Horacio Labastida
Argentina: doble gobierno
a enorme importancia dramática de la crisis argentina no es sólo de Argentina, sino, en verdad, una crisis que refleja de manera virtual la situación en que se hallan los países latinoamericanos, con excepción de Cuba. El reporte de Stella Calloni sobre la significativa manifestación del pasado lunes 28 en Buenos Aires (La Jornada, no. 6256) muestra en profundidad la contradicción fundamental que desde hace largos años afecta gravemente al maravilloso pueblo independizado de España por el heroico San Martín. Sobre todas, la administración de Carlos Saúl Menem, entre 1994 y 1999, fecha ésta en que fue derrotado por la alianza que lanzó la candidatura de Fernando de la Rúa en los respectivos comicios, acentuó en grados muy agudos la dependencia en que se encuentra el país, a partir del momento en que el citado Menem adoptó sin límite el modelo neoliberal que provocó crecimiento económico y estabilidad sustentados en pies de barro. En 1990 se anunció la privatización de 40 empresas del Estado, junto con el plan del primero de abril de 1991, por el cual se garantizó la convertibilidad de la moneda, bajos intereses y apertura cabal a las importaciones e inversiones extranjeras; en marzo de 1991 habían sido abolidos los impuestos al comercio exterior agrícola, sin que estas medidas aparatosas y resonantes del menemismo impidieran la severa recesión de 1995, acompañada de elevada evasión de los pagos fiscales por parte de los grandes negocios y de la escandalosa corrupción oficial y no oficial que era imposible ocultar. Para sacar al gobierno de sus aprietos, en 1998 el FMI le concedió un crédito de 2.8 billones de dólares, otorgándole facilidades que permitieron cantar victorias mercadotécnicas mentirosas, que se usaron con el propósito de mostrar una Argentina próspera y progresista. Con todas las fuerzas al servicio de la autoridad, se afirmaba que al fin la inflación estaba bajo control, menos de uno por ciento en el bienio 1996 y 1997, al mismo tiempo que las privatizaciones comprendían prácticamente la totalidad del patrimonio industrial del Estado. Se hacía ver, además, que el crecimiento del producto bruto era más o menos de 5 por ciento anual en la década iniciada en 1990, y se celebraba con aplausos la dolarización de la economía, al punto de que las transacciones no se hacían en pesos, sino en dólares; desde entonces se hablaba de abandonar el peso y adoptar el dólar o de hacer lo que Cavallo consiguió: igualar peso y dólar para los efectos del intercambio.
Sin embargo, ni la mercadotecnia desatada ni las multiplicadas sonrisas de Menem ni los escenarios ad-hoc de la televisión, en los que aparecía el comprado halago de la gente a los mandatos presidenciales, escondieron la cruda realidad. Al lado de los agradecimientos de las elites a la política que hinchaba sus bolsillos, alentada por el gobierno, la privatización neoliberal generaba el cese de miles y miles de trabajadores, el ahondamiento de la pobreza y la indignación de una clase media que veía con espanto su inminente caída al proletariado. El desempleo brincó de un dígito en los finales de 1980 a 14 por ciento al final de 1997, sin que disminuyera después. La dolarización de la economía provocó niveles famélicos de vida en amplias masas. Thomas E. Skidmore y Peter H. Smith observan que paralelamente al desempleo y la carestía, la "corrupción afectaba a todas las clases. Investigaciones independientes llevadas a cabo en 1996 y 1997 revelan que la corrupción misma y la conciencia pública de esta corrupción crecieron a partir de 1990" (Moder Latin America, Oxford University Press, 2001, p. 105). Es decir, la fastuosidad y el contento de las minorías locales y foráneas, hartas en regocijos con una política que se correspondía con sus deseos, fueron denunciados por un pueblo que decidió expresar sus protestas y echar a Menem de la Casa Rosada al concluir su segundo periodo de cuatro años, sin lograr el cambio que de manera unánime demandaban unos y otros. Es bien sabido que por igual el sucesor de Menem, Fernando de la Rúa, y el que siguió a éste, Eduardo Duhalde, nada han hecho. Las expresiones públicas populares enfrentan una condenable represión, porque el gobierno acata la doble política que le es propia: por un lado apoya las exigencias del capital trasnacional, y por el otro auspicia la dependencia y su otra cara: la opresión de los movimientos que buscan liberar al pueblo de la injusticia social. Con razón, los manifestantes del citado 28 de enero exigieron el fin de la entrega del país y del plan económico que pretende implantar Duhalde de acuerdo con el FMI. La consigna fue muy clara: acabemos con el poder político del poder económico, afirmaban los manifestantes, y hagamos que el poder político sea poder político del pueblo.