Hermann Bellinghausen
Camello loco
Nos dijeron que la construcción se estaba poniendo grande por acá, así que venimos a emplearnos de inmediato. Dejamos atrás nuestras mujeres, nuestros papás, con la promesa de regresar o mandarlos traer ora que tuviéramos la paga, íbamos a ahorrar.
Uno dice, nada más. Si todo fuera tan fácil. Después de los coyotes del enganche, nos tocó de controlador el Escorpión, que cobra carísimos los permisos legales. El dinero no alcanza.
La obra es regrande. Quién sabe qué irá a ser, pero luego de que le cavaron una barranca completa para los cimientos, acá los matacuaces le hemos ido poniendo un piso sobre otro, llevo perdida la cuenta de cuántos.
Los de mano de obra estamos bien revueltos, y no tenemos idioma para entendernos. Así es más complicado organizarse. Muchos son asiáticos, que les decimos chinos y se ofenden porque son también de Corea o Vietnam. Aunque para nosotros se ven iguales, entre ellos no se entienden. Árabes no hay; fuera de los libaneses que pasan por griegos, no los contrata la empresa.
Lo bueno que llegamos primero, y varios del mismo pueblo. Nos hacemos el paro. También hay salvadoreños, que son más o menos como uno. A los colombianos les gusta más el desmadre y siempre te meten en líos si no te cuidas. Últimamente aparecieron los rusos, que son grandotes y alcanzan mejor para colocar las vigas de acero de los techos. Esos también llegaron juntos, y se ve que controlan algo. Les he visto armas. La llevamos leve con ellos, cool man, sin atravesarnos cuando pasan; no les estorbamos, y ellos nos dejan en paz.
La obra se está prolongando. Y no porque no trabajemos como negros, turnos extras y un camello loco, loco. Es porque no se le ve fin. Primero anunciaron treinta pisos, normal. Luego, que cincuenta. El rumor orita es que cien, pero yo veo a estos güeros de la patronal tendidos, como que no calculan bien.
Por de mientras, tenemos trabajo. Nuestras familias, no que las estemos olvidando, cómo cree, pero casi ya no bajamos y en la obra no hay teléfono ni nada, y acá tenemos armada toda una vida, por necesidad. Con decirle que me ando consiguiendo una morrita. Sube diario con la canasta de lonches. Estoy juntando para pagarle al Escorpión una plaza en los trabajos de acabado; aceptan mujeres, no sería la única.
Siquiera yo no dejé más que novia, nos ibamos a casar y todo, pero el tiempo se hizo largo acá en la torre, y hace poco me mandó una carta que decía que la altura me cambió en carácter, y creo que sí. Ya me decidí. Más dura la tienen Celso y Minio que dejaron vieja y chamacos, y también andan morreando, pues. Uno no está hecho de palo, somos hombres Ƒno? Los entiendo.
A saber hasta cuándo habrá jale. La constructora está insaciable con la cosa de la torre, los ingenieros no tienen llenadera. Los aviones ya nos pasan enfrente de bajada al aeropuerto. Cualquier chico rato dan con la torre.
Le han ido poniendo cristalería al edificio, miles de ventanas iguales nos vienen pisando los talones mientras nosotros y los rusos empujamos alto y más alto. Los chinos se dispersaron y pusieron negocios en los pisos intermedios. Como el de nuestros loches. El patrón de mi morrita, fíjese, es un coreano que conocí de matacuaz cuando llegamos.
A veces pienso. Sí, pienso que con tanto enredo esta torre no terminará bien. O no terminará, punto.
Estamos tan alto que el cielo sopla frío. A Celso se le helaron los pies hace dos noches. Lo bajaron a Urgencias y regresó bien de los pies pero congestionado de la garganta. El humo de las calles lo estaba envenenando. Ya nos decostrumbramos de la ciudad, creo. Menos ganas dan así de bajar. Pero los doctores lo entienden distinto. Le recomendaron a Celso que se cuidara de la altura, que tanto oxígeno emborracha.
Ya decía yo. Ha de ser por eso que ver las nubes por arriba da un vértigo, cómo decirle, bien bonito. ƑSiente? Diga si no.