La Muestra a medias Antonio Soria celebra la aproximación a la mayoría de edad de la Muestra de Cine Mexicano, y lamenta su falta de madurez patente en los cambios bruscos y en las fallas organizativas. A pesar de eso, la Muestra sigue siendo un foro importante para nuestra errática producción cinematográfica. Este año, lo mexicano fue poco brillante, pero la Muestra cumplió en parte sus deberes gracias a unos documentales y a varias películas de Brasil, Chile, Argentina y España. A la Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara le falta sólo un año para cumplir la mayoría de edad y, desgraciadamente, todavía no da las muestras de madurez que muchos quisiéramos apreciarle. Celebrada entre la segunda y la tercera semanas del pasado mes de marzo, la decimoséptima edición quedó a deber varias cosas, incluso desde antes que las actividades comenzaran formalmente. La primera deuda fue la insuficiente, poco clara y más bien abrupta explicación ofrecida para explicar por qué Enrique Ortiga, que iba a estrenarse como director de la Muestra, a final de cuentas salió del organigrama. Se habló mucho de "causas personales", pero la rumorología inherente a este tipo de desmembramientos repentinos barajó otras posibles razones: no lo dejaban trabajar, quisieron imponerle condiciones, etcétera. Conspicuo miembro de la comunidad cinematográfica, Ortiga dejó el barco a escasos dos meses de que el máximo evento cinéfilo nacional arrancara y su lugar fue inmediatamente ocupado por Kenia Márquez, conocida por dos cortometrajes, Cruz (1998) y La mesa servida (2000), así como por encabezar una asociación de cortometrajistas. Nosotros somos los novatos La premura obligó a correr el riesgo de una novatada que si no tuvo efectos más notorios fue, en buena medida, gracias a que los asiduos a la Muestra ya conocemos de sobra sus ires y venires. Diecisiete años después, sólo quienes asisten por primera vez a la Muestra se asombran, por ejemplo, de que Raúl Padilla, presidente del Patronato de la Muestra, no haga nada por no parecer el verdadero mandamás del evento (que le pregunten a López Aranda, Vaidovits y algunos otros, que saben de lo que hablo). A estas alturas, a nadie le asombra que en eventos oficiales y no oficiales reine una curiosa mezcla de confusión y exclusivismo que hace posible la presencia de un ejército de "gente bonita" justo ahí donde se supone que sólo debería haber gente de cine a secas. Aunque no deja de ser chocante, puede entenderse que la mitad o más de un lujoso restaurante donde se realiza la cena de clausura esté reservado a los patrocinadores de la Muestra, mientras periodistas, críticos e incluso algunos actores y directores poco conocidos se las tuvieron que arreglar para conseguir ya no digamos mesa sino siquiera un plato. Lo que no tuvo ninguna lógica fue un Teatro Degollado con muchísimas butacas vacías tanto en la función inaugural como en la de clausura, por culpa de la "boletitis" de los organizadores que repartieron los pases con un finísimo sentido del elitismo que les rebotó por la culata. Menos lógico fue el desaire al homenaje rendido al sonidista Gonzalo Gavira, en el mismo Degollado. También inexplicable fue la multitud de gente en las funciones de prensa ("¿pos de dónde sale tanto colega?", preguntó alguien; "deja déso, ¿dónde publicarán?", le respondió otro alguien; el corolario puede aplicarse a casi todo el resto de las actividades, preferentemente aquellas donde había de comer y de beber gratis: "pos quién sabe"). Y ésos son sólo algunos ejemplos. El despeje de la incógnita Pero si los anteriores parecen asuntos de relevancia limitada, la Muestra también quedó a deber en lo que más importa, es decir, en las películas exhibidas. Para empezar, nadie fue capaz de dar una explicación satisfactoria de por qué los cortos y los largometrajes nacionales de reciente producción fueron arbitrariamente divididos en dos secciones, "oficial" y "panorama". Con ello, el comité organizador sólo consiguió echarse a cuestas más de una bronca: que lo acusaran de prejuzgar cuáles películas sí y cuáles no merecían competir por el Mayahuel; que al menos un realizador les organizara protestas a la entrada de las salas; que nadie tuviera claro qué cinta estaba en qué sección y, por ende, si competía por el premio oficial, por el de la crítica, por el del público, por todos los anteriores o por dos de ellos. La sección panorama presentó seis cintas, tres de ellas ya exhibidas comercialmente (Guerrero, de Benjamín Escamilla; Atlético San Pancho, de Gustavo Loza; y El segundo aire, de Fernando Sariñana), y tres más, de las cuales sólo De piel de víbora, de Marcela Fernández Violante, había sido exhibida en el pasado Festival de Cine Francés en Acapulco. Las otras dos son El grito, de Gabriel Beristain, y Punto y aparte, de Paco del Toro. La lógica indicaba que las últimas tres debieron competir por el premio de la Muestra, pero no fue así. Por su parte, la sección oficial iba a incluir once largometrajes, aunque al final fueron diez por la ausencia de Sin destino, de Leopoldo Laborde; el productor de la cinta argumentó atrasos en la posproducción. En cambio, sí fue incluida Vivir mata, y nuevamente, si las cosas fueran medianamente claras, debió formar parte de la sección panorama y no de la oficial; vaya usted a saber... Los cortometrajes "oficiales" fueron el doble, y habría que añadirles otros veintisiete "panorámicos" que, insisto, sólo quienes los dividieron saben por qué. Como el espacio es poco, sólo cabe destacar que en el otrora confiable rubro del cortometraje, la cantidad no trajo aparejada la calidad, y de la quema no se salvó ni la mitad. Entre lo rescatable destacanron el muy premiado La milpa, donde se aprecia el buen oficio de Patricia Riggen, ¿Y cómo es él?, de Issa García Ascot; y La cuarta casa, documental de José Antonio Cordero sobre Elena Garro. Del otro lado quedaron regodeos visuales, ausencias de trama, personajes planos, ingenuas puestas en escena, bisoños intentos de profundidad y chistes vueltos película, como lo testimonian Sin sentido, El soldado, Encrucijada, Aquí iba el himno, A la otra, ¿Qué me va a hacer?, La maceta y varios más. Los largos Fernando Sariñana sostiene que su Ciudades oscuras no es parte de ésa que parece ser la tendencia actual de filmar historias urbanas en las que se refleje con crudeza la crueldad de un medio que no ofrece futuros halagüeños para nadie; sin embargo, es como si dijera que formalmente su película no tiene nada que ver con Vidas cruzadas o con Magnolia, por citar las más obvias. Lo que sí se le agradece es haber abandonado, ojalá que para siempre, el facilismo y la chabacanería de Todo el poder y El segundo aire. Ignacio Ortiz Cruz presenta en su segundo largometraje, Cuento de hadas para dormir cocodrilos, la saga de una estirpe enferma de insomnio. Un coyote y una pistola persisten a lo largo de una extensa elipsis narrativa que por momentos consigue lo que el protagonista no: conciliar el sueño. Empero, la cinta contiene momentos bien logrados y una factura encomiable. ¿De qué lado estás? antes titulada Francisca, de Eva López-Sánchez, resultó un verdadero homenaje al escamoteo: ni Tlatelolco, ni los Halcones echeverristas, ni los nombres clave de la guerra sucia, ni el Jueves de Corpus, aparecen siquiera mencionados en una película que desperdició la oportunidad de echar luz, siquiera ficcionalmente, a uno de los momentos más oscuros de nuestra historia contemporánea. A cambio, López-Sánchez nos dio un deslavado thriller que degeneró en melodrama convencional. El gavilán de la sierra, de Juan Antonio de la Riva, sólo es prueba de que su director sigue viendo en la sierra duranguense una fuente inagotable de historias por contar, por más que sus anécdotas y sus personajes estén cada vez más cerca del teleteatro y más lejos del testimonio del medio rural contemporáneo, que sigue esperando a alguien capaz de retratarlo sin idealizaciones ni miradas edulcoradas. Además, debió entrar en la sección panorama. Muy aplaudido en la Muestra, Beto Gómez es al menos dos cosas: es tapatío y es director de El sueño del Caimán, y de seguro él sabe que las loas fueron más por lo primero que por lo segundo. Su historia de un grupo de viejos fracasados que quieren robar un banco con la ayuda del hijo de uno de ellos, es buen ejemplo de cómo una anécdota mínima puede estirarse hasta lo inimaginable (e indeseable). Otilia Rauda, de Dana Rotberg, le hace un flaco favor a la buena novela de Sergio Galindo en la que se basa, contando de manera incompleta, apresuradamente y sin mucha hilación la historia de una mujer que toma desquite, a golpes de cadera, de las afrentas hechas por un entorno lleno de "buenas conciencias". Rotberg afirmó públicamente que el tasajeo a la cinta hay que achacárselo a los productores y no a ella. Basada en la novela homónima de Daniel Sada, Una de dos, de Marcel Sisniega, fue de lo más sólido dentro de sus pocas pretensiones: contar la historia de Gloria y Constitución, dos gemelas provincianas que buscan marido desesperadamente. La comedia ligera parece dársele bien a Sisniega, quien logra buenos ritmo y tono. Vera, de Francisco Athié, está llamada a ser uno de los peores bodrios mexicanos de la historia reciente, en virtud de su incoherencia, su fallida experimentación visual, sus involuntarios gags (como una calaca digital bailando rumba) y lo pretencioso de su "mensaje". Y si no, bastaría con lo que declaró Athié en Guadalajara: "Si no te gustó, es tu problema." La trama de Vivir mata, de Nicolás
Echevarría, otra cinta que no debió estar en la sección
oficial, ya es del dominio público, lo mismo que las piernas de
Susana Zavaleta, verdaderas protagonistas, y que el fallido intento del
director de Cabeza de Vaca de incursionar en un género que
no parece ajustarse a él
Gabriel Orozco: un proyecto fílmico documental, de Juan Carlos Martín, fue merecidamente el ganador del Mayahuel. Martín alcanzó un difícil equilibrio entre cercanía y objetividad respecto del personaje documentado, introduciendo al espectador a un universo rico, despertando el interés por un artista poco reconocido en su propio país, e invitando a otros documentalistas a probar suerte con ejercicios más libres y lúdicos. Aparte de Gabriel Orozco... lo más destacable de la Muestra no fue mexicano. Algunas cintas de la sección iberoamericana deberían estar ya en cartelera comercial; por ejemplo, la sobresaliente A la izquierda del padre, del brasileño Luis Fernando Carvalho; la entrañable Un perro llamado dolor, del español Luis Eduardo Aute (sí, el cantautor); la estremecedora El caso Pinochet y la tragicómica Taxi para tres, de los chilenos Patricio Guzmán y Orlando Lubbert, respectivamente. Y como dice el clásico, el resto es silencio... |