Hermann Bellinghausen
Baile de vivos
Vendrán cansados. Hay que darles oportunidad de descansar. Sí, a todos, aunque se nos llenen de aire y sueños los pabellones. Lo mismo, qué puede soñar esta gente, por dios. Si acaso habrán aprendido a domar pesadillas. Los he visto despertar en la noche y deambular entre las literas con cara de espanto. (Llegaron cansados, polvorientos, ocho. Les ofrecimos agua en jarras de barro, y la bebieron sonriendo, el agua escurría de las comisuras al cuello y más abajo, no había tiempo para cuidar modales. Esperaba más, el supervisor, que es el que hablaba en el párrafo anterior. El de los paréntesis soy yo, paramédico. Por salud mental no compartía las opiniones del supervisor, pero evitaba contradecirlo, no tenía caso.)
Velos, pobres diablos. Han de ser los únicos que la hicieron de la caravana. La travesía, las minas, los tiroteos habrán acabado con los otros. Por la radio de banda la Cruz Roja anunció que vienen 34. Dales frazadas, que en la noche el frío puede pasmarlos. Con lo que han de necesitar dormir. (El supervisor, ah la condescendencia europea, hablaba inglés enfrente de ellos para que no entendieran. Ellos a su vez hablaban animadamente en su lengua con renovada saliva en las bocas. Se despojaron de su carga -sería excesivo llamarla equipaje- ayudándose unos a otros a soltar lazos y cinchos. Apenas nos prestaban atención. Como si estuviéramos pintados.)
Pasaron de mudos a loros. Míralos. Lo que produce el estrés del miedo. (En ese entonces habían aumentado las matanzas en las montañas, y las bandas perseguían fugitivos hasta los médanos y el desierto, para liquidarlos. Los perseguidos no estaban a salvo hasta alcanzar nuestro puesto, bajo tutela de la ONU, lo cual no era ninguna garantía, pero qué otra cosa podían esperar en tiempos de rabia como aquellos, cuando los fotógrafos venían a buscar su Pulitzer y se lo llevaban. A pocos kilómetros del puesto comenzaba la vasta tierra de Sálvese Quien Pueda, el no país favorito de los buitres.) Llegaron cargados estos prietos. ƑEn qué vendrían pensando? ƑQue huir es un paseo en el parque? Ese maldito desierto (dijo "bloody", bien británico que era), un horno a mediodía. (Conocí supervisores peores. Sobre todo en África. La actitud perdonavidas de éste hacia "this poor savages" lo volvía tolerante con sus subalternos, que éramos blancos como él. Entonces, uno de los llegados inició un canto a voz pelona con una dulzura que de súbito me rompió el alma. Hasta el supervisor arqueó las cejas. Por desdeñarlos, no vimos qué desempacaban. Lo supimos cuando empezaron a tocarlos. Sus instrumentos. No era triste, la voz. Unas como guitarras y unos compactos tambores echaron a correr tras la canción, y un pequeño xilófono que sonaba como gran marimba, no sé cómo si cabía entre las manos.)
Ah caray, ya viene el resto. Uf, te dije que necesitarían espacio. El bastimento que tenemos alcanza. Por lo visto, no los atacaron. La hicieron todos. "The lucky ones". (Los recién llegados, más ligeros que los primeros ocho resulta que músicos, venían tan sedientos y sucios como ellos, y apuraron con igual avidez las jarras. Y al mismo tiempo se pusieron a bailar. Algunos percutían las jarras vacías. Descalzos, ropas rasgadas, escuálidos la mayoría, hombres y mujeres, en su desahogada felicidad no delataban su condición fugitiva. Salmodiaban las coplas en lengua. El supervisor, cincuentón que se las daba de alivianado, de muy "sixties", tenía esa cosa sajona del orden, las reglas, los procedimientos, la operación mental correcto-incorrecto. Se quejó conmigo de que esos prietos convirtieran el puesto de socorro en pista de baile. No se me ocurrió ningún comentario sobre el punto. Él mismo sintió enseguida la tontería de sus resquemores. Qué más daba. Eran 35, no 34. A uno no lo habían contado los suizos. Qué raro, suelen contar muy bien. Tal vez se pegó a la caravana en el camino. Recuerdo la tarde que caía en el cielo vasto del desierto. Unas cuantas nubes por todo invierno: suaves girones de trapo con el color de la aurora.)