Adolfo Sánchez Rebolledo
Monterrey sin consenso
México está marcado por la historia y la geografía para ser un país dual: no sólo llega tarde al banquete del desarrollo, sino también a la democracia. Ningún esfuerzo -desde las guerras de Independencia hasta la Revolución- ha sido suficiente para romper la fatalidad que condena al país a ser al mismo tiempo rico en extremo e insultantemente pobre. Pocas naciones del mundo desarrollado sufrieron tanta violencia y descalabros para ser lo que hoy son: sociedades fuertes, democráticas y globalizadas. Y es que ese "llegar tarde" al progreso no es una circunstancia más entre otras, superable mediante el expediente de acelerar los ritmos interiores del progreso, sino una condición histórica que determina y condiciona el presente y el futuro. Sin embargo, dado que el examen del pasado ha desaparecido del análisis de la sociedad, la visión dominante sobre el presente y el futuro es cada vez más autocomplaciente, menos crítica y más justificatoria del nuevo orden.
La conferencia de Monterrey, ciertamente, asume el fracaso de una idea del desarrollo, sustentada en la creencia de que los países pobres un día despertarían al progreso, transformados por la "ayuda" primigenia, a imagen y semejanza de sus modelos ejemplares. Obviamente no ocurrió así, pero en vez de razonar sobre las causas que mantienen y reproducen las desigualdades, la corrupción y el atraso autoritario en grandes regiones del orbe, los expertos de los países "ricos" vuelven a la misma conclusión neocolonial de que la pobreza es en el fondo una falla intrínseca de las sociedades atrasadas que no saben usar productivamente los recursos que generosamente se les asignan.
Un ministro español para la cooperación, parafraseando el documento final de Monterrey escribe: "Muchos piensan que la razón del fracaso está en haber puesto el énfasis sólo en las transferencias de los recursos y haber descuidado cuestiones como la corrupción de muchos de esos gobiernos y el control del destino de los recursos transferidos". (El País, 17/03/02)
En vez de recriminar la lentitud y las gravísimas omisiones de las potencias para cumplir con sus propios compromisos en esta materia, tranquilamente, de un plumazo, los autores del Consenso de Monterrey convierten el tema de la desigualdad, que es un asunto de economía política global, en una simplificación aséptica para condicionar políticamente las escasas ayudas que ahora se otorgan, sin ir a las causas más profundas del aumento de la pobreza, cuando teóricamente han desaparecido las barreras entre el norte y el sur.
El acuerdo de las potencias representa de alguna manera el reconocimiento de que el capitalismo, fuera de sus centros originarios, es un sistema incapaz de producir espontáneamente un desarrollo sustentable con instituciones democráticas, pero deposita todas las responsabilidades de que esto ocurra, por decirlo así, en las "víctimas" de la situación global, pues no asume la verdad elemental de que en una economía cada vez más integrada las condiciones de las sociedades más "pobres" son inseparables del funcionamiento de las más "ricas", pues éstas se hallan indisolublemente vinculadas entre sí.
El punto es que no basta con acceder al comercio mundial o a formas democráticas de elección para alcanzar el ansiado desarrollo, sobre todo si no se dice una sola palabra sobre el saqueo financiero a que son sometidos los países que antes llamábamos subdesarrollados. Hay que cuidar los recursos evitando que se evaporen en manos de las clases parasitarias de la sociedad, es verdad, pero todas estas condiciones son importantes, mas no suficientes para lograr el desarrollo.
La experiencia de los últimos años, tras el fin del bipolarismo, prueba que la salud macroeconómica de un país, la modernización de sus aparatos productivos y financieros no es tampoco garantía alguna de estabilidad y mayor equidad. La democracia no es la panacea para lograr el crecimiento. Argentina es un caso extremo. México es otro. La importancia relativa de la economía mexicana en el mundo globalizado ha crecido, pero seguimos siendo uno de los países más desiguales e injustos del mundo. Somos más democráticos, en efecto, pero la brecha sigue abriéndose con crisis o sin ella. El gran problema es que la globalización capitalista no ayuda a superar los desequilibrios prexistentes, sino que los agudiza y multiplica, como de alguna manera confiesan los abajo firmantes del Consenso de Monterrey.
Para salir del atraso y el dualismo no bastan las declaraciones, en efecto, menos aún si con ellas se quiere conjurar la realidad. La globalización capitalista es un hecho objetivo, que no depende de la voluntad individual de los gobernantes, pero sus formas y consecuencias no tienen por qué ser los que dicten las grandes potencias. Ha tenido que venir G. Soros para que alguien mostrara la profunda hipocresía de un gobierno que destina cifras estratosféricas al armamentismo y, en cambio, regatea la asignación de recursos al desarrollo de los países menos favorecidos.
Nadie tiene una receta para cambiar el sentido de la globalización, pero son muchas las voces que se unen a la idea de que "otro mundo es posible". Se tornan imprescindibles otras relaciones internacionales y normas de convivencia sustentadas en la solidaridad más que en el mercado. Un aire fresco comienza a calar en la conciencia de las sociedades, pero el trecho que falta recorrer para hacer realidad el deseo es aún muy largo y complicado. Por lo pronto, lo grandes temas que el pensamiento único había cancelado vuelven a la mesa... y a las calles.