Vigencia de Grotowski Nicolás Núñez se pregunta, en medio de la epilepsia que sufren los modelos de poder a fines y principios de milenio: ¿Para qué nos sirve hacer teatro en un mundo como en el que vivimos?, y en su búsqueda de respuesta surgen las enseñanzas de Jerzy Grotowski, figura fundamental en la lucha por alcanzar un teatro que no trabaja para lograr el reconocimiento público, ni busca engordar la chequera, ni obtener el poder, ni quiere consolidarse en prestigio cultural, generalmente amañado y tramposo. Presente en México en 1980 y 1985, el autor del Príncipe Constante difundió en todo el mundo una manera de ver y de vivir el teatro que lo convirtieron, en palabras de Núñez uno de sus discípulos en el poeta escénico más grande del fin de milenio. Cuando las convulsiones políticas de fin de siglo gestionan el desmoronamiento del muro de Berlín, provocando que una asombrada y boquiabierta historia no pueda creer que la estructura milenarista del socialismo soviético se disuelva como por arte de magia a través de una revolución de terciopelo, entonces, las estructuras más representativas, soberbias y poderosas del capitalismo, como lo eran las torres gemelas de Nueva York, también vuelan por los aires y se esfuman del planeta. Nos da la impresión de que esta es una época en donde los paradigmas se construyen y se destruyen con una velocidad vertiginosa. Caemos en la cuenta, certificando, como dice Karl R. Popper, de que la historia no existe, el cuento de los poderosos es continuamente recontando; la economía y la política se ahogan en violentos mares de confusión. ¿Qué sentido tiene estar vivo en un mundo así? ¿Para qué hacemos lo que hacemos? ¿Cómo puede la cultura liberarnos de esta farsa trágica? ¿O para qué sirve la cultura en un mundo con estas perspectivas, que, como dice el historiador Jorge Edwards, no ha logrado una "convivencia inteligente"? Si los modelos milenaristas de poder, tanto de derecha como de izquierda, están en una epilepsia que los hace retorcerse desgarradoramente ante nuestros ojos, qué le espera a las estructuras secundarias, como la cultura. ¿Y el teatro? ¿Para qué nos sirve hacer teatro en un mundo como en el que vivimos? ¿Qué paradigmas teatrales se sostienen en este principio de milenio? Al hacernos esta pregunta, la imagen de Jerzy Grotowski (1933-1999) aparece, crece y se agiganta al darnos cuenta de que fue esencialmente él quien trabajó para recuperar, para nuestro gremio teatral, una mística y una dignidad que buscan la expansión y la plenitud del ser humano. Nos dio el sentido de pertenencia a una tradición que entiende su quehacer cultural como una manera de ir con los ritmos del universo, que no trabaja para lograr el reconocimiento público ni busca engordar la chequera, ni obtener el poder, ni quiere consolidarse en prestigio cultural, generalmente amañado y tramposo. Esta tradición no busca quedar bien con los núcleos del poder, ya sea político, cultural o teatral. No hace ni promueve capillas, porque sabe que la auténtica cultura vive a la intemperie y que el verdadero templo es la bóveda celeste, la cual nadie puede ser tan pretencioso como para querer apropiársela. Grotowski era, en vida, el representante más activo de esta tradición. En muerte, es la piedra de toque más importante para no perder el camino. Al tratar de explicar la importancia del trabajo de Jerzy Grotowski en el teatro contemporáneo, generalmente se cae en la tentación que han tenido siempre los académicos de explorar con tecnicismos y acomodos semánticos y semióticos, la calidad de sus aportaciones. Pero como, por un lado, yo no soy académico, y por el otro, Grotowski siempre detestó este tipo de análisis, sólo les puedo compartir que, a mi modesto juicio, nadie como él en el teatro contemporáneo encarnó y difundió la disciplina teatral como una herramienta de auténtico contacto del ser humano consigo mismo, sin concesiones, sin adornos, sin mentiras, sin quedadas bien con nadie, sin segundas o terceras intenciones. Hacia el final de su vida hizo teatro no para el público, sino para los hacedores de teatro. Lo hizo para reconocerse a sí mismo y reconstruir en el espíritu de los teatreros el sentido de pertenencia a un linaje que dignifica y le da sentido a la vida. Alguna vez me dijo: "El teatro de Grotowski sólo lo puede hacer Grotowski. Lo único que les puedo compartir es cómo ir hacia ustedes mismos a través de su propio trabajo." Algunos, muchos, por no decir todos, estamos atentos a la oferta y la demanda de la moda cultural, de la aparición de prestigios generada amañadamente entre las instituciones, los medios y los empresarios, contando siempre con la servil obediencia del artista. Grotowski nunca fue obediente. Grotowski nunca fue una moda, ni nunca podrá serlo, ya que jamás le sedujo ser el prestigio cultural en oferta que todos queremos consumir. Hay que entenderlo bien, Grotowski y su legado para el teatro es un clásico, como Esquilo, como Shakespeare. Gente de esta estatura no pasa de moda. De ahora en adelante, dentro de la historia del teatro, quienes quieran referirse a algún maestro que con pasión y seriedad haya redescubierto el auténtico linaje espiritual de los teatros, tendrá que referirse a Grotowski como uno de los pilares más importantes del teatro del milenio pasado. Grotowski nos devolvió la fuerza y el aliento de un espíritu que con conciencia y sin concesiones, utilizó su profesión para celebrar la vida. Esta celebración comenzó más o menos en 1940, cuando tenía siete años de edad. Una vez, en un pequeño y perdido pueblecito de Polonia, en una porqueriza, acurrucado en los huecos de la construcción de madera, casi en el techo, leía lo que en plena guerra y para los mayores a su alrededor era una lectura no apta para su edad, la Biblia. Sin embargo, su madre, entendiendo las necesidades de Grotowski niño, no sólo le dio a leer subrepticiamente este texto, sino que, desafiando los avatares de la guerra, se aventuró a la ciudad más cercana para conseguirle el Bahavad Gita. Al tener estas lecturas en la porqueriza, se percataba de la armonía en los chillidos de los puercos y su correlación con la energía y exaltación de los más altos pensamientos del espíritu, contenidos en estos textos. Observaba cómo lo sagrado y lo profano convivían uno al lado del otro. En otra ocasión, más o menos a la misma edad, a campo abierto, la luz dorada del atardecer se colaba por entre los árboles y el verdor del campo lo invitó a desbocarse como caballo salvaje. Tomó la mano de una amiga de su edad y se entregó a una carrera en donde fue golpeado por una revelación; entendió el sentido profundo de correr hacia la luz. Entre estas experiencias y la sacralización de un árbol especial en un bosque cercano, se marcó el inicio de una disposición a lo escénico, que se desarrolló en el arduo aprendizaje de la disciplina teatral y concluyó en el Teatro de Arte de Moscú. Su carrera profesional comienza en Cracovia con el Teatro de las Trece Butacas. Si los instrumentos del actor son su cuerpo, su mente, sus emociones, nadie como Grotowski se abocó a desarrollar un entrenamiento psicofísico tan completo. Si bien Stanislavski, Brecht, Artaud, señalaron vías importantes de formación actoral, Grotowski es quien explora con rigor, hasta sus últimas consecuencias, todas y cada una de ellas, llegando a los límites, en el Príncipe Constante, de Calderón de la Barca, en donde Richard Czezlak, su actor principal, realizaba su rol en una postura "insoportable". Para mantenernos en la celebración del "instante vivo", la joya preciada del teatro, Grotowski diseñó entrenamientos complicados y arriesgados, calificados como excepcionales. Ejercicios únicos para su época hablamos de los años setenta. En realidad, es el precursor de los trabajos escénicos en bosques, valles, montañas, ríos o desiertos, y de los entrenamientos realizados en complicidad con diferentes etnias indígenas, pues la búsqueda de nuestras raíces y el contacto con nuestra comunidad de base, para Grotowski siempre fueron muy importantes. También es el precursor de los monasterios-escuelas para actores, en donde los oficiantes de esta sacralidad secular recibían su entrenamiento en granjas especiales, por ejemplo. Brijinka y Ostrovina, ubicadas en las profundidades de los bosques polacos. Ahí entrenó a sus actores para el servicio, no para la industria. Algunos, pocos mexicanos tuvieron el privilegio de trabajar en aquellos, ahora, míticos lugares. Su aportación a las artes escénicas
no fue tanto a través de sus reveladores montajes, como el Príncipe
Constante trabajo con el que dio funciones en el Centro Universitario
de Teatro, aquí en México, en 1968, cuando el cut estaba
dirigido por el entrañable maestro Héctor Azar, o Apocalipsis
Cum Figuris, o su última producción, The Action
Grotowski eligió a Thomas Richards para ser su heredero y seguir manteniendo en Pontedera la flama viva de The Action. Grotowski trabajó dando conferencias y talleres en muchas partes del mundo. Vino a México en 1980 y dio una conferencia de siete horas de duración, trabajando los días subsecuentes con un grupo de catorce personas que seleccionó previamente. El trabajo se desarrolló esa vez en la sierra huichola. Volvió en 1985 y dio otra extensa conferencia en el cut, y trabajó con diez personas en las faldas del Iztaccíhuatl. En ambas ocasiones fue invitado por el Taller de Investigación Teatral de la unam. Si Grotowski revolucionó el teatro, fue porque lo regresó a sus orígenes sagrados. Sacralidad secular, apostolado efímero, sin iglesia ni fieles, en búsqueda siempre de cómplices para la aventura fantástica de construir, artesanalmente, la explosión del instante vivo. Su fama se basó, fundamentalmente, en el entrenamiento que utilizó para sus actores, el cual fue riguroso y revelador. Siempre los impulsó a gestionar con el trabajo la energía suficiente para hacer del evento escénico una realidad no ordinaria, en donde la poesía del cuerpo y las emociones en movimiento construyeran un acercamiento a la magia. Grotowski fue un maestro, un mago que puntualizó, rectificando medularmente, la ética de los teatreros frente al mundo, los que no se venden, los que no claudican, los que no dejan de perseguir al espíritu sobre el escenario; los que saben que el teatro no sirve para hacer revoluciones, ni para hacer cambios sociales profundos, ni transformaciones grupales de ninguna especie; que sirve para hacer un canto-encantamiento, en donde el espíritu se expande y el sentido de la vida se recupera. En este tipo de construcciones-encantamiento, Grotowski era, sin lugar a dudas, el poeta escénico más grande del fin de milenio, y su ejemplo ético es una piedra de toque para todos aquellos que entiendan la vocación teatral como la pertenencia a una especie de pandilla del instante, en donde la fuente inagotable de la vida está siempre presente, lejos de la corrosión de la envidia, de las industrias o de las iglesias o modas culturales que el status santifica. Un animal es sagrado debido a ciertas cualidades. El caballo logra ese rango porque corre hasta reventar; su intento sobrepasa a su estructura. El toro es también sagrado porque embiste hasta morir; su intento sobrepasa a su estructura. El animal teatral es sagrado; su intento sobrepasa a su estructura. Este linaje de intentos sobrepasados nos conecta con Esquilo y su sentido trágico; con Shakespeare y su lucidez desbocada; con Ibsen y su prístina penetración; con Stanislavski y su feroz remodelación de la escena; con Artaud, como apóstol del teatro, y con Grotowski, como poeta y mago del instante. Este linaje al que pertenecen otros parientes teatrales no mencionados aquí por cuestión de espacio, es al que pertenece nuestra tradición de animales teatrales. Todos ellos tienen mucho que ofrecer al sostén y desarrollo de nuestra mística escénica. Grotowski, como el último de los
grandes maestros del milenio pasado, como la última gran bestia
sagrada, está por ser descubierto por las nuevas generaciones. Comprender
su pasión será de enorme beneficio para el espíritu
del teatro de este nuevo milenio.
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