Leonardo García Tsao ENVIADO
Entre las mujeres de Ozon y la niña ojona, cunde
el desánimo
Berlin, 9 de febrero. Para muchos espectadores
8 Femmes (8 Mujeres), del francés François
Ozon, ha representado uno de los puntos altos de la competencia. La función
de prensa registró un lleno total varios minutos antes de iniciar
la proyección, que culminó con la ovación más
grande de esta Berlinale, por lo pronto. Ciertamente, no comparto ese entusiasmo.
Sobre un escenario teatral, la película desarrolla
una posmoderna combinación de pastiches -a la comedia musical pop
de los sesenta, el melodrama femenino producido por el hollywoodense Ross
Hunter, el teatro de bulevar francés- para contar la truculenta
historia de un asesinato: en una mansión de campo de los cincuenta,
durante la Navidad, el descubrimiento del cadáver apuñalado
del señor de la casa hace sospechosa a cada una de las ocho mujeres
que convergen en el lugar: su suegra, su esposa, su hermana, su cuñada
solterona, sus dos hijas, la sirvienta o el ama de llaves. Una investigación
a lo Agatha Christie no pondrá al descubierto a la asesina, sino
los turbios secretos de la familia entera.
Ozon quiere jugar al provocador kitsch, pero está
lejos del ingenio de un Pedro Almodóvar o la malicia subversiva
de un John Waters, aunque es más diestro formalmente que ambos.
El realizador se muestra muy satisfecho por sus ocurrencias y eso le da
a toda la película un presuntuoso aire de autocomplacencia, que
contagia a las actrices. Desde Danielle Darrieux hasta Virginie Ledoyen
-es decir, varias décadas os contemplan- le siguen el juego exagerando
a todo lo que da. Isabelle Huppert, por ejemplo, evoca a Amparito Arozamena
en su caricaturesca interpretación de la solterona; mientras Catherine
Deneuve da lecciones de pena ajena cuando menea sus sexagenarias lonjas
en el primero de varios números musicales, como si no hubieran existido
Las señoritas de Rochefort.
En otra prueba de que los programadores son tan bromistas
como el director del festival, la otra película en competencia fue
Sen to Chihiro no kamikakushi (El viaje de Chihiro), largometraje
de animación japonesa dirigido por Hayao Miyazaki, que barrió
con la taquilla de su país el verano pasado. Debo confesar que la
técnica nipona en este género me ha producido roña
desde que veía las caricaturas de Astroboy. Toda esa animación,
ya sea las cosas infantiles como Las aventuras de Heidi, las recientes
Pokemonadas, o productos más sofisticados dentro del llamado
ánime, me han parecido afligidos por ese trazo uniforme que dibuja
siempre a los personajes con ojos grandes, una animación muy deficiente
para los estándares establecidos por Hollywood y colores tan chillantes
como en una tienda de souvenirs.
El viaje de Chihiro describe las aventuras de una
niña asustadiza que, por accidente, se mete en un mundo fantástico
de seres entre monstruosos y fantasmales. El diseño de ese mundo
no se acerca a la imaginación desbordante de algo como El submarino
amarillo (de hace treinta y pico años), y la protagonista -una
niña ojona, para no variar- resulta algo insoportable. Si eso fue
de la fascinación del público japonés ¿nosotros
qué culpa tenemos?
Menos mal que en las secciones paralelas se ha podido
ver material más decente, y así uno ha reprimido sus ganas
de hacerse el harakiri.