Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 29 de marzo de 2002
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Mundo

Angel Guerra Cabrera

Bush, la locura

El desprecio a la vida es característico del grupo petrolero texano, que burlando el voto del pueblo se adueñó del poder en Washington tras las elecciones de 2000. Así lo prueban la obstinación de George W. Bush en rechazar el Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento atmosférico, en abrir el Artico a la explotación petrolera, su plan depredador de la reserva de la biosfera de Montes Azules, en Chiapas, su decisión de hacer trizas el tratado de control de cohetes antibalísticos (ABM) y el anuncio desembozado de que usará el arma nuclear a su albedrío. El irrespeto por el derecho a la vida priva de sentido la retórica sobre los derechos humanos y evidencia el fariseísmo de Bush y su grupo al posar de paladines mundiales de esos derechos, especialmente si de condenar a Cuba en su nombre se trata. Cuando, además, ponen en solfa en su propio país las garantías individuales, que eran aseguradas, al menos formalmente, por la democracia oligárquica estadunidense. Coherentes con una ideología antidemocrática, ultrahegemonista y apocalíptica, que pareciera inspirada por Hitler, fueron ellos quienes ordenaron alegremente la masacre de inocentes civiles afganos mientras alentaban al fascista Sharon al genocidio en curso contra los palestinos y atizaban el conflicto entre India y Pakistán, que puede concluir en un holocausto nuclear en el área más poblada de la Tierra. Cada día parece más verosímil la hipótesis que propone el criminal atentado terrorista del 11 de septiembre como una conspiración surgida del seno del grupo que llevó a la Casa Blanca a Bush hijo. El maniqueísmo pastoral que éste imprime a su retórica sugiere que quienes están hoy al frente del timón de la primera potencia mundial son fundamentalistas no sólo políticos, también religiosos; muchísimo más peligrosos que los talibanes por la obvia razón del impar poderío militar de que disponen. La llamada guerra contra el terrorismo no es más que un burdo pretexto para poner en práctica la loca y criminal teoría de que Estados Unidos puede hoy dominar al mundo con la coartada del 11 de septiembre. Se pretende ignorar la existencia de otras potencias mundiales también dotadas de armas atómicas y desconocer las reglas de convivencia entre poderes que venían forjándose desde los tiempos del Congreso de Viena, a las que obligaron la realidad histórica y el propio instinto de conservación de la especie humana. (Véase The next world order, de Nicholas Lemann en The New Yorker.)

Sólo la enajenación impuesta al sistema internacional por la nueva pretensión estadunidense puede explicar un espectáculo tan lamentable como la cumbre de Monterrey, del que se hizo cómplice el secretario general de la ONU, Kofi Annan. Condicionamientos aceptados a Bush no tienen precedente en una reunión del organismo internacional. El llamado Consenso de Monterrey vino precocinado desde Washington, al extremo de que el primer ministro belga, en un arranque de sinceridad, se quejó de que no hubiese derecho a discutir un documento que calificó de banal. Lejos de aportar solución alguna al desarrollo, primó un solo criterio dirigido a ahondar el injusto orden económico y político que no sólo oprime a las naciones subdesarrolladas. A la vista de las manifestaciones en Génova, Barcelona y Roma, cada vez más entusiastas y nutridas, la inconformidad con ese orden no puede ser más evidente en los mismos países ricos. Fue notable la ausencia de los jefes de Estado de países de gran peso en el tercer mundo como Brasil, China e India, y la de una potencia económica como Alemania. México no obtuvo el gesto que esperaba de Bush para sus migrantes y, al contrario, recibió el regalo de una frontera "inteligente". El intento de excluir a Fidel Castro dio el tiro de gracia a la reunión.

El resto del periplo latinoamericano iniciado en Monterrey por el inquilino de la Casa Blanca fue igualmente pródigo en penas y huérfano de gloria. No importó que los jefes de Estado anfitriones se deshicieran en zalamerías con el visitante, ansiosos de complacerlo hasta en el más recóndito de sus deseos. Más allá de insistir en la obsesiva condena contra Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, sólo promesas trajo Bush en la agenda. Nada de preferencias arancelarias para los países andinos; amnistía migratoria ni el fast track para el libre comercio a que aspiran los miopes gobernantes centroamericanos.

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