran corriente musical. ¿Es un asunto de raza? Habrá sin duda grandes bateristas blancos europeos, estadunidenses, mexicanos. Pero me quedo con Dennis Chambers, o el jamaiquino Billy Cobham o Roy Haines o Jack DeJohnette o Don Alias para sostener la trama sincopada.
Mientras escucho el solo de batería de Dennis Chambers, con el tronco relajado, sin moverse, en tanto no se ven ni manos ni brazos ni piernas, en una feria de tiempos y contratiempos, también opongo a ese argumento bateristas como el turco Trilok Gurtu. Pero es, pues, cuestión de gustos. Como el sax de Franceschini. En los ritmos de Stern, lo prefiero a Michael Brecker, sobre todo cuando frasea hacia lo más ronco de su instrumento, sin contemplaciones para luego unirse al coro con la guitarra.
Sobre todo, es preferible tener a músicos que se divierten con su talento que mercenarios con el puro compromiso de sacar las rolas. Y estos cuatro músicos enormes se divirtieron al grado de otorgar al repetable dos encores, casi 20 minutos más de música que, al fin, los promotores han descubierto que es buen negocio.
Y si el año empieza con conciertos de jazz de este tipo en el Salón 21, qué buen año va a ser. De veras.