Lunes 11 de Marzo de
2002 |
Tauromaquia Un torero: Rafael Ortega n Alcalino |
Importa, antes que nada, aclarar el
concepto que del ser torero se tenga. Si por torero
entendemos alguien con el valor necesario para enfrentar
toros íntegros sin importar su procedencia, y la
capacidad suficiente para actualizar con sencilla
serenidad los valores fundamentales del toreo
-inteligencia, expresividad artística, creatividad,
autenticidad humana-, entonces se comprenderá por qué
los toreros de verdad han sido siempre tan pocos y quedan
apenas unos cuantos. Entre tales excepciones lleva años
reclamando un lugar el tlaxcalteca Rafael Ortega, de
irreprochable trayectoria y repetidos triunfos en la
primera plaza del país. Otra cosa es el trato que
habitualmente le ha dispensado la empresa capitalina, al
acordarse de Rafael casi exclusivamente cuando enfrenta
problemas para componer un cartel debido, sobre todo, a
la edad, el hierro y el tipo de las reses anunciadas. Aun
así, el de Apizaco nunca flaqueó, a despecho de que
cierta crítica y determinados "aficionados"
-atentos sólo a lo que reluce por fuera- lo hayan mirado
siempre con injusto desdén. ¿Parladés? Los ganaderos de Barralva y el inefable Herrerías anunciaron toros "españoles" -aunque nacidos en México, como tantos productos de vacas importadas a lo largo de nuestra historia ganadera, que no por eso se consideraron españoles, que española es en definitiva la familia "toro de lidia", y mexicano el animal parido y criado en el país-, como era de esperar, los publicronistas se disputaron a ponderar "el hecho sin precedentes" de que veríamos lidiar por vez primera en la Monumental toros hispanos y además de Parladé, como si en el pasado no se hubieran corrido allí innumerables encierros de La Punta o Matancillas que no sólo eran Parladé puro, sino representaban un desarrollo particular de dicha sangre, destilada a lo largo de décadas por los señores Madrazo en sus extensos potreros jaliscienses. Feos de hechuras y excesivamente cabezones, los barralveños constituirían la corrida más mansa y descastada del siglo -peor incluso que la reciente bueyada de San Mateo-, con dos reses reglamentariamente retiradas debido a su abrumadora mansedumbre, récord de tiempo para las maniobras de devolución y medio festejo bajo la luz de las candilejas, un tormento del que sólo fue capaz de rescatarnos con su torerismo y ganas Rafael Ortega, sin menosprecio del valor excesivamente crudo y rudo de Urrutia, ni mucho menos de la responsable entrega de Pepín Liria cuando se fajó por naturales meritísimos con el marrajo de su confirmación de alternativa. Eso sí, en lugar de hacer mutis y ponerse a meditar acerca del timo sufrido en España de manos de quienes los ahorcaron con semejante reata, los señores álvarez Bilbao, propietarios de la divisa debutante, no se cansan de alabar el "interesantísimo" encierro, disculpando a sus insufribles pupilos con aquello de que "a cualquiera se le cuela un manso". Que sigan pensando así y a ver cuantos "toros españoles" venden. Tres orejas a Rafael. Si no la más lucidora, ha cuajado su tarde más redonda en la capital, una constante lección de saber, pensar y torear ante el único lote medianamente potable de la tarde -fuertes y bien armados ambos y de lidia agresiva y cambiante-. Si sus primeros tercios tendieron al relumbrón sin descuidar la eficacia, en banderillas estuvo emotivo y certero como nunca -especialmente con "Gironcito" 5ø bis-, y sus faenas de muleta compendiaron dominio en estado de alerta, genuino valor y sobrada capacidad lidiadora; por eso, aunque sus espadas cayeron delanteras, el fervor de un público legítimamente emocionado obligaría al juez a otorgarle una y dos orejas respectivamente. Y el torero, el gran torero, salió de la plaza en hombros. |