Ť Contrató a Modesto C. Rolland para que
en seis meses levantara el inmueble
El magno escenario, rotundo y firme, gracias a la visión
del empresario Neguib Simón
Ť La plaza, casi lo único que se logró del
proyecto de contruir una Ciudad de los Deportes
Ť Concebida originalmente para 45 mil personas, el día
de su inauguración rebasó la cifra
LEONARDO PAEZ
De
la Heliópolis greco-fenicia a la monumental Plaza México,
pasando por Chichén Itzá, un extraño destino de constructores
se entremezcla en las magníficas obras que éstos legaron.
Del seno generoso del Mediterráneo -mar de culturas
y humanismo- a los cenotes sagrados del Mayab -pozos para conjurar calamidades-,
y de la romana silueta de Baalbek, en Líbano, al sereno perfil de
Uxmal, en Yucatán, una línea común de inteligencia
y grandeza espiritual marca imperecedera la superficie de esas geografías.
A ambas regiones perteneció Neguib Simón
Jalife, singular mexicano de origen libanés, nacido en Mérida
en 1896, en una reducida colonia de inmigrantes, quienes en su peregrinar
hacia Estados Unidos en 1882, huyendo de su convulsionada tierra, algo
percibieron en el aire yucateco que los animó a establecerse y ganarse
la vida, primero como modestos buhoneros o vendedores ambulantes y después
como comerciantes establecidos.
Pero las voces interiores del joven Neguib le dictaban
otros horizontes y otras actividades, relacionadas también con el
comercio y la industria, aunque a escala superior.
Como ocurre siempre con los inmigrantes al llegar al país
que los acoge, unos se dan a la amargura y al resentimiento, otros a la
alegría de vivir y de crear, y casi todos al trabajo, sólo
que unos cuantos poseen dotes especiales con las que logran convertir su
trabajo en obras que trascienden.
Aquel arabito despierto, como lo recordaba Ricardo
Palmerín, autor de la música de Peregrina, logró
concluir la carrera de derecho en la Universidad Nacional, para luego desempeñarse,
en 1922, como secretario particular del progresista gobernador de Yucatán,
Felipe Carrillo Puerto, fundador del Partido Socialista del Sureste y devoto
enamorado de Alma Reed, inspiradora de la citada canción, con letra
de Luis Rosado Vega.
Posteriormente, Neguib ocupó los cargos de tesorero
y procurador de Justicia en su estado natal, así como los de diputado
y senador por el mismo. Paralela a la actividad política estaba
su aguda visión empresarial: fabricante de las hojas de rasurar
Ala y de los focos Lux, productos que inundaban el país durante
el respiro económico que permitió a éste la segunda
Guerra Mundial.
Bellos sueños, amargo despertar
Sin embargo, como ocurre con los verdaderos hombres de
empresa, la acumulación de dinero no era la meta de Simón,
que a los 47 años empieza a concebir el para todos descabellado
proyecto de construir una Ciudad de los Deportes que dotara al creciente
Distrito Federal de un magno centro de diversiones y espectáculos
múltiples.
Sobre una superficie de millón y medio de metros
cuadrados, por el entonces semipoblado rumbo de Mixcoac, donde se localizaban
varias ladrilleras, cuya explotación había dejado inmensos
y profundos hoyos, Neguib Simón proyectó un conjunto arquitectónico
que además de amplios estacionamientos incluia frontón, boliche,
restaurantes, cines, arena de box y lucha, alberca olímpica, canchas
de basquetbol y de tenis, playa artificial con olas, centro de artesanías,
el en ese tiempo estadio de futbol más grande del país y
la todavía plaza de toros más grande del mundo, con capacidad
original para 45 mil espectadores cómodamente sentados, cuando la
ciudad de México contaba con poco más de dos y medio millones
de habitantes.
Lo
menos que dijeron los realistas y sensatos de la época es que aquel
hombre estaba loco. Pero como sólo los locos son capaces de soñar
despiertos y de lograr lo imposible, Simón contrató al talentoso
ingeniero mexicano Modesto C. Rolland -el mismo que como funcionario intentó
que fuese modificado el mural de Diego Un domingo en la Alameda- para
que en el increíble lapso de seis meses, con 10 mil hombres trabajando
en tres turnos, levantara el magnífico y funcional inmueble, único
en su tipo, tan acertado en su diseño como desacertado en lo taurino,
pues duplica la capacidad de su antecesora, el Toreo de la Condesa, que
albergaba más aficionados que villamelones, hoy aplastante mayoría.
Innumerables dificultades, zancadillas, envidias y piedras
en el camino -incluidas las intromisiones del hermano incómodo de
entonces, Maximino Avila Camacho, metido a fugaz taurino- tuvo que superar
Neguib Simón para ver coronado, siquiera parcialmente, su visionario
sueño de la Ciudad de los Deportes, ya que sólo pudo concluir
el estadio y la plaza de toros.
Parte del sueño, convertido en condominios y
comercios
Asediado por los impuestos, las deudas y los intereses
de éstas pero, sobre todo, por la miopía y los criterios
enanos de quienes no pudieron ver a futuro los beneficios sociales de aquel
sueño, convertido hoy en hacinados condominios y comercios sin estacionamientos,
Neguib fue obligado a rematar sus terrenos a acreedores como los banqueros
Aboumrad -sus paisanos- y Moisés Cossío.
La prueba de que Neguib Simón no estaba equivocado
la dio su plaza la tarde que fue inaugurada -5 de febrero de 1946-, ya
que resultó insuficiente para dar cabida a los miles y miles de
aficionados de toda la república que quisieron, además de
ver a El Soldado, Manolete y Procuna con toros de San Mateo, ser
parte de la historia.
A 56 años de aquella fecha, sólida e indiferente
a la gloria y al infortunio, a los llenos y a las entradas mínimas,
a las pasiones y a la ausencia de éstas, como milagrosa caja de
resonancia de una multitud urgida de personalidades que la reflejen y dignifiquen,
la Plaza México sigue allí, rotunda y firme, gracias a la
visión de aquel mexicano-libanés soñador de ciudades.
Baalbek y Uxmal, hermanas del gran escenario, también
aplauden.