Javier Wimer
Masacre y genocidio en Palestina
Crece cada día el número de observadores que comparan las atrocidades que cometen los israelíes contra los palestinos con las que los nazis cometieron contra los judíos. Replican los partidarios de Ariel Sharon que la comparación es improcedente y una simple máscara del antisemitismo de siempre. Estas afirmaciones no se apoyan en ningún argumento convincente y, a estas alturas, ni siquiera funcionan como extorsión ideológica.
Comparar dos hechos semejantes o iguales es una simple operación lógica. En su esencia y en su forma los actos suicidas de los terroristas palestinos son equiparables a los actos de los kamikazes japoneses del mismo modo que muchas de las acciones represivas que llevan a cabo los israelíes contra civiles, soldados y presuntos terroristas palestinos son equiparables a las acciones represivas de los nazis contra los judíos.
Pese al bloqueo mediático, abiertamente organizado por el gobierno estadunidense, nos llegan videos, fotografías y testimonios que muestran los excesos de un Estado sin control humanitario. La destrucción deliberada de edificios y servicios públicos, de hospitales, escuelas, viviendas y sembradíos; las penas trascendentes que castigan a familiares y amigos de supuestos terroristas, la tortura que es legal desde 1988, los asesinatos colectivos y selectivos son, sin duda, métodos memorables de la barbarie nazi.
La entrada del ejército israelí, uno de los más modernos y poderosos del mundo, en las ciudades y aldeas miserables de Palestina deja un terrible saldo de sangre y ruina. Los muertos en Jenin se calculan en mil, a decir del alcalde, y "algunas decenas", según el impreciso y modesto cálculo del ejército de ocupación. En cualquier caso se puede hablar de una masacre o de una carnicería.
En esta guerra interminable y desigual sobran las masacres y lo que valdría la pena dejar en claro es si resulta correcto, desde el punto de vista lingüístico y jurídico, caracterizarla como genocidio. La masacre es un asesinato de muchos y el genocidio es cualquier acto que procure la extinción de un grupo social. El Diccionario de la Lengua Española lo define como "exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivos de raza, de religión o de política" en tanto que la resolución 96 de Naciones Unidas, adoptada en 1946, establece que el genocidio es "el rechazo a la existencia de grupos humanos enteros, así como el homicidio es el rechazo del derecho a la existencia de un individuo".
La convención de la ONU para la prevención y para la represión del crimen del genocidio, de 1948, define como elemento común de este delito "la intención de destruir, en todo o en parte, un grupo nacional, étnico, racial o religioso", y caracteriza cinco maneras de concretarlo: "asesinato de los miembros del grupo, atentado grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, sumisión intencional del grupo a condiciones de existencia que tienen por consecuencia su destrucción física, total y parcial, medidas dirigidas a dificultar los nacimientos en el seno del grupo y transferencia forzada de niños del grupo a otros grupos". Se advertirá que las definiciones del diccionario y de Naciones Unidas son coincidentes y complementarias y se advertirá también que las hazañas de las fuerzas de seguridad israelíes encajan a la perfección en los tres primeros supuestos.
La invasión de los territorios palestinos, hay que decirlo con claridad, es una guerra de tierra arrasada, una guerra de exterminio, semejante a los conflictos en los que la resistencia nacional o revolucionaria se funda en el anonimato o en la doble identidad de los combatientes, a veces soldados y a veces campesinos, y en la solidaridad o complicidad que les proporciona la población civil frente al enemigo. Pienso en la resistencia de los países ocupados por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, en las guerras de Argelia y de Vietnam y, especialmente, en la estrategia de tierra arrasada que utilizó el ejército guatemalteco para vencer a la guerrilla.
Si no es posible distinguir entre un combatiente y un no combatiente es necesario, en primer término, matar o aprisionar a los varones adultos, luego a los niños y a los viejos, después a las mujeres, a las niñas y a las ancianas; al conjunto, en suma, de los seres humanos que son capaces de usar un arma o que podrán hacerlo algún día. Si en la óptica demencial de Sharon y sus halcones todos los palestinos son terroristas reales o virtuales conviene destruir sus aldeas, hacer invivibles sus territorios, expulsarlos y exterminarlos. Aparte de quienes predicen directamente el genocidio palestino, las características mismas de la estrategia israelí han creado un mecanismo que funciona con esa inspiración y con esos propósitos.
El terrorismo no puede ser combatido con métodos propios de una guerra clásica y hacerlo es un engaño, una mascarada, una realización simbólica. Bush no encuentra a Bin Laden, pero en su búsqueda puede destruir Afganistán, Irak, Irán y todos los países que le resulten estorbosos o antipáticos. Sabe el vengador que contará en estas aventuras con el entusiasta apoyo de su tribu.
La toma de Jenin es una masacre y tiene intención genocida. Murieron ahí cientos de civiles y probablemente algunos terroristas. No hay motivo de alarma, pues los pocos y los muchos se confunden en la muerte y, a fin de cuentas, son los mismos. La aldea fue arrasada y por orden superior los cadáveres quedaron insepultos durante una semana.
En estos crímenes hay responsables personales y responsabilidades genéricas. Entre los primeros destacan Sharon, el homicida delirante, y Bush, el atónito y monosilábico presidente de las trasnacionales estadunidenses. Entre las segundas, las fuerzas que apoyan internamente al gobierno de Israel y la mayoría de la opinión pública estadunidense, que vive de simplificaciones mediáticas, pero que ya reacciona frente a la política que el lobby judío le impone a Washington.
La consecuencia más grande y perdurable de esta estrategia de exterminio es que niega los principios morales que inspiraron la creación del Estado de Israel. El pueblo que se levanta sobre el reconocimiento de su pasado trágico, el pueblo que aún guarda fresca memoria de pogromos y de campos de concentración, no puede convertirse en el pueblo del olvido, en el inocente victimario que es incapaz de imaginarse en el papel de la víctima.
El gobierno israelí debe entender que la seguridad del Estado no depende de la eficacia de su ejército y del terror que imponen sus operaciones militares. Tampoco de imaginar laberínticas murallas para crear reservaciones, guetos o bantustanes de palestinos. Depende, en principio, de retirar las tropas que ocupan los territorios palestinos y de lograr compromisos políticos con las partes implicadas sobre la base de las resoluciones de la ONU y de los acuerdos de Oslo.
Y debe entender, sobre todo, que el pueblo palestino es la principal víctima de esta guerra. Moshe Dayán, el guerrero y estadista, explicaba en una famosa oración fúnebre la ira de los palestinos. Decía en el remoto año de 1968: "hace ocho años que viven en campos de refugiados en Gaza, mientras que nosotros, aquí, ante sus ojos, estamos apropiándonos de las tierras y de las aldeas en las que vivían ellos y sus ancestros".