La Jornada Semanal,  24 de marzo del 2002                         núm. 368
 Moacyr Scliar

Los leopardos de Kafka

El camarada Ratinho entra por primera vez a una iglesia, pero su misión no es mística sino revolucionaria, y mientras lamenta no llevar consigo su Manifiesto comunista para que lo proteja, por una razón que no comprende empieza a sollozar tan fuerte que el párroco lo conduce al confesionario, donde Ratinho quiere averiguar si los cálices son de buena calidad… En una Praga que sí es y no es la del autor de El castillo, Moacyr Scliar ubica Los leopardos de Kakfa consiguiendo ese “difícil equilibrio entre ironía y profundidad”, como bien apunta Luis Ramón Bustos, autor de la nota introductoria y de la traducción de este fragmento que ofrecemos a nuestros lectores, para ahondar en el conocimiento de Scliar, recordado sobre todo por La oreja de Van Gogh.

No es insólito que algunos médicos cultiven también la creación literaria. En la narrativa lusófona abundan los casos; por ejemplo: los portugueses Fernando Namora y António Lobo Antunes, y el brasileño Moacyr Scliar. Nacido en Porto Alee en 1937, Moacyr Scliar tiene otra peculiaridad: ejerce la medicina cotidianamente y es ensayista de temas médicos. Quizá eso le facilite las disecciones de cuerpo y alma, los diagnósticos –fríamente calculados– de enfermedades individuales y sociales.

En su obra narrativa priva la intención humorística, la búsqueda del difícil equilibrio entre ironía y profundidad. Particularmente en Los leopardos de Kafka (2000), novela de la que traduciremos un extracto, resulta evidente su intención de recrear irónicamente la atmósfera de fanatismo e ingenuidad que prevaleció entre algunos grupúsculos marxistas a principios del siglo xx. Ratinho (su personaje central) es un marxista poco preparado que se une a un grupo trotskista en su aldea judía de Chernovitzky, justo en el último año del zarismo ruso. Que un judío-ruso aldeano recorra Praga buscando un imposible complot revolucionario; que imagine que un oscuro texto de Kafka sea la clave de ese complot; que por avatares del destino abandone Praga sin cumplir esa "sagrada" misión; que termine sus días en Porto Alegre, Brasil (la ciudad de Scliar) y que tenga finalmente un sobrino nieto que es víctima de la represión del golpe militar de 1964, son situaciones que configuran una trama de comedia de enredos. El sesgo irónico aporta una visión poco esquemática y sutil de la Europa de tiempos de Lenin. Esa es la mayor virtud de esta novela.

La trayectoria narrativa de Moacry Scliar –demasiado vasta para consignarla toda– incluye también: El carnaval de los animales, (1968), El centauro del jardín (1980), La extraña nación de Rafael Mendes (1983), Un país llamado infancia (1989), La oreja de Van Gogh (1989, Premio Casa de las Américas), Sueños tropicales (1992), La majestad de Xingui (1997) y La mujer que escribió la Biblia (2000).

Luis Ramón Bustos

 
Los leopardos de Kafka
(fragmento)

Ratinho abandonó la redacción arrasado. Había desperdiciado una magnífica oportunidad de posible ayuda –y por pura torpeza, por burrez. ¿Y ahora, a quien recurrir? ¿A Kafka, al enigmático Kafka? Inútil. Kafka ya realizó la parte que le correspondía: inmediatamente envió el mensaje al hotel. Nada más podría pedirle. Nada más podría pedirle un judío tonto venido de Europa oriental, un judío que hacía una estupidez tras otra. Idiota, murmuraba bajito, no soy sino un idiota, el iluso de Iossi no sabía lo que estaba haciendo cuando me pidió que cumpliera la misión por él, sólo cometió esa equivocación porque estaba enfermo delirante.

Prosiguió caminando y entonces descubrió, no lejos del castillo Hradschin, una iglesia muy antigua. Súbita esperanza: ¿sería ese el templo mencionado en el texto? Fue hacía allí.

Era la primera vez que Ratinho entraba en una iglesia. El efecto fue extraordinario. Era como si hubiese salido de la realidad y penetrado en un mundo extraño, opresivo. La imponente arquitectura, los altares, las velas encendidas, las imágenes de los santos, todo aquello lo intimidaba –atemorizaba, incluso. No, no estaba él en la pequeña, rústica sinagoga de Chernovitzky, sobre todo porque aquella sinagoga no era, en rigor, un templo, sino una vieja y precaria construcción de madera donde los judíos se reunían para rezar, cantar, danzar, pelear, un lugar casi informal que era muy alharaquiento. Templo era esa iglesia. Allí él estaba en presencia de una entidad invisible y poderosa; el misticismo impregnaba el aire, haciéndole difícil incluso respirar. No era un lugar en el cual se pudiese aventurar solo. Si al menos Iossi estuviese con él. O, Iossi ausente, si al menos tuviese consigo el ¡Manifiesto Comunista! Para servirle de protección, de defensa... Pero no, estaba solo, desamparado. Tuvo que luchar contra el irresistible impulso de salir corriendo puerta afuera: en la calle, aun en la calle de una ciudad desconocida, estaría entre seres humanos, no entre invisibles y poderosas entidades espirituales.

Pero no se dejaría vencer por arcaicos terrores. Los judíos temían las iglesias, pero él no estaba allí como judío, estaba allí como activista. Con gran esfuerzo, y con la cabeza erguida, fue avanzando por la nave rumbo al altar principal. Necesitaba mirar los cálices, necesitaba valuar –no con el ojo de un revolucionario, sino con el ojo de un comerciante de joyas; existen dialécticas, momentos en que el ojo revolucionario requiere la cooperación del ojo mercantil– si los tales cálices podrían constituirse en el blanco de una misión revolucionaria.

Se detuvo frente al altar. Lo peor, lo más penoso: allí, en un gran crucifijo, estaba Cristo, el Cristo que sus ancestros habían ayudado a clavar en la cruz. No fue un acto de violencia revolucionaria; Cristo no era un gordo burgués pagando por una vida dedicada a explotar a sus semejantes. No, lo que Ratinho veía era una figura delgadísima, descarnada, vertiendo sangre por varias heridas –un sacrificio absurdo, sin sentido, un sacrificio que no sólo clamaba a los cielos, un sacrificio que era una acusación contra Benjamín Kantarovich. ¿Tendría él que arrodillarse y pedir perdón, implorar por el perdón?

No. No se arrodillaría. "De pie, víctimas del hambre." No era él una víctima del hambre, pese a que tenía el estómago vacío, pero era una víctima, o por lo menos era solidario con las víctimas, entre las cuales se incluía el martirizado Je’s. Podría, por lo tanto, encararlo sin miedo. Podría incluso tenerlo de su parte: "Cuenta conmigo Ratinho, soy un revolucionario como tú, morí por la revolución, sólo que no fui comprendido, hicieron para mí templos gigantescos, mas no es en los templos donde quiero estar, es en las calles, en los campos, en las fábricas; es con la masa con quien quiero estar, quiero disolverme en la masa, quiero ser apenas uno entre muchos, como tú, camarada Ratinhoi."

Sólo que Cristo no diría eso. No aquel Cristo por lo menos, hecho del marfil de un elefante cazado y muerto en África. De aquel Cristo sólo podía esperar desprecio, repulsión: ¡Fuera de aquí, pobre judío de mierda, fuera de aquí, pueblerino ordinario, este no es tu lugar, tu lugar está en la aldea, junto con los otros gusanos; es allí donde ustedes deben permanecer, temblando, asidos unos a otros, esperando por el pogrom que va a liquidarlos, que me va a vengar! No había otro remedio: Ratinho tendría que enfrentarlo, que encarar a Cristo en su iglesia. No se identificaría con los devotos, ni con los arrepentidos, sino con los leopardos que, irrumpiendo triunfantes en el templo, acabarían por imponerse, y su invasión terminaría por formar parte del ritual.

Una puerta lateral se abrió y el padre –un hombre muy viejo, de luengas barbas blancas y espejuelos de gruesos cristales– entró en la iglesia. Haciéndolo, rompió de algún modo aquella atmósfera opresiva, asfixiante. Ratinho se sintió súbitamente animado. Era un padre, sí, pero también un ser humano con quien podría charlar, aunque en una trasta –brillante alemán y no en su familiar yiddish–; de ese modo podría avanzar en su misión, indagando respecto a los cálices.

El padre fue hasta el altar y ordenó algunos objetos. Ratinho respiró hondo, se aproximó.

–Padre...

El sacerdote giró la cabeza.

–¿Si, hijo mío? –el tono de la voz era acogedor, paternal; tan paternal que Ratinho se emocionó.

–Padre, –repitió con una voz trémula– yo...

Interrumpió la frase. Se sentía tonto, a punto de desfallecer. Flaqueó, el padre tuvo que ampararlo. Y, de repente, comenzó a llorar. Sollozaba fuerte, y sus sollozos resonaban en el vasto recinto, atrayendo la atención de los pocos fieles que se encontraban orando.

El padre lo tomó por el brazo:

–Ven, hijo mío, ven.

Lo condujo hasta el confesionario, hizo que Ratinho se arrodillase. Enseguida, se sentó en el banco del confesor, abrió la puertecilla: 

–Háblame de tus pecados. Confiésate.

Recuperado, Ratinho se percató de lo inusitado de la situación; no sabía qué decir. Ojalá pudiese hablar de sus errores (¡Padre, hice una gran tarugada, olvidé en el tren un bolso con un mensaje importante!), saliendo de ahí aliviado, con el alma limpia. Sin embargo no era cristiano, era un judío izquierdista, un revolucionario; no un elefante inerme, sino un leopardo presto al combate, al combate que transformaría el mundo sin aguardar a un dudoso Juicio Final. Respiró profundo y dijo, con toda la firmeza que le era posible tener:

–Lo siento mucho, padre. Yo no vine aquí para confesarme.

–¿No? –dijo el padre, sorprendido–. ¿Y para qué vino entonces?

–Simplemente para visitar la iglesia. Soy extranjero, estoy visitando Praga por primera vez –además, el señor debe haber percibido mi acento–. Oí hablar mucho de este templo, no dejaría por nada del mundo de conocerlo, créame. 

De improviso se sintió ligero, suelto, mentía con espantosa desenvoltura. 

–Además, quiero halagarlo diciéndole que su iglesia es realmente hermosa.

–Es verdad. –El padre no estaba entendiendo bien a bien aquellos elogios, pero no dejaría de ser cortés–. Una de las más bonitas de Praga. Y de las más antiguas. Del siglo décimo...

–Los cálices –prosiguió Ratinho, procurando mantener el tono casual– deben ser maravillosos...

–¿Cálices? –El padre intrigado–. ¿Qué cálices?

–Los cálices que usted usa durante la misa. ¿O no usa usted cálices en la misa?

El sacerdote ahora estaba impaciente:

–Escucha, hijo mío: hay gente esperando a confesarse. Me gustaría mucho seguir charlando contigo sobre los cálices y todo lo demás, pero eso tendrá que ser en otra ocasión. Te pido, por lo tanto, que te retires.

–Pero padre.

–Por favor, hijo mío.

–Padre, yo.

–Por favor. Por favor.

Insistir seria inútil. Ratinho agradeció la atención, pidió disculpas por los trastornos que hubiese causado y optó por la retirada.

Traducción de Luis Ramón Bustos