MAR DE HISTORIAS
Los emigrantes
CRISTINA PACHECO
El gestor de Identificación esperó a que nos sentáramos frente a la videocasetera. Abrió el cajón del escritorio y nos mostró un cartucho. Antes de correrlo nos repitió la explicación que le oímos al llegar a la oficina: "El recurso no es infalible. Hay muchos factores, inclusive emocionales, que pueden alterar la percepción del espectador, llámese madre, hijo, concubina." Celia lo corrigió: "Esposa, casada por todas las leyes y madre de cuatro hijos."
El gestor sonrió, metió el cartucho en la videocasetera y agregó: "Comprendemos la angustia de quienes ansían saber de sus familiares. Estamos en la mejor disposición de contribuir al reencuentro pero no queremos despertar falsas expectativas. Por eso les suplico que vean con mucho cuidado la cinta." Se aproximó a mi amiga: "Me dice cuando quiera que la detenga."
En la pantalla aparecieron un jardín, una iglesia y una callecita empinada. El gestor intuyó nuestras dudas: "Son tomas para precisar la ubicación de la casa." "ƑDe Severiano?", preguntó Celia, asombrada. El hombre soltó una risita de suficiencia: "No. Es el sitio de los que necesitan ayuda, pero entre ellos podría estar su marido."
Enseguida vimos una oficina con tres escritorios frente a los que desfilaban niños y hombres mal vestidos, algunos con bolsas de plástico o bultos bajo el brazo. Tomé la mano de Celia: "ƑEstás segura de que quieres ver esto?" Sin contestarme, ladeó la cabeza, procurando entender lo que decían los hombres que se presentaban ante las secretarías. El gestor intervino de nuevo: "Aquí el sonido está muy sucio, pero en las tomas del patio se escucha bien."
Le murmuré a Celia: "ƑCrees que todavía puedas reconocer la voz de Severiano? Piensa que ha pasado mucho tiempo." "Toda una vida: veinte años de esperar, de ilusionarme, de matarme para darles a mis hijos lo que iban necesitando: comida, escuela, medicinas. Lástima que no haya podido darles lo que realmente les hacía falta: un padre." Agachó la cabeza y se soltó llorando. El gestor suspendió de nuevo la proyección y se disculpó: "Será mejor que me retire un momento. Compermiso."
Cuando nos quedamos solas, Celia adivinó lo que iba a decirle y me suplicó que no lo hiciera: "Deja que llore, que me desahogue como no he querido hacerlo delante de mis hijos. Los pobres..." La interrumpí: "ƑLes dijiste que venías?" Negó con la cabeza y se concentró en el televisor, donde estaba congelada la imagen de una secretaria escuchando a un hombre del que sólo podíamos ver la espalda huesuda y los hombros caídos.
Vi a Celia retorcerse las manos. La conozco y sé lo que ese gesto significa. Le pregunté: "ƑTienes miedo?" "No. Estoy imaginándome lo que ese hombre le habrá dicho a la secretaria mientras lo grababan. A lo mejor su historia es parecida a la de Severiano.
II
"Salí de mi tierra hace más de veinte años. Luis, mi hijo mayor, acababa de cumplir cinco, Enrique tenía tres y los gemelos uno. Los vi crecer en las fotos que me mandaba su madre. Me enorgullecí de sus avances en la escuela por las cartas que me escribían. Les contesté pocas veces porque primero mi mala letra me avergonzaba y luego por el cansancio, por andar a salto de mata y escondiéndome en cualquier parte donde no había ni un rinconcito donde ponerme a escribir sin que me vieran.
"Uno de chico está muy ocupado en crecer y no se fija en las cosas. La que me sigue preocupando es mi mujer. Ojalá que haya entendido que si no le hablaba más por teléfono era porque se me hacía durísimo oírla sin poder tocarla. Cuando sentí que esa imposibilidad me estaba volviendo loco suspendí las llamadas, pero antes se lo advertí y nomás le dije: 'Espérame. Sea como sea, volveré.' Ahí fue donde me equivoqué. Tanto vacío me hizo buscar a otras mujeres, pero nunca dejé de pensar en la mía. Me pasé el tiempo soñando en volver con ella. Demoraba el regreso cuando me iba bien, siempre con la esperanza de encontrar más trabajo y poder cumplirle su sueño: una casa de a deveras, con vidrios y todo. Luego, cuando empezó a irme mal, la vergüenza de que me viera derrotado me hizo aguantarme las ganas de estar con ella. Las cosas no pueden seguir así. Me urge que me ayuden para que pueda regresar a mi tierra, a mi casa. Ya que la miseria me quitó de vivir con mi familia, al menos que no me impida morirme junto a ella. Es lo menos a lo que tiene derecho un hombre pobre, Ƒno le parece?"
III
Se abrió la puerta, reapareció el gestor y se dirigió a Celia: "ƑQuiere seguir viendo o prefiere...?" Ella respondió: "Seguimos. Quiero acabar con esto. Es mejor saber, ya sea una cosa o la otra: si alguno es Severiano o si no."
La secuencia del hombre que le entregaba el documento a la secretaria duró unos segundos. Después apareció un jardín pequeño y ralo. Vimos a dos niños apoyados contra la pared que se ocultaban bajo las viseras de sus cachuchas. Me llevé las manos al pecho. "ƑQué edades tienen?", preguntó Celia. El gestor se le acercó: "Once, doce años. Aquí hay varios de su edad. Sus padres los mandan porque creen que para ellos será más fácil pasarse a Estados Unidos y se portará menos dura la migra, en caso de que los pesque." "Lo que habrán sufrido: hambre, frío, miedo..." Mi comentario reanimó al gestor: "Todo eso y más; sin embargo, no quieren que los regresemos a sus casas: temen que sus gentes sepan que fracasaron después de que la familia se sacrificó vendiendo lo poquito que tenía para comprarles el pasaje y pagarles a los polleros."
En la pantalla surgieron los adultos instalados en la Casa del Emigrante. Algunos dormitaban tapándose los ojos con el brazo, otros leían y el periódico o la revista dificultaban mirarles las facciones. Celia protestó: "No se les ve la cara. Así Ƒcómo voy a decir cuál es mi esposo?" El gestor se mostró extrañado: "Se supone que una mujer es capaz de identificar al padre de sus hijos..." Mi amiga se estrujó los dedos: "Entienda: viví con Severiano cinco años. Llevo veinte sin verlo, no será fácil..." El funcionario se suavizó: "Por eso le pido mucha atención. Ahora vamos a ver el área de enfermos."
Antes de que el gestor terminara de hablar vimos un cuarto con literas vacías. Sus ocupantes estaban sentados en sillas alineadas contra la pared. "ƑQué tienen?", preguntó Celia temblando. Mientras la cámara tomaba las facciones desgastadas y tristísimas, el gestor respondió: "De todo: cáncer, sida, tuberculosis, diabetes, problemas cardiacos." Mi amiga levantó el brazo: "ƑPuede retrocederla tantito? Vimos nuevamente ojos mustios, bocas desdentadas, pies descalzos. Como Celia volvió a estrujarse los dedos, le pregunté si alguno de los hombres era Severiano. Sin responderme preguntó: "ƑLos están curando?" El gestor suspiró: "A ellos ya no. Su condición es difícil, terminal. Quieren una última ayuda. Usted los oirá."
Con muy breves intermedios de silencio escuchamos los testimonios de hombres que concentraban en pocas palabras su historia de fracasos y persecuciones. Al final todos decían lo mismo: "Mándenme dinero. Me urge volver." Me removí en la silla. El gestor lo atribuyó a cansancio: "Estamos terminando. Falta uno." Se refería a un hombre de nariz aguileña. Sus cejas abrigaban una mirada tan mortecina como su voz: "No sé cómo pasó. No recuerdo nada y siento mucha vergüenza. Ya sólo me quedan fuerzas para pedirte perdón." El gestor encendió la luz: "Es todo. Señora, Ƒdesea que vuelva a ponerle el video?" Vi a Celia retorcerse los dedos y sonreír: "Gracias. No es necesario." Salió y me fui tras ella. Iba muy de prisa y me costó alcanzarla. Vi que reía y lloraba al mismo tiempo. Tuve una sospecha: "ƑLo reconociste? Estaba allí, Ƒverdad?" Afirmó con la cabeza. "ƑPor qué no lo dijiste?" El llanto la sacudía: "No tengo dinero para traerlo y de todas formas morirá."
Celia se refugió entre mis brazos. Le pedí que me dijera en cuál de todos los hombres había reconocido a Severiano. "No importa. Puede ser cualquiera: todos vivieron igual y todos morirán igual."