Ť La temporada inaugural fue de cuatro corridas;
en tres actuó y triunfó Manolete
Hoy cumple 56 años la Plaza México, el
coso taurino más grande del mundo
Ť El primer capotazo lo dio Román El Chato
Guzmán y la primera verónica El Soldado
Ť Una barrera de primera fila de sombra valía en
la taquilla 50 pesos y una de sol 35
LEONARDO PAEZ
Era tal la expectación creada con motivo de la
inauguración de la plaza de toros más grande del mundo, que
para el martes 5 de febrero de 1946 el gobierno del Distrito Federal había
autorizado cinco rutas de tranvías y seis de autobuses que desde
distintos puntos de la ciudad ?con una población de poco más
de dos y medio millones de habitantes? terminaban en las inmediaciones
del increíble coso.
El dólar se cotizaba a 4.85 pesos, una barrera
de primera fila de sombra valía en la taquilla 50 pesos y una de
sol 35, lo que equivalía a un aumento de casi 50 por ciento en relación
con las del viejo coso de El Toreo. Aunque por seis pesos en sombra general
y 3.50 en sol también se podía admirar -sólo si se
tenía vista de lince, pues esas localidades están a 40 metros
del ruedo- el arte de Manolete y de Procuna, ya que El Soldado
protagonizó la primera rechifla en la vida del magno escenario
taurino.
Con sólo una corrida toreada por el diestro de
Córdoba en El Toreo de la Condesa -39 años de sólida
tradición taurina- y tres en plazas de los estados, el pundonoroso
torero se había convertido en el tópico de todas las conversaciones,
no en las de los adolescentes o en las de los taurinos, sino en las de
todo el mundo.
Primicias del nuevo coso
La
breve temporada inaugural constó de cuatro corridas, en tres de
las cuales actuó y triunfó Manolete, provocando otros
tantos llenos. La primera ovación fue para Lorenzo Garza, que en
la tarde inaugural se encontraba en el tendido.
El primer capotazo lo dio el magnífico subalterno
Román El Chato Guzmán, la primera verónica
El Soldado, el primer puyazo José Noriega El Cubano,
el primer tumbo lo sufrió Berrinches II en el primer puyazo
al tercero de la tarde, y la primera puntilla la dio Atanasio Velázquez
Talín.
El primer toro ovacionado en el arrastre -desperdiciado
por Luis Castro- fue Jardinero, que abrió plaza; el primer
toro devuelto a los corrales fue Peregrino, la primera oreja la
cortó Manolete al segundo de la tarde, Fresnillo;
la primera cogida, sin consecuencias, la tuvo Luis Procuna en el sexto
de la tarde, y la primera ganadería que lidió en el novedoso
escenario, el hierro zacatecano de San Mateo, propiedad de don Antonio
Llaguno.
El primer rabo lo obtiene El Faraón de Texcoco,
Silverio Pérez, alternando precisamente con Manuel en el segundo
festejo, en que bordó a Barba Azul, de Torrecilla, en emocionante
tarde en que ambos diestros se brindaron sendas faenas.
Rarezas de la fiesta o disminución de la bravura:
en 56 años de vida, esta plaza monumental e indiferente sólo
ha visto morir en su arena al banderillero Mariano Rivera, el domingo 30
de enero de 1955, quien sufrió un infarto mientras devolvía
prendas cuando su matador Jumillano daba la vuelta al ruedo.
Otros que la han llenado
Tras el sensible fallecimiento de Manolete en Linares,
el 28 de agosto de 1947, muchos pensaron que la Plaza México no
volvería a llenarse; sin embargo, tres carismáticos y competitivos
novilleros mexicanos volverían a hacerlo en 1948: Manuel Capetillo,
Jesús Córdoba y Rafael Rodríguez, apodados Los
tres mosqueteros, más el menudito Paco Ortiz, a quien llamaron
Dartañán. Fue la prueba de que aún esa plaza
podía resultar chica cuando en el ruedo se encuentran toros y toreros
de casta, con un celo profesional, una entrega y una bravura capaces de
emocionar, no de divertir.
Ese año de 48 empezó su labor como torilero
de la México Gonzalo Rivero El Chino, quien hasta la fecha
continúa haciéndolo cada domingo, por lo que cumple 55 años
en tan delicado trabajo, no sólo encajonando toros según
el orden de la lidia, sino lidiando con las embestidas de los distintos
empresarios que en el coso ha habido.
En la década de los cincuenta surgieron toreros
con capacidad interpretativa y carisma como Jorge El Ranchero Aguilar,
Juan Silveti o Joselito Huerta. Y vino el torero portugués más
querido del público mexicano, Manolo Dos Santos, quien por su entrega
se volvió garantía de espectáculo. De España
llegaron, entre muchos, Julio Aparicio, Jumillano, Antonio Ordóñez,
Dominguín o Litri, los tres últimos famosos
en su patria, pero que en la México no lograron hacerse del público.
Tardes inolvidables protagonizaron los aún en activo Carlos Arruza,
Fermín Rivera, Antonio Velásquez y Luis Procuna.
Llenaplazas y mandones
Mención obligada en esta apretada síntesis
de la historia de la Plaza México merecen algunos novilleros que
se convirtieron en ídolos de la afición, así fuese
fugazmente, ya por su fallecimiento, ya por falta de administración
y de criterio empresarial. Los malogrados llenaplazas José
Rodríguez Joselillo en las temporadas novilleriles de 46
y 47, y Valente Arellano en las de 82 y 83, así como Fernando de
los Reyes El Callao y Amado Ramírez El Loco, a mediados
de los cincuenta.
A comienzos de los sesenta los sevillanos Diego Puerta
y sobre todo Paco Camino conquistan, con su temeridad el primero y su arte
el segundo, al público de la monumental, así como el carismático
Manuel Benítez El Cordobés y el cariacontecido pero
sólido maestro salmantino Santiago Martín El Viti.
En la segunda mitad de esa década llegaron a la
México Manolo Martínez, Curro Rivera y Eloy Cavazos, que
se convirtieron, para bien y para mal, en los mandones del espectáculo
taurino en México los siguientes 20 años. Un maestro de rotunda
tauromaquia pero escasa capacidad de convocatoria es Mariano Ramos, a partir
de los setenta.
En los ochenta se consolidó por fin El Capea,
para convertirse en el consentido de la afición y empezaron a dar
color Miguel Espinosa y Jorge Gutiérrez, y hubo eventuales destellos
del refinado arte de David Silveti y Guillermo Capetillo. Pero en los noventa
fueron los españoles Enrique Ponce y El Juli quienes se hicieron
del cetro de la popularidad en el coso de Insurgentes, pálidamente
enfrentados por la buena técnica y discreta expresión de
El Zotoluco y Rafael Ortega, en un inicio del nuevo siglo taurino
mexicano, caracterizado por su dependencia de los diestros españoles
y, lo más grave, por la alarmante disminución de la bravura
en las reses de lidia.