ASTILLERO
Julio Hernández López
LA NOCHE DEL MIERCOLES, en cuanto llegó a Monterrey, Fidel Castro habría sido informado de manera oficial -probablemente con el tacto de elefante que caracteriza a la nueva diplomacia y a la elite del gobierno mexicano en general- de las presiones estadunidenses dirigidas a evitar que el jefe del Estado cubano coincidiera físicamente con George W. Bush. El mensaje no podía ser entendido de otra manera: los anfitriones (el anfitrión) retransmitían la idea de que la súbita presencia de Castro incomodaba a la estrella prevista de la reunión (quien, además, habría de anunciar al otro día un acuerdo fronterizo muy deseado por ese anfitrión a quien, por lo demás, le interesaba más una foto como la más tarde tomada, en la que estaba con el susodicho Bush y con Jean Chrétien).
NO ERA DESEADA, pues, la presencia permanente del mandatario cubano en la conferencia internacional de la ONU e, incluso, maniobrando entre reglamentos y demás normas de la reunión, era necesario advertir que habría reuniones o actos (como la cena oficial y el retiro de jefes de Estado) en los que se podrían restringir las participaciones y la presencia del representante de la nación caribeña. Las palabras, según fuentes consultadas por esta columna, fueron expresadas de manera directa, sin intermediarios, de presidente a presidente.
AL OTRO DIA, Castro leyó, con gesto duro, un discurso seco, directo, de seis minutos, cuyo contenido pasó a segundo término cuando lo coronó con el anuncio de su retiro de la capital de Nuevo León, a causa de "una situación especial causada por mi participación en esta cumbre", que lo estaría obligando "a regresar de inmediato" a La Habana. Las sospechas de inmediato se centraron en el gobierno mexicano, y en especial en la cancillería, suponiendo, con evidente buen olfato, que estarían actuando como representantes o mandaderos de los caprichos imperiales. Los periodistas buscaron de inmediato la reacción del secretario Castañeda, quien una y otra vez negó que hubiese habido cualquier tipo de presión estadunidense. Blanche Petrich, una de los reporteros enviados por La Jornada a cubrir aquella reunión, le pidió precisar si se había recibido "algún tipo de petición o condicionamiento oficial o extraoficial de Estados Unidos para que a la llegada del presidente Bush ya no estuviera el presidente Castro". Castañeda, elegante como siempre, respondió: "No, no hubo ninguna presión, influencia, gestión, so-licitud, sugerencia, insinuación. Si tuviera mi diccionario de sinónimos, seguiría, pero, pues, de memoria, quizá no se me ocurran muchas más. Pero si a usted, Blanche, se le ocurre una, plantéemela y le doy la misma respuesta: šNo! No hubo ninguna por parte de ningún sector de Estados Unidos o de sus colaboradores más cercanos, sino de ninguna".
OTRO PUNTO en que el canciller se defendió como gato bocarriba (es decir, cual minino leyendo su diccionario de sinónimos) fue en precisar el tratamiento que se daría a Ricardo Alarcón, el presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular de la República de Cuba, en quien Castro delegó su representación. "Espero -dijo Fidel, sembrando pistas- que no se le prohíba participar en ninguna actividad oficial a la que tiene derecho como jefe de la delegación cubana y como presidente del órgano supremo del poder del Estado en Cuba". Castañeda, a la hora de explicar la manera como se abordará ese punto, se parapetó en vagas recurrencias a la normatividad ya impuesta por Naciones Unidas y por el gobierno mexicano para regular los casos correspondientes a las reuniones que organice cada instancia. La reportera Petrich preguntó específicamente si a Alarcón se le permitiría asistir al retiro de jefes de Estado, y el canciller mexicano evitó responder con claridad (por cierto, entre el revuelo causado por el retiro de Castro podría no leerse adecuadamente el significado del nombramiento de Alarcón como sustituto en tan delicada circunstancia. Podría ser que esa designación sea un adelanto de la decisión de Castro de que Alarcón sea el relevo para cuando le llegue al comandante el momento del retiro definitivo del mando cubano: singular manera de hacer un destape en medio de tempestades).
LOS AGRAVIOS COMETIDOS por el gobierno mexicano contra el cubano demuestran una vez más el peligro al que la frivolidad y el entreguismo de la administración de Vicente Fox (y la ambición y el oportunismo del canciller Castañeda) han llevado a México. Obsesionados con servir a los intereses y a los deseos del vecino poderoso, el Presidente de la República y su secretario de Relaciones Exteriores han sepultado la Doctrina Estrada y han retorcido los principios de la diplomacia mexicana para acomodarlos a las pretensiones de convertirse en personajes de talla mundial, protagonistas estelares de los grandes cambios mundiales ordenados por Washington. Para quedar bien con los dirigentes de la máxima potencia del orbe, se han cometido desfiguros y disparates de toda índole, en especial en la relación con Cuba, donde México se ha convertido en traidor de su propia historia e instrumento de plomería para las políticas de Bush (por cierto, el presidente de la conferencia internacional de Monterrey, es decir, el propio Fox, tuvo el mal gusto de escoger de entre varios vicepresidentes de la reunión que estaban disponibles para sustituirlo cuando se ausentó, para atender el asunto del retiro de Castro, al mandatario de El Salvador, Francisco Flores Pérez, con quien el cubano había tenido divergencias abiertas en reuniones iberoamericanas anteriores).
CONVIENE, POR LO DEMAS, no errar el análisis: la responsabilidad de la conducción de la política internacional mexicana la tiene la persona que fue elegida para presidir México, y no uno de sus subordinados como es el secretario de Relaciones Exteriores. Fox, no sólo Castañeda, es quien debe responder por el doloroso maltrato hecho a la imagen de la nación y a sus principios de honor como los que, por ejemplo, de triste manera fueron recordados el día conmemorativo del natalicio de Benito Juárez.
(HUBO OTROS DOS RETIROS significativos de presidentes latinoamericanos: Enrique Bolaños, de Nicaragua, para atender el momento difícil en que una juez ordenó acción penal contra quien hace dos meses presidía aquella nación, Arnoldo Alemán, actual presidente de la Asamblea Legislativa Nacional, a quien se involucra en los actos de corrupción cometidos a partir de un contrato de servicios entre un canal de televisión estatal y la mexicana Televisión Azteca. Otro viajero intempestivo fue Alejandro Toledo, de Perú, donde hubo muertos y daños por explosiones de origen todavía impreciso que, sin embargo, darán pie a George W. Bush, quien va hacia allá, para hablar en Lima contra el terrorismo. Por cierto, y ya para terminar, anótese que en la izquierda mexicana todo sigue su ritmo normal: López Obrador rindió uno más de sus informes trimestrales, y Rosario Robles anda viendo si cede a las presiones de Jesús Ortega, que le ofrece desistirse de impugnar las elecciones perredistas -por aquello del 20 por ciento de casillas no instaladas- a cambio de la secretaría general.)
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