Horacio Labastida
Constitución y política exterior
En las luchas liberadoras del largo periodo iniciado en 1810 con el levantamiento de la insurgencia, y concluido en 1988 cuando el Congreso de la Unión y las legislaturas locales sancionaron el texto actual de la fracción x del artículo 89 constitucional, configuráronse como resultado de las grandes victorias del pueblo las categorías que dan cuerpo moral y jurídico a nuestra conducta en el concierto internacional, categorías formalizadas en los códigos supremos que han modelado el Estado desde que se promulgó el Decreto de Apatzingán (1814), consagrador del carácter absoluto de la libertad soberana que Morelos exigió al constituyente de Chilpancingo (1813).
En la concepción de Morelos la soberanía está engarzada en el principio de justicia social, porque del mismo modo, pensaba el caudillo, que el individuo no es libre si se ve enajenado en las necesidades materiales, la libertad de la patria es relativa y nula si depende de economías ajenas. La insurgencia muestra que soberanía y economía no avasallada son complementos inseparables. Y en este soberbio huerto original florecerían nuevas victorias. Al excluir nuestras cuatro repúblicas federales (1824, 1847, 1857 y 1917), los dos imperios (1822 y 1864) y los centralismos santannistas (1836 y 1843), adquirieron amplias connotaciones aquellos arquetipos de la política interior trasladados a la exterior por cuanto que en ésta introduciríanse ideales de las generaciones que han vencido a las castas internas y externas opuestas al progreso de México. Contra la república federal del congreso de San Pedro y San Pablo se irguió Santa Anna con dos banderas perversas: la de fueros y privilegios, que enarboló hasta su última tiranía de 1853, y la venta de la patria al suscribir los Tratados de Velasco (1836) con Samuel Houston, ofreciendo Texas a cambio de su libertad, y determinando la derrota del ejército mexicano frente a Taylor y Scott, en la guerra yanqui (1846-1848). Las actas de enero de 1824 y mayo de 1847 consagran dos ideas inseparables: la autodeterminación y la no intervención como brillantes expresiones de la soberanía irrestricta.
Y pronto vendrían nuevos soportes de la política exterior. Al proclamar Juárez que el respeto al derecho es la fuente de la paz no sólo acentúa la autodeterminación y la no intervención, sino también despeja la guerra como procedimiento para resolver conflictos entre países, exaltando la negociación y las legitimidades normativas en su solución. La única guerra admisible es la guerra justa, o sea la que emprende un pueblo para liberarse de la opresión externa o interna, según ocurrió en 1910, año éste que inicia la revolución que promulgaría la Carta de 1917. En este texto, reformado más de 400 veces y vigente hasta la fecha, se recogieron los arquetipos de la política exterior y se agregó lo relativo al derecho eminente de la nación sobre sus recursos y la justicia social, señalada en el artículo 27 y demandada por Morelos 175 años antes. Ahora bien, en su artículo 89, fracción x, se atribuyó al Poder Ejecutivo la dirección de la política exterior, sometiendo negociaciones y tratados a la ratificación del Congreso. Obvio es que la generalidad de este mandamiento primo y lo ocurrido en los siguientes 70 años (guerras mundiales, ascenso del socialismo, guerra fría entre los bloques y, sobre todo, las múltiples estrategias y maniobras del Tío Sam para gobernar América Latina y destruir las revoluciones mexicana y cubana) exigían eliminar la discrecionalidad del presidente en relaciones exteriores y acotar su conducta al reformar la mencionada fracción x con los términos que tendrá que obedecer el Ejecutivo al tratar con los poderes extranjeros. Nada que viole los principios normativos sancionados en la reforma podrá hacer el Presidente, porque si los infringiera cometería un acto inconstitucional, nulo por ilegal e ilegítimo, y sujeto por supuesto a lo que sobre el particular resolviera el Senado.
Dos cosas finales: a) La citada reforma constitucional fue promovida por el entonces presidente Miguel de la Madrid en las postrimerías de 1987, y la Comisión Permanente la aprobó en sesión del 9 de mayo de 1988. b) La adhesión de nuestro Poder Ejecutivo al proyecto de Uruguay en el caso de los derechos humanos en Cuba es a todas luces incompatible con lo preceptuado por la Constitución en política internacional.