Jornada Semanal,  21 de abril del 2002                                núm. 372 
Ana García Bergua


CAMIÓN DE MUDANZAS
Quizá mucha gente, cuando ve pasar un camión de mudanzas, piensa en abandonos, expulsiones o separaciones, como termina ocurriendo en la afamada obra de teatro de Vicente Leñero La mudanza, cuyos protagonistas se divorcian durante la mudanza a una casa de Mixcoac. Por mi parte, y de una manera totalmente injustificada, tiendo a creer que la gente se muda para mejorar; que aquel camión cargado con todos los enseres de una casa debe ir forzosamente a otra más grande, más iluminada, más bonita. En todo caso, algo tienen de victorioso las casas patas arriba, amontonadas en un camión, entre colchones, cajas y trapos rojos que se asemejan a las banderas. No sé por qué, pero siempre me ha conmovido ese espectáculo de la interioridad tan desnuda y tan frágil, expresada en una lamparita puesta encima de las cajas que contienen los discos, las ollas de la cocina, la consola del comedor. En realidad, las casas apiladas en los camiones de mudanzas son como familias desnudas que vagan por la calle, sin espacio donde asentarse, sin cortinajes, ni muros, ni disimulos con forma de puerta. Por eso un camión de mudanzas tiene algo de tribal, de muy salvaje, como si el traslado de las casas y sus cosas, con la imposibilidad de disponerlas según el canon y el estatus a los que se aspira, les quitara lo formal y les dejara nada más lo que tienen de más inmediato, sentimental, grande y ridículo. 

Algo de eso se ve cuando los camiones de mudanzas llegan a su destino; cómo sufren los dueños de la casa trasladada por los golpes y los esquinazos, por las cajas que se desfondan. Es el suyo (y el mío, y el tuyo) no sólo el sufrimiento del propietario; también el de quien se ve expuesto a través de sus muebles y sus manías materiales; el de quien tiene que mostrar lo que en su hogar atesora o esconde por vergüenza. Y los vecinos lo han de saber, y miran y critican por lo bajo el mal gusto, o la rareza, o la ostentación del recién llegado. En realidad, lo primero que uno dice cuando llega a un nuevo sitio, lo dice a través de su camión de mudanzas. Por eso, aunque ya les dije que mirarlos por la calle me alegra, sé también lo angustioso que es conseguir uno, trepar ahí nuestras cosas, llegar a un nuevo sitio y fingir que no se atiende a la curiosidad de los vecinos. Los cargadores de los camiones de mudanzas deben sentir que también lo cargan a uno, y para eso no hay precio que alcance; no sólo deben poseer la resistencia física necesaria para echarse a la espalda un refrigerador; saben, también, que adentro de los muebles van empacados muchos de nuestros sentimientos, y eso lo cargan con desgano, con cierto enojo y también con paciencia de psicólogos. Hace dos años, cuando nos mudamos a este su departamento de ustedes, mi esposo contrató a una mudanza especializada para que trasladara el piano; confieso que me asusté mucho de ver a los cargadores que llegaron, tan enormes, tan aparentemente paleolíticos. Pues resultaron ser las personas más delicadas del mundo; daba la impresión de saber que cargaban a una parte especialmente sensible de la familia, y también a Bach, y a Mozart y a Thelonius Monk. Huelga decir que todos llegamos perfectamente.
 

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Naief Yehya
El Golem y la “transferencia”
de los palestinos

OTRA MASACRE
Una vez más hemos ignorado otra catástrofe humanitaria. Así como sucedió durante el sitio de Sarajevo, las masacres en Timor este, Ruanda, Nigeria y Sierra Leona entre otras, la globalización informativa tampoco sirvió de nada para impedir la matanza de inocentes en Palestina, sino que por el contrario sirvió para narcotizar a la opinión mundial. Cuando esto se escribe, el ejército israelí está llevando a cabo una brutal operación militar en territorio palestino que ha dejado incontables víctimas en numerosas ciudades y pueblos. Esta acción, condenada por prácticamente todos los gobiernos del mundo (salvo el de Estados Unidos) y la mayoría de las organizaciones de defensa de los derechos humanos, tiene, según el gobierno israelí, la misión de "destruir la infraestructura terrorista". Pero la destrucción dejada por tanques, tropas, misiles, bombas y bulldozers, ilustra el verdadero objetivo de la incursión. Los israelíes han arrasado con cientos de casas, hospitales, escuelas, industrias, comercios, sistemas de drenaje, pozos de agua, plantas de luz, han arrancado cultivos y árboles frutales, destruido graneros y aplastado todo símbolo del poder de la Autoridad palestina, al tiempo en que mantienen acorralado a Arafat en los restos de su cuartel en Ramalah. Semejante destrucción no tiene que ver con erradicar el terrorismo, sino que es un paso más hacia concretar el sueño de la ultraderecha israelí, de la cual Ariel Sharon es un orgulloso representante: la "transferencia" de la población palestina hacia Jordania, Líbano, Siria y Egipto. Una expulsión masiva digna de la fantasías hitlerianas y stalinianas que los círculos del poder y parte de la opinión pública israelí ahora considera como la única opción ante el "problema palestino", sin detenerse ni por un momento a considerar los sórdidos recuerdos que semejante limpieza étnica debería evocar en la propia memoria del pueblo judío. No es una exageración comparar las acciones militares israelíes en contra de Nablus o el campamento de refugiados de Jenin con la destrucción del ghetto de Varsovia por los nazis. Una campaña devastadora y sangrienta que además ha sido conducida con una estricta censura a la prensa y con la complicidad de Estados Unidos.

LA PROVOCACIÓN
Con metódica y calculada precisión, los últimos tres gobiernos israelíes, dirigidos respectivamente por Binyamin Netanyahu, Ehud Barak y Sharon, han lanzado una guerra sucia en contra de la autoridad palestina, mediante ataques, incursiones y asesinatos destinados a debilitar a Arafat y a fortalecer a sus enemigos más extremistas, como Hamas (una organización prácticamente creada por los servicios de inteligencia israelíes para dividir a los palestinos y debilitar a la olp). Por otra parte, han conducido toda negociación de paz a un estancamiento, presentando a los palestinos como la parte que abandonó la mesa de la últimas negociaciones cuando fue el propio gobierno de Barak quien las empantanó. Si bien Arafat aceptó la otrora impensable oferta de crear un estado en tan sólo veinte por ciento del territorio originalmente designado para ser Palestina, no pudo doblegarse a aceptar la propuesta de Barak en Campo David, con la cual renunciaba de facto al derecho de retorno de millones de exiliados, a la soberanía del espacio aéreo, al control de sus fronteras y a las principales fuentes de agua, además de que el Estado palestino quedaba dividido estratégicamente en cientos de pequeños bantustanes recortados por las carreteras de los colonos israelíes. Muchos israelíes quieren un Estado palestino para evitar que el Estado israelí pierda su carácter judío y para mantener el control de los "indígenas" árabes. Pero existe una gran diferencia entre esta concepción de Estado como herramienta de sometimiento y un Estado viable y autónomo.

EL GOLEM
Al contemplar las ruinas que están dejando a su paso los israelíes, podemos pensar en aquel maravilloso poema dramático de H. Leivick, que Paul Wegener llevó a la pantalla en 1920, "El golem". Un rabino invoca poderes místicos de la cabalá para crear a partir del barro un ser sobrenatural que habrá de defender a su pueblo de sus enemigos. El problema es que en cuanto este prodigioso defensor elimina al enemigo, comienza a matar a quienes debe defender. Esta maravillosa reflexión en torno a si el fin justifica los medios estaba impregnada del expresionismo y simbolismo de moda a principios del siglo xx, y hoy resulta tan actual como en aquel entonces, especialmente dado que el golem se ha materializado en el ejército israelí. Sharon clama que está peleando por la supervivencia de la nación, pero ni Hamas ni Arafat ni Siria son rivales que pongan en riesgo a Israel. Lo cierto es que el peor enemigo del Estado judío es su propio aparato militar fuera de control, que en su anhelo por eliminar a los palestinos está dispuesto a destruir los valores democráticos y humanitarios que supuestamente le dan sentido.

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Michelle Solano

Como te guste (I)
Shakespeare es uno de los grandes prejuicios que heredamos de la escuela porque nunca falta alguna maestra cursi que se empeña en demostrarnos que es un autor aburrido y obsoleto, mientras encuentra la forma de recetarnos una sobredosis de Hamlets, Otelos y RomeosyJulietas en su versión más burda y rudimentaria: en el patio de la escuela, dirigidos por ella misma, un puñado de adolescentes firmarán su rechazo absoluto a Shakespeare y, a veces, también al teatro.

Una de las grandes carencias del teatro se demuestra cuando, año con año y montaje tras montaje, los espectadores tienen que soplarse (cual estudiantes de secundaria) las mismas obras, de los mismos autores, montadas –casi siempre– con el mismo desencanto. El resultado: montajes desangelados, carentes de ingenio, con actores que más que trabajar en su papel se limitan a reproducir la actuación memorable que algún gran actor ejecutó en años pasados; por eso a muchos nos da la impresión de que Hamlet tiene ya –como si Shakespeare le hubiese otorgado esas características– determinado color de ojos, cabello, nariz y estatura, y muy difícil nos resulta asumir que puede ser interpretado por un actor diferente de aquél que hizo una maravillosa interpretación de Hamlet. Tampoco debemos olvidar las escenografías: son bonitas, algo así como un homenaje a la evidencia, al lugar común; los vestuarios se ajustan siempre al conjunto de este tipo de montajes: de pésimo gusto y muy armónico respecto del resto de los elementos que conforman la puesta: infumables, pues.

Sin embargo, aunque escasos, existen también montajes que ofrecen no nada más una relectura de Shakespeare, sino que además reinventan la forma de llevarlo a escena. Tal es el caso de Como te guste, el espectáculo más reciente de Mauricio García Lozano, a partir de una versión libre de José Ramón Enríquez sobre la obra As You Like It, y que se presenta en el Teatro El Granero.

La historia no es muy conocida; no es precisamente una de las piezas shakespearianas que han tenido la fortuna de la fama –punto a su favor, en este caso–, y tal vez justamente sea éste uno de los factores que le permitió a García Lozano establecer tan bien su propuesta, jugar, reinventar, atreverse. Cuando Shakespeare llevaba la acción al bosque (otro ejemplo claro es Sueño de una noche de verano), se permitía la trasgresión de sí mismo, de sus propios recursos dramáticos, y entonces proponía situaciones, enredos y personajes complejos, que lo eran aún más si se trataba de un actor en un personaje femenino que se hace pasar por hombre. El intercambio de roles, la fuerza de la identidad, el disfraz como máscara y como propuesta de un trabajo actoral que verdaderamente aporta matices e intenciones a un texto como éste, son los grandes aciertos de Como te guste.

Otro punto digno de mención, es que –según el propio Mauricio– se trata de un montaje que verdaderamente quería llevar a cabo, y eso no significa que los anteriores no hayan gozado de su total interés y entrega, pero sí habla de que Mauricio es poseedor de los recursos más importantes con los que cuenta un director: obsesiones, que sabe traducir en propuesta y luego en resultados. 

Mauricio es un director extremadamente fino, de lo cual ya había dado muestras en otros trabajos tan disímiles como Cenizas a las cenizas de Pinter y Las tremendas aventuras de la capitana Gazpacho del desaparecido Gerardo Mancebo del Castillo. Sus montajes suelen ser bastante afortunados, asunto que la cronista ha tratado anteriormente en este espacio, pero quizá el componente que más destaca en esta ocasión es la conformación de su equipo de trabajo. 

El elenco lo constituyen muchos de los actores que trabajaron con él en otra obra de Gerardo Mancebo, Geografía o a qué mirar las estrellas. Son actores muy jóvenes, de las recientes generaciones de egresados del Centro Universitario de Teatro. En aquella obra, muchos de ellos ya daban muestra de su capacidad actoral; verlos de nuevo en el escenario comprueba lo que ya se sabía: sólo necesitaban la oportunidad de ser convocados por un director que estuviese interesado más en su desempeño y los retos que pudiera proponerles, que en los nombres. García Lozano es un director dispuesto a dirigir, pero también a permitir que el actor trabaje, juegue, actúe, en fin, eso que en inglés se dice con poco aliento y que resume todo: to play.

En la siguiente entrega se hará un análisis más extenso sobre los actores, el diseño de vestuario, la música y la escenografía de Como te guste, un montaje inteligente, comprometido y que –vaticinamos desde ahora– estará entre lo mejor del año que transcurre.

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Javier Sicilia
Georges Bernanos y la Iglesia

A pesar de que Georges Bernanos ha dejado de reeditarse en México, es indudable que continúa siendo, junto con Dostoievski, el más alto de los novelistas que ha dado el cristianismo. Ninguna de las obras de sus contemporáneos ni ninguna de la de los modernos ha recibido, como la de él, el honor de ser usada para iluminar un sinnúmero de realidades teológicas. 

Además de las luminosas páginas que grandes escritores y hombres de letras le han dedicado a su trabajo, el hombre Bernanos y su obra han merecido la atención de uno de los más altos teólogos contemporáneos, Hans Urs von Balthasar –su gran aportación en el terreno de la teología radica en sus trabajos sobre la literatura que llamó teodramática–, quien le dedicó tal vez el mejor estudio que se le haya hecho, El cristiano Bernanos.

Este honor radica en que Bernanos no sólo es un gran escritor, así, sin adjetivos, sino que, además, en el orden de la tradición cristiana en la que vivió, pensó y escribió, se aproximó como nadie al terrible misterio del mal y al infinito misterio de la redención en la Iglesia.

No trataré aquí, por motivos de espacio, su exploración sobre el mal que aparece no sólo a lo largo de sus nueve novelas (Bajo el sol de Satán, La impostura, La alegría, Un crimen, Diario de un cura de aldea, Nueva historia de Mouchette, Diario de un cura rural, Monsieur Ouin, Diálogos de carmelitas), sino de toda su correspondencia y de sus grandes libros polémicos, como Carta a los ingleses, Los grandes cementerios bajo la luz de la luna o Francia contra los robots; me limitaré, en cambio, a aproximarme a su visión sobre la Iglesia. Su visión, en estos tiempos en que la misma Iglesia camina a oscuras y desconcertada, es un fuerte tónico para pensar su sentido.

Bernanos parte de la distinción que hacen los teólogos entre la Iglesia visible y la Iglesia invisible; entre su "cuerpo" y su "alma". Pero a su vez mira en esa doble realidad una correspondencia. Aunque la Iglesia visible, el "cuerpo", es, como lo vemos hoy en día, lento y habitado por el pecado –"Que la Iglesia [escribe en Carta a los ingleses] está gobernada, no cabe duda, pero como tal su acción es extremadamente lenta [...] su inercia colosal"–, ella, por otra parte, permite, paradójicamente, animar su "alma" en la que se manifiesta su fin último: la Iglesia de los santos. La Iglesia visible, a pesar de su lentitud y de sus vicios, tiene una jerarquía y un orden sacramental que está al servicio de los santos, es decir, de la santificación subjetiva de los cristianos en general, de aquellos a quienes el bautismo ha hecho santos desde el principio. En este sentido, para Bernanos, sin la sacralidad objetiva de la Iglesia, es decir, sin sus sacerdotes y sus sacramentos, la santidad misma sería impensable, lo mismo que la imitación subjetiva de Cristo o la realización personal de la santidad. Los sacerdotes (a pesar de sus vicios humanos) y los sacramentos, que vivifican las partes más profundas del ser humano, son el vínculo objetivo por el que se trasmite la presencia intangible del misterio de Cristo. Nadie, en este sentido, sería santo sin el alimento que le proporciona la maternidad de la Iglesia a través del depósito de la fe que custodian sus sacerdotes y de la fuerza invisible de sus sacramentos. Ni San Francisco, ni Santa Teresita, ni San Juan de la Cruz o Santa Teresa, para hablar de los más grandes, serían nada, sin esa maternidad.

Así, escribe Urs von Balthasar, al referirse a los personajes de Bernanos, "el vínculo del santo con el sacerdote y con el sacramento, la transformación en santidad subjetiva de la santidad divina de la que la Iglesia funcional es depositaria objetiva, es el punto de partida que transforma en santos a todos los héroes de Bernanos". 

Todos los santos de Bernanos: Donisan (de Bajo el sol de Satán), Chantal (de La alegría), el cura de Ambricourt (del Diario de un cura de aldea), etcétera, sólo son posibles por ese misterio objetivo que se encarna en la tarea sacramental de los sacerdotes que siempre están junto a ellos: Menou-Sagrais, al lado de Donisan; Chevance, al lado de Chantal; el cura de Torcy, al lado del cura de Ambricourt... Los mismos pecadores que sus santos salvan (la otra Chantal, salvada por Donisan; la condesa, salvadas por el cura de Ambricourt; el impostor Cenabre, salvado por Chantal, etcétera) sólo pueden serlo por esa profunda relación que se da entre el cuerpo y el alma de la Iglesia.

En este sentido el drama de la Iglesia para Bernanos se juega entre el sacerdote y el santo, "esos dos polos –dice Von Balthasar– igualmente poderosos, igualmente importantes, de la sacralidad objetiva (consagración, plenos poderes, sacramentos) y de la santidad subjetiva que se apoya siempre sobre el otro y no puede alejarse de él un solo instante".

Esto es lo que hace a Bernanos el más profundamente católico de los grandes escritores y uno de los grandes profetas de nuestro tiempo. Frente a un mundo que pone constantemente en entredicho el valor de la institución eclesial, de su "cuerpo", Bernanos, sin que esto le haya impedido pelearse con los errores y las traiciones de la jerarquía, responde a lo largo de toda su obra que el ministerio no es solamente la condición misma de la salvación, sino que, además, determina la trayectoria misma del santo. Esa es su mayor tarea: preservar el sentido divino y formar y sostener la santidad. De ahí que en esa misma Carta a los ingleses, Bernanos escriba: "Lo que importa es saber lo que es exactamente el hombre cristiano. Pues sólo hay un tipo de hombre cristiano, y ese tipo es consagrado por la Iglesia: el Santo. Los santos son la armada de la Iglesia [...] ¡La Iglesia en armas es lo único que cuenta! [...] La Iglesia en armas es la Iglesia de pie y los Santos en primera fila."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva y el Aeropuerto en Atenco.


Luis Tovar


UNA DIVA ES UNA DIVA
ES UNA DIVA

El diccionario dice, muy escuetamente, que diva es una "artista del espectáculo de sobresaliente mérito", y, menos parco, apunta que mérito es "aquello que hace a alguien digno de aprecio o de recompensa". Así pues, en estricto apego a este par de definiciones, hace falta una buena dosis de pichicatería para negarle la condición de diva a la recientemente fallecida María de los Ángeles Félix Güereña, mejor conocida como María Félix.

Quienes todavía hoy ponen en duda la condición divesca de La Doña –apelativo con el que también se le conoció a partir de su aparición protagónica en Doña Bárbara (1943, Fernando de Fuentes)– arguyen básicamente que la madre del también finado Enrique Álvarez Félix nunca estuvo a la altura de las Davis, Dieterich, Magnani, Garbo, Thulin, Harlow, Taylor, Monroe, Crawford, Hepburn, Smith, Leigh, Mangano... ni siquiera a la de Dolores del Río. Para ellos, en el caso de La Doña "la hermosura triunfó sobre el talento", como dice Sergio Fernández en La realidad de un simulacro: el cine.

Del otro lado están quienes piensan exactamente al contrario, poniendo el énfasis en todo aquello que tiene que ver con María Félix, no tanto en la pantalla como fuera de ella. El primero de los argumentos es la belleza incontestable de La Doña, ésa que a Jean Cocteau llegó a provocarle un confeso dolor.

LAS PATAS DEL MITO

Para fortuna del mito llamado María Félix, el cine tiene la virtud de conservar lo que ha sido como ya no es, de modo que ni el tiempo ni los lamentables y ciertamente insuficientes esfuerzos –rinoplásticos, dietéticos, etcétera– por vencer a Cronos, a los que La Doña se sometió buena parte de su casi nonagenaria vida, consiguieron desvanecer la imagen, ésa sí indeleble, que forjó un icono insoslayable a golpes de celuloide. Como ejemplo baste recordar cualquiera de los muchos close-up con los que Gabriel Figueroa demostró, en Enamorada (1946, Emilio "el Indio" Fernández), que la verdaderamente enamorada no era el personaje interpretado por Félix, sino la cámara, encandilada por la armonía, la fuerza y la fascinación transmitidas por un rostro cuya propietaria, tan sólo cuatro años después de su debut cinematográfico, ya se sabía indispensable en un medio al que por cierto no le faltaban rostros bellos, pero que sí estaba ayuno de algo que ni siquiera echaba en falta, a saber: un personaje femenino, una actriz, que pudiera llevar las riendas.

No debe verse ni de lejos como un movimiento a favor de la emancipación femenina, pero con María Félix el cine mexicano de la llamada época de oro se dio cuenta de que había posibilidades más allá de presentar a las féminas como eternas –y eminentemente sumisas– comparsas de Infantes, Negretes, Armendáriz, Soleres y compañía. La industria descubrió, simplemente, que La Doña era capaz de atraer cantidades similares de público y, en consecuencia, hizo lo que tenía que hacer para aprovechar ese filón de oro puro.

Cuarenta y ocho películas filmadas a lo largo de treinta y cinco años, es decir, más de una película cada doce meses en promedio, hablan de una continuidad a la que hoy estamos más que desacostumbrados, y que en ese entonces era lo más común para una estrella fílmica. Más aún, de la casi cincuentena que arranca con El peñón de las ánimas (1942, Miguel Zacarías), sus primeras dieciséis películas, producidas entre 1942 y 1948 –a razón de dos y media por año–, le bastaron para convertirse en lo que nunca dejó de ser: una bandida, una mujer sin alma, enamorada, que bien podía llamarse Bárbara o Maclovia, dar la impresión de ser una monja o una diosa arrodillada, incluso una cucaracha, pero que resultaba una auténtica devoradora que provocaba vértigo y a la que Dios difícilmente podría perdonar.

De acuerdo con Sergio Fernández, "el pavorreal sería la alegoría de la actuación cinematográfica", y considerando "lo radiante de la exposición de sus plumas al sol", se pregunta: "¿para qué fijarnos en las patas?" La respuesta es fácil: si no nos fijáramos en las patas, el mito estaría incompleto. Así con la enfermedad de Hepburn, con la soledad de Marilyn, con la megalomanía de La Doña... Parafraseando a Stein, una diva es una diva es una diva, pero no hay diva que se respete si no tiene un mito que la acompañe y la cubra con ese velo que todos, aplaudidores o abucheadores, quisiéramos romper, o al menos ver cómo otro lo rompe. Por eso en estos días se menciona tanto a María Félix; cómo murió, las joyas que dejó, con quién estuvo casada, si fue buena o mala actriz, si hablaba hasta de lo que no sabía, si era diva o no lo era, si solamente lo fue de petatiux, por qué no filmó nada en Hollywood, si era muy inteligente o nomás era muy cabrona...

Más allá de la chocante y en apariencia inevitable apropiación que los medios televisivos hicieron del funeral y el homenaje a La Doña –con arribistas estilo Guadalupe Pineda y mediocres tipo Manuel Mijares y toda la cosa–, lo cierto es que, a estas alturas, incluso guardar silencio ante el tema de la Félix pareciera una forma de alimentar el mito. Descanse en paz.
 
 
 

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